Fiesta de la Exaltación de la Cruz
El 14 de septiembre representa para toda la comunidad una fecha muy importante: el 14 de septiembre de 1995, el Señor quiso que aquí se realizase el primer gran milagro eucarístico; el 14 de septiembre de 1999, fue la primera investidura del Obispo después de su ordenación episcopal, de origen divina, ocurrida el 20 de junio de 1999. Finalmente recordamos la firma estampada por nuestro Obispo, el año después, el 14 de septiembre del 2000, al decreto de reconocimiento de las apariciones de la Madre de la Eucaristía. En nuestra memoria permanecen vívidas y claras las imágenes ligadas a estos acontecimientos y lo que nuestro corazón vivió en aquellas circunstancias. El día en el que nuestro Obispo fue ordenado directamente por Dios permanecerá impreso en nuestra memoria por la grandeza del evento y por la humildad y el amor con el que él aceptó la orden del Señor de ejercer “PLENOS PODERES”. El difícil camino que lo llevó a recibir este gran don de Dios está hecho de amor y de abnegación, pero sobre todo de dolor y sufrimiento, en pocas palabras el camino de la cruz. Cuando nuestro Obispo nos hablaba de la cruz, podíamos leer en sus ojos, en sus gestos, y finalmente por la entonación de su voz, el amor que se vislumbraba de todo su ser por la cruz de Cristo. Él nos repetía que si queremos estar unidos a Cristo tenemos que amar la cruz, considerada escándalo por los necios, pero salvación por los que creen. Él y nuestra querida Marisa vivían cotidianamente de la cruz, dulce y feroz compañera de los días, pero sobre todo de las noches. Sólo podemos imaginar lo insoportable que pudo ser para el Obispo Claudio ver a la Iglesia que tanto amaba, desgarrada horrendamente en su interior, ver las grandes obras de Dios no reconocidas o, peor aún, ridiculizadas, ver los sufrimientos cotidianos de Marisa y sentirse impotente ante tanto dolor. Más de una vez él, durante los encuentros bíblicos o las homilías, nos repitió: “Creedme, ante tanto sufrimiento, la mente vacila”, y su sonrisa se apagaba, los labios se cerraban, el fuerte cansancio se veía en su rostro, pero inmediatamente después hablaba de la cruz y nos explicaba cómo justamente a través de ella se alcanzaría la victoria. El Obispo nos mostraba cómo la fe y el amor por la cruz eran el único camino a recorrer. Recordamos sus palabras en la homilía del 14 de septiembre del 2008: “La cruz no nos tiene que dar miedo, porque la cruz nos habla del amor sufrido por Dios, la cruz nos habla de la encarnación de Dios en medio de los hombres finalizada en el sacrificio de la cruz. La cruz nos recuerda que, si nosotros podemos entrar en el Paraíso, se lo debemos solamente a ella. Yo creo poder decir que, cuando nos presentemos a Dios en el juicio personal después de la muerte Él, para admitirnos en el Paraíso, querrá ver la cruz impresa en nuestra alma, querrá ver si ella está presente y si esta cruz da luz, calor y amor, porque tendremos la gracia y sólo en este caso seremos admitidos. Pero si esta cruz se desvanece o se borra, entonces el juicio de Dios nos indicará el purgatorio o, peor aún, el infierno. Es la cruz que tenemos en el alma la que nos abre las puertas del Paraíso, es la señal de pertenencia a Dios, de adhesión a Dios, es el signo que indica que nosotros nos inclinamos hacia él, que aceptamos la redención y la cruz. La cruz es vida, la cruz es victoria, la cruz es triunfo. Amad la cruz”.