Texto de la Adoración Eucarística del 9 marzo 2019
Fiesta del Sacerdocio
”Yo soy Jesús, Dulce Maestro, el sacerdote es el dulce Cristo en la tierra” (Mensaje de Jesús del 31/19/93).
El sacerdote es la conexión entre el cielo y la tierra, entre el Creador y sus criaturas. Ser sacerdote implica la inmolación total como lo hizo nuestro Redentor, Jesucristo, primer y único, sumo y eterno sacerdote que dio todo de sí mismo por las almas.
Darse totalmente a las almas, ser su guía, llevarlas por el camino de la conversión, constituir para ellas un ejemplo de unión perfecta con Dios Hijo, estar siempre disponible para amonestar y perdonar, son características que hacen de un sacerdote, un buen sacerdote, pero también un buen padre espiritual, como lo fue nuestro Obispo para nosotros. ¿Qué padre, que sea un buen padre, no está dispuesto a acoger, aceptar, amonestar y perdonar a un hijo cuando se presenta la ocasión? ¿Qué buen padre no está dispuesto a dar la vida por su hijo, exactamente como lo hizo el Obispo, dispuesto a dar todo por las almas?
La delicadeza, la fuerza y la potencia del sacerdocio se encierran en las pocas palabras que Jesús ha dirigido al Obispo más de una vez: “Cuando celebres la Misa, Don Claudio, Yo estoy en ti y tú en Mí”. Esto nos da la medida del papel que tiene un sacerdote en la Tierra, de cuánto misterio pone Dios en las manos de aquél que consagra, donde la segunda persona de la Santísima Trinidad está dispuesta a volverse frágil hostia, humilde pedazo de pan.
El buen pastor guía las ovejas y éstas reconocen su voz, el buen padre educa a sus hijos y éstos reconocen su amor, el buen sacerdote guía las almas y éstas reconocen sus enseñanzas.
Un sacerdote que no confíe completamente en Dios, que no dedique su vida a cumplir la voluntad de Dios olvidándose de sí mismo, que no se alimente cotidianamente de la Eucaristía y que no se aferre al sagrario en los momentos difíciles está destinado a sucumbir. Como dijo el Obispo: “Yo mismo no habría podido vivir mi vocación tan grande, importante y pesada al mismo tiempo, si no hubiese tenido Su ayuda y la Eucaristía. Jesús mismo me dijo: “cuando estés angustiado, cansado y abatido, aférrate a la Eucaristía y Yo te daré la fuerza para continuar tu misión”.
El buen sacerdote se reconocer por su apego a la palabra de Dios, a la Eucaristía y a la cruz. Es por esto que el Obispo dijo: “para el sacerdote o el Obispo que quiere seguir a Cristo, la cruz debería asemejarse lo más posible a la del Gólgota. El sacerdote o el Obispo que vive auténticamente su sacerdocio, sigue a Cristo en la pasión, muerte y resurrección. De este modo hace presente en sí mismo el misterio eucarístico y esto es para beneficio de las almas para llevarlas a Dios. El sacerdote tiene que vivir el misterio eucarístico no solamente celebrando la Misa, sino viviéndolo también en su carne: ésta es la importancia del sacrificio y de la resurrección. La Eucaristía es pasión, muerte y resurrección y la plenitud del sacerdocio es sufrimiento, muerte y resurrección”.
El amor que seduce
Este era uno de los fragmentos preferidos del Obispo, porque era su grito de amor a Dios. Él se encontraba y se reconocía en las palabras de Jeremías porque expresan toda la fuerza y el ímpetu de su pasión al ejercer su ministerio. Así debería ser el alma del verdadero sacerdote, del pastor según el corazón de Cristo. El alma de Jeremías estaba totalmente inmersa en Dios, más allá de sus propias fuerzas; el alma del Obispo estaba completamente “seducido” por el corazón de Cristo, aniquilado por su poder y la cruz estaba impresa en su corazón.
El amor del Obispo por Cristo no se realizaba solo de palabra, sino que resplandecía en su vida vivida día a día, a través de las pruebas, el sufrimiento vivido en el silencio y en el abandono a Dios. La fuerza, la energía, el carisma que lo distinguía hacía palpable todo eso. El ímpetu de su corazón surgía de su persona y de sus palabras, era tangible su unión con Dios Hijo. En el sufrimiento, en la inmolación, en el desaliento él no podía y nunca era capaz de echarse atrás, como si un impulso invisible lo agarrase y le obligase a seguir adelante, siempre adelante, y del que él no podía escaparse: era el amor de Dios por él, era su amor por Cristo que era más fuerte que todo su ser, era la adoración eucarística que se le volvía necesaria como su propia respiración, aquel “fuego ardiente encerrado en sus huesos”.
Ama et obsequere (ama y obedece)
También este canto retoma un salmo muy querido por el Obispo: el salmo 138. En estas palabras él percibe hasta lo más profundo de su ser la unión íntima con Dios, su creador y su necesidad de obedecer siempre al Padre celestial, el único que “lo escruta y conoce”. ¿Cómo negarle su dedicación, su fidelidad? El amor y la obediencia era un binomio inseparable para el Obispo ordenado por Dios, que mostraba en la vida de cada día. Por esto, parafraseando la regla de san Benito, que se resumía en dos palabras: ora et labora, podemos decir que la vida del Obispo se fundó en dos principios fundamentales: ama y obedece. Su vida estaba llena de amor hacia Cristo, hacia Su Palabra puesta en práctica, concretamente, hacia la Eucaristía, centro de todo, hacia la Virgen, educadora y consoladora, hacia Dios hacia quien todo debe tender.
Nuestro padre espiritual ha obedecido siempre a Dios, incluso cuando eso comportaba ponerse en situaciones incómodas y difíciles, incluso cuando esto le ha puesto en una posición de insufrible crítica por parte de los demás eclesiásticos. Cuando ha tenido que elegir, ha puesto siempre a Dios en primer lugar porque quien ama a Dios no puede eximirse de obedecerle, aunque esto comporte el sacrificio extremo de ser condenado injustamente por la autoridad eclesiástica. El que ama a Dios siente y aconseja la obediencia a Él como una elección, pero también como una indispensable consecuencia de este amor. Eh ahí, éste era el Obispo: ¡ama y obedece a Dios!