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Texto de la Adoración Eucarística del 13 mayo 2018

FIESTA DE LAS ALMAS CONSAGRADAS

Querido Jesús Eucaristía, estamos aquí reunidos en torno a Ti para amarte, alabarte y darte gracias por las grandes obras que has realizado en este lugar taumatúrgico y en nuestras vidas.

Hoy, como Iglesia y como comunidad, celebramos tres grandes acontecimientos que han cambiado la historia de la Iglesia y la de cada uno de nosotros: Tu Ascensión al Cielo, la fiesta de Nuestra Señora de Fátima y los votos de nuestra amada Marisella.

En el silencio de nuestro corazón cada uno de nosotros desea dirigirse a Ti, Dios nuestro, oraciones, súplicas y peticiones a las que nadie puede dar una respuesta, sino sólo Tú. Muchos “porqués” afloran en nuestra mente y, aunque se nos ha enseñado que sería mejor no hacernos tantas preguntas, a veces no podemos evitarlo. A veces parece que todo va mal en este mundo que Tú creaste y que parece desconocerte cada vez más, parece que la oscuridad triunfa sobre la luz y la incertidumbre envuelve nuestras vidas. Pero no es así, porque Tú, Señor, nos dices: “En el mundo tendréis tribulaciones, pero tened ánimo: ¡yo he vencido al mundo!” (Jn 16, 33). Tenemos una única certeza que es Tu presencia en nuestra vida, Jesús Eucaristía, porque, como nos ha enseñado nuestro amado Obispo, solamente nosotros somos los artífices de este aspecto de nuestra existencia: la realidad espiritual. No tenemos poder sobre nuestra salud, ni sobre el aspecto económico o laboral de nuestra vida, más que en mínima parte, pero somos los únicos que podemos decidir si vivir contigo en nuestro corazón. Y nosotros deseamos justamente eso y junto a Pedro te decimos: “Señor, ¿a quién iríamos? Solo Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que Tu eres el Santo de Dios”. (Jn 6, 68-69)


Ascensión del Señor

“Yo he salido del Padre y vine al mundo; ahora dejo del mundo y voy al Padre” (Jn 16, 28)

Jesús Eucaristía has ascendido al Cielo para que también nosotros tuviésemos la posibilidad de alcanzarte al final de nuestro recorrido terreno. Por esto has enviado a los apóstoles a todos los rincones de la Tierra, para que cada ser humano pudiese conocerte y seguir tu ejemplo de amor durante la vida y venir contigo, después, al Paraíso. Así pues la Ascensión se convierte para nosotros en motivo de alegría, de consuelo y esperanza, de poderte alcanzar, seguros de que nos esperas para acogernos en Tu gloria. “Dios mío, te amo”, pero esto no implica el desapego total de la Tierra. Incluso Tú, de hecho, Jesús glorificado, no has olvidado la humanidad y no te has olvidado de nosotros.

Los apóstoles estaban todavía atemorizados después de tu muerte, probablemente no sabían qué hacer, pero Tú, Jesús, antes de subir al Cielo los instruiste sobre cuánto habrían de emprender y prometiste que no los abandonarías, les prometiste el Espíritu Santo. Ya no te vieron con sus ojos, no sintieron tu voz, no te tocaron, pero estabas presente en medio de ellos como antes, mejor dicho, más que antes. Si, de hecho, entonces estabas presente en un lugar bien preciso, a partir de ese momento Tú estarías donde quiera que estuvieran tus discípulos.

Cada uno de nosotros es llamado a dar testimonio de ti, no tanto con palabras, sino más bien con hechos, en la familia, en el trabajo y en cada lugar que frecuentamos. Jesús, cuando ascendiste al Cielo, seguramente también pensaste en todos nosotros y en las dificultades de la vida terrena. Y tal como ayudaste a los apóstoles a dar testimonio de ti, así continuamente nos ayudas también a nosotros, nos das Tu fuerza y a Ti mismo a través de la Eucaristía. “Y sabed que yo estoy con todos vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Así, contigo en el corazón, podemos realizar, de la mejor manera posible, todo lo que estamos llamados a obrar en nuestra pequeñez, en nuestra vida cotidiana.


Revelación privada

Nadie está obligado a aceptar y a creer en la revelación privada, pero cita más acontecimientos que en el Evangelio no han sido escritos.

Uno de los criterios para reconocer el origen sobrenatural de los mensajes es la sintonía de la revelación privada con la Palabra de Dios. Las enseñanzas presentes en la revelación pública y en la privada se integran la una con la otra y ambas enriquecen el conocimiento de Dios, ayudándonos a crecer espiritualmente. “No se puede hacer un camino de crecimiento cristiano y de santidad si no ponéis en práctica las enseñanzas que os he impartido, son los mismos que mi Hijo Jesús ha predicado y que están contenidos en el Evangelio” (Carta de Dios, del 5 de febrero de 1989)

Querido Jesús, hoy, fiesta de Nuestra Señora de Fátima, deseamos darte las gracias por el gran don que has hecho a la humanidad con la revelación privada. Tu Madre se ha aparecido numerosas veces durante el curso de la historia, de maneras diversas y con nombres diversos, pero escogiendo siempre como interlocutores personas sencillas, desconocidas al mundo y de modesto papel social. Tú, Señor, escoges la pureza de corazón, escoges la humildad, la modestia. Tu mirada atraviesa el alma de las personas, no se detiene en las apariencias, como hacemos los seres humanos.

A través de las apariciones marianas, sobre todo las de la Madre de la Eucaristía, nos han permitido conocerte mejor, conocer a tu Madre y recibir enseñanzas para un estilo de vida fundado sobre el amor. Nos ha sido enseñado que para llegar a Ti, Jesús, tenemos que pasar por María. Es Ella la que nos indica la vida de la salvación, la vida de la Eucaristía. Es nuestra mediadora y, como nos ha explicado nuestro Obispo, el hombre es santificado por Dios sólo si está unido a María y acepta su presencia en su vida, porque Ella hace presente al Señor.


Aniversario de los votos de Marisa

Marisa se consagró a Ti, Dios, pronunciando los votos de castidad, obediencia y pobreza y, con motivo de este aniversario, nuestra comunidad celebra la fiesta de las almas consagradas. Nuestra hermana fue siempre fiel a sus votos y abrazó la cruz para la realización de los planes de Dios: “Jesús ha tomado en su corazón tu consagración y tus votos y los ha aceptado y tú sabes cuántas pruebas, cuántas tribulaciones has soportado” (Carta de Dios, 12 de mayo 1999)

Nunca te lo agradeceremos bastante, Señor, por habernos hecho encontrar una criatura tan maravillosa como Marisa. Una criatura más cercana al Cielo que a la Tierra, justamente por aquel modo suyo de amar, libre de egoísmos y posesión, peculiaridades del ser humano. Nunca ha pedido para sí, sus oraciones eran siempre para los demás, sobre todo para su hermano Obispo. Ha tenido que renunciar a todo lo que amaba, incluso las alegrías más pequeñas le han sido negadas, un sufrimiento indecible la ha acompañado durante toda la vida, y sin embargo estaba siempre dispuesta a darse plenamente a Ti, Jesús, a pronunciar una vez más su Sí, un Sí grande como el mundo. Estaba siempre dispuesta a amar y a rezar por todos, incluso por quien la hacía sufrir. Es un gran ejemplo de amor y humildad para todos nosotros que la hemos conocido y amado. La dulcísima sonrisa que aparecía en el rostro de Marisa, a pesar del dolor, sea nuestra fuerza en los momentos de desánimo, nuestra alegría en el momento del recuerdo y nuestra esperanza cuando deseamos ser cada día mejores personas. Echamos mucho de menos a Marisa, junto al Obispo, aunque estamos seguros de que reza por nosotros, sobre todo por los niños. Estamos seguros que desde el Paraíso nos mira: a veces nos sonríe complacida, pero a veces nos tiraría de las orejas justamente como la madre que siempre ha sido y siempre será para nosotros.

Te queremos, Marisella.