Texto de la Adoración Eucarística del 17 mayo 2015
Ascensión de Jesús
60° Aniversario de la Proclamación de los Votos Perpetuos de Marisa
Aniversario del Milagro Eucarístico del 17 Mayo 1998
Hoy nos encontramos reunidos aquí, en el lugar taumatúrgico, para contemplar la alegría de la Ascensión de Jesús al Cielo y para el aniversario de los sesenta años de la proclamación de los votos perpetuos de Marisa. Por otra parte tenemos que recordar que hoy es el aniversario de un importante Milagro Eucarístico, cuya hostia grande, perfectamente conservada hasta ahora después de diecisiete años, fue sustraída durante la celebración eucarística a un sacerdote que no creía en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Gracias al abundante derrame de sangre, aquella hostia milagrosa ha cambiado de aspecto y ha asumido la forma de un corazón que, como decía nuestro Obispo: “Encierra el bien más precioso para la Iglesia, o sea la Sangre Divina”
Esta feliz coincidencia nos permite vivir en el corazón la emoción y la alegría de festejar junto al Esposo divino y su dulce esposa: Jesús Eucaristía y la víctima de la Eucaristía.
La Ascensión es el acto glorioso que termina la vida pública de Jesús. Los votos de Marisa, en cambio, señalan el inicio del ofrecimiento total de su vida y de su inmolación a Dios. Ella participa totalmente de la “gran alegría” que Jesús deja en el corazón de los Apóstoles, de la Madre de la Eucaristía y de todos los cristianos del día en el que asciende al cielo: la misma alegría que Marisa ha vivido al pronunciar su “Sí” de amor, repetido en el tiempo, sin dudarlo nunca, abrazando junto a Cristo glorioso que asciende al Cielo y a Cristo crucificado por amor de los hombres.
Este dulce momento en Tu compañía Jesús, quiere ser el regalo de nuestros corazones. Queremos darte las gracias por el don de Tu presencia extraordinaria en medio de nosotros. Todos los Milagros Eucarísticos, realizados en este lugar santo, nos recuerdan cada día que no nos has dejado solos. En este día en el que Cielo y Tierra se unen para festejar a nuestra amada hermana, queremos hacerlo también nosotros y de la manera en que, estamos seguros, le habría gustado a Marisa, con el canto. Si cerramos los ojos y escuchamos con el corazón, podemos sentir nuestras voces unidas al coro de los ángeles y de los santos para darte gloria.
Marisa lo dio todo de sí misma, devolviendo incluso también el don más bello recibido de Ti, su espléndida voz. Esto para ella fue un grandísimo sufrimiento pero hoy, junto a nosotros, cantará de nuevo y lo hará por Ti Jesús, porque nuestra hermana te ama con un amor inmenso que la hizo gritar: Toda tuya.
La Eucaristía ha sido siempre el centro de la vida de Marisa: “Dios primero, incluso cuando las peticiones son imposibles”. “El frágil Pan” ha aparecido en sus manos, en las estatuas, en las flores, en el cuerpo. Su sufrimiento ha sido impresionante, inexplicable a nuestros ojos, pero Tú Jesús le has regalado la visión de la Trinidad que ningún vidente en el mundo ha visto nunca, le has regalado la experiencia maravillosa e inexplicable de vivir al mismo tiempo en la Tierra y en el Paraíso. El amor que tiene por Ti ha hecho que, ofreciéndose a sí misma junto a nuestro S. Obispo, millones de personas pudieran convertirse, que muchos sacerdotes volviesen a vivir en gracia, que muchas almas consagradas volviesen a ser verdaderas esposas de Cristo. Muchos enfermos han tenido la gracia de la curación. Grandes cosas ha hecho del Señor. Ha escogido a esta pequeña criatura y la has llevado a alturas espirituales vertiginosas. Permítenos en Tu presencia, poder decir que la amamos y le damos gracias porque somos conscientes de que en cada S. Misa en la que participamos, cada vez que estamos delante de la Eucaristía que ha sangrado, ella está aquí, de rodillas delante de Ti, suplicando por los enfermos, por los que sufren, por los encarcelados, por los drogadictos, por los sacerdotes, por las almas consagradas y también por nosotros, pequeña comunidad necesitada hoy más que nunca de Tu fuerza, de Tu Amor y de Tu Misericordia.
“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo pediré al Padre que os mande otro defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad, que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros lo conocéis, porque vive con vosotros y está en vosotros. No os dejaré abandonados; volveré a estar con vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis, porque yo vivo y vosotros también viviréis. Aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros. El que conoce mis mandamientos y los guarda, ése me ama; y al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él”. (Jn 14, 15-21)
Esta enseñanza maravillosa que nos has regalado es la meta de la misión del Obispo y Marisa: dónde hay amor está Dios y si tenemos a Dios, lo tenemos todo.
Marisa sabía que tenía que seguir las huellas de Jesús sabiendo que este grandísimo “amor entre espinas” la llevaría al Gólgota, pero no ha tenido nunca miedo. La misión del sufrimiento era suya y la ha defendido hasta el último respiro. Podemos afirmar con fuerza que ella ha hecho suyas las palabras de S. Pablo: “Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”.
Ahora Jesús, nosotros, tu pequeño rebaño, que vivimos todavía en este mundo lleno de fango y envuelto en el mal, sabemos que nada nos podrá separar nunca de Ti, de la Madre de la Eucaristía, del Obispo ordenado por Dios, de la Abuela Yolanda, de Marisella, porque mientras vivamos en gracia, Tú habitarás en nosotros y nosotros viviremos en Ti.