El Perdón
El Señor, a través de las Sagradas Escrituras, nos pide continuamente que amemos. En nuestro corazón está presente el amor sólo cuando en nuestra alma no está presente el pecado mortal y sí la gracia, que se nos da y es alimentada por los Sacramentos. Por esto, a menudo, la Madre de la Eucaristía nos ha invitado encarecidamente, en caso de que nuestra alma se encontrase en pecado mortal, a que pidiéramos lo más pronto posible perdón a Dios yendo a confesarnos para recuperar la gracia, y nos ha invitado a confesarnos frecuentemente para alimentarla.
Estamos habituados a ver este importantísimo sacramento envuelto en penumbra o en tinieblas, porqué, cuando nos confesamos, nuestra alma está envuelta por la sombra del pecado. Tenemos que aprender, sin embargo, a pensar en la confesión, como envuelta e iluminada por la luz pascual de la resurrección. Jesucristo ha instituido el sacramento del perdón en el día de su resurrección, cuando, apareciéndose a los apóstoles en el cenáculo, ha exhalado su aliento sobre ellos y ha dicho: "Recibid el Espíritu Santo; a quiénes perdonéis los pecados les serán perdonados y a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos" (Jn. 20, 22-23), y es justamente por la confesión que el alma, muerta por el pecado mortal, resurge a la gracia de Dios. El aliento simboliza la presencia del Espíritu Santo en los apóstoles que ejecutan la tarea, exclusiva de Dios, de perdonar los pecados y simultáneamente destaca la presencia del Espíritu Santo en el alma del que vuelve a vivir en gracia, recibiendo el perdón de Dios. La presencia del Espíritu de Dios aprovecha al que absuelve por tener la luz necesaria para guiar a las almas, pero también al que es absuelto por tener la fuerza de poner en práctica el compromiso de seguir a Cristo. En el momento de la acusación de nuestros pecados y de nuestro arrepentimiento, Cristo se muestra a cada uno de nosotros como a los apóstoles en el cenáculo: nos hace ver sus llagas y el costado traspasado para recordarnos que nos hemos convertido en pueblo conquistado por él, a través de su muerte y resurrección. Como Cristo ha muerto y se ha presentado resucitado a sus discípulos, así también nosotros nos unimos a la resurrección de Cristo cada vez que espiritualmente muertos, por estar en pecado mortal, pedimos perdón al Señor a través del sacramento de la Confesión.
El Cuerpo Místico de Cristo está formado sólo por las personas que están en gracia y se encuentran en la condición indicada por Jesús: "Yo soy la vid y vosotros los sarmientos". Puesto que por la vid y por los sarmientos pasa la misma linfa, que es la gracia, cuando recibimos el perdón de Dios, volvemos a pacificarnos no sólo con el Padre, sino también con nuestros hermanos, con los que el pecado había interrumpido nuestra unión espiritual. Así la Confesión ejerce también un papel importante en el ámbito de una realidad comunitaria.
Cada uno de nosotros puede encontrarse, no sólo en la condición del que pide perdón a Dios, sino también del que tiene que dar el perdón a un hermano que dice: "Me he equivocado, te pido perdón". El perdón, que a menudo es presentado de manera edulcorada, es una virtud que el cristiano tiene que ejercitar siempre con coherencia, paciencia y constancia. Ello presenta una dinámica que se desarrolla a través de dos momentos fundamentales.
En un primer momento nosotros, que sufrimos porque somos ofendidos por un hermano nuestro, tenemos que liberar nuestro corazón del veneno del resentimiento y de la venganza, incluso de la que se manifiesta solamente a través de los pensamientos y emociones, ya que cada deseo de facilitar el mal contamina nuestra alma, estando en oposición con la ley del amor y de la caridad. En un segundo momento, incluso habiendo perdonado a nuestro hermano, tenemos que hacerle comprender que se ha equivocado, practicando en lo que a él se refiere la corrección fraterna. Nuestro comportamiento no tendrá que ser nunca dulzón y, si es necesario, se tendrá que llegar incluso al alejamiento de él.
Por parte del hermano tiene que haber el compromiso de enmendarse, pero a través de nuestra acción tenemos que encauzarlo a poderse enmendar, a fin de que llegue a pedir perdón a Dios y a nosotros. El que ha ofendido se vuelve objeto de oración y de sufrimiento y tenemos que hacer todo lo posible para recuperar a nuestro hermano, sin cerrar los ojos a la gravedad de su falta. Incluso si eso comporta el nacimiento de tensiones y conflictos, lo que más nos debe importar es que se salve su alma. A esto podemos añadir lo que Nuestra Señora ha dicho muchas veces: la corrección fraterna, y por tanto el perdón, no tiene que ser ejercido solamente entre personas del mismo nivel, sino con todos, con los superiores y con los inferiores. No tenemos que bloquearnos delante de un superior que se equivoca: lo perdonamos, pero no podemos decir a través de nuestro comportamiento que no se ha equivocado, sólo porque es un superior nuestro; tenemos que practicar la corrección fraterna inculcando a la persona que se enmiende y que pida perdón.
Cada uno de nosotros tiene que invocar siempre la misericordia de Dios para nosotros y para nuestros hermanos y Dios ejerce su misericordia infinita solamente cuando el que ha pecado, incluso si ha cometido el pecado más grave, se comporta como el hijo pródigo, que vuelve a casa del padre y le dice: "Yo no soy digno de ser tu hijo, trátame como a uno de tus siervos y acéptame en tu casa".
El perdón es un compromiso fuerte y sólo el que ama verdaderamente es capaz de perdonar respetando la dinámica del perdón. La Madre de la Eucaristía, que conoce nuestras dificultades y debilidades, en una de las primeras cartas de Dios traída a nuestra comunidad, ha dado valiosas enseñanzas referente al perdón: "Cuando alguno os ofende y no sois capaces de perdonar, pensad cuantas veces Jesús ha sido ofendido y calumniado y ha perdonado siempre hasta en la Cruz, cuando dijo: "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen". Os invito a orar, porque sólo con la oración se encuentra la fuerza de perdonar a los que hacen sufrir" (Carta de Dios del 26 de noviembre de 1988). Ésta es la enseñanza del Cristianismo, al que hemos sido llamados para dar testimonio; nos toca a nosotros comprometernos en ponerlo en práctica, guiados por la Palabra de Dios y sostenidos por su gracia.