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María, Madre de la Eucaristía y Madre de todos los hombres

Vigilia de oración del 23 de octubre de 2004

Es el segundo año que celebramos la fiesta de la Madre de la Eucaristía en el día del aniversario del inicio de las apariciones públicas.

Los temas que hemos escogido para la vigilia quieren poner de relieve algunos aspectos de la figura de María, tal como nos la ha hecho conocer nuestro Obispo y ella misma, a través de las innumerables cartas de Dios que desde hace tantos años nos trae.

En particular nos detendremos sobre el amor materno que María ha demostrado por los hombres desde el primer instante de su concepción, en cuanto que ha sabido siempre que se convertiría en la Madre de Jesús, Aquél que sacrificaría la propia vida para salvar a la humanidad.

Y como dice Pablo en la carta a los Efesios, nosotros somos "hijos adoptivos por obra de Jesucristo", y como tales, el Señor nos ha dado como madre a María, que con cada gesto suyo, cada oración suya, cada pensamiento nos otorga su gran amor y nos indica el camino hacia Jesús Eucaristía y hacia la santidad.

La dulzura de María, Madre de la Eucaristía

Es obligado afirmar que María es la quintaesencia de la dulzura, porque nuestra valoración de mérito parte siempre de los criterios y consideraciones humanas. Cuando pensamos en una persona dulce, nos viene a la mente alguien que nos habla de una manera tierna, que se dirige a nosotros con una mirada confidencial y materna, que nos caldea el corazón; en suma, alguien que nos estrecha con un abrazo sincero. No, María es mucho más que esto. Su dulzura hunde las raíces de una inmensidad que a nosotros nos es imposible comprender, no es comparable a la que tienen otras criaturas en la Tierra, porque María vive su amor y su maternidad de modo enormemente más grande que cuanto puede hacer cualquier otro ser humano.

No nos detenemos nunca lo suficiente sobre este aspecto de la Madre de la Eucaristía, y sin embargo María es así, es aquella madre que prefiere esconderse como tras un "velo", para que ni siquiera su sombra pueda oscurecer mínimamente la grandeza y la dulzura de su Hijo Jesús, justo como se lee en el Cantar de los Cantares: "¡Qué hermosa eres, amiga mía, qué hermosa eres! Tus ojos son como palomas, detrás de tu velo.." Depende de nosotros saber vislumbrar, por cuanto nos sea posible, el brillo de aquel tesoro, precioso a los ojos de Dios que, dirigiéndose a ella, dijo: "María, mi dulce criatura…" (Vida de Nuestra Señora, cap. 2); un tesoro que Dios nos concede que gustemos, admiremos y gocemos cada vez que tengamos necesidad y que ella da a manos llenas a todos sus hijos, confortando, tranquilizando y estimulando a continuar el camino en los momentos difíciles: "Si durante la jornada encontráis dificultades, no os desaniméis, mas bien seguid adelante y decid una oración" (Carta de Dios, 11 febrero 2001)

La amabilidad la ha acompañado durante toda la vida; se vislumbra claramente en el libro de su vida lo dulce que era en su relación con el pequeño Jesús y con su amado esposo José.

Su modo de hablar, la pasión que la empuja a amar a Dios y a los hombres, el entusiasmo que nos infunde al orar, al dejarse guiar por Dios, al abandonarse a Él, todo en ella es dulzura, incluso una llamada de atención materna.

De sí misma dice: "Yo soy reina, pero soy sierva de todos, sierva de Dios, sierva de los hombres" (Carta de Dios, 23 agosto 1999), ya que su autoridad no brota de la grandeza de su realeza, sino de la inmensidad de su amor materno que nos guía y sostiene. Quizás un oyente superficial puede no acoger la infinita dulzura y el lamento que la Madre celeste vive, cuando es obligada a amonestarnos.

Cuando una persona nos llama la atención o nos regaña no significa que no sea dulce, que no nos ame, sino que en virtud de este amor, está obligada a reprendernos, si es necesario de modo severo. Así Nuestra Señora nos corrige, pero sufre al ver que nos equivocamos, y además nos pide perdón cuando se dirige a nosotros de un cierto modo: "Mis queridos hijos, perdonadme si os he hablado así, pero soy la Madre del Cielo y de la Tierra, también yo tengo que obedecer a Dios" (Carta de Dios, 25 marzo 2001)

¿Cuántas veces tendríamos que pedir perdón nosotros por no haber puesto en práctica sus enseñanzas?.

Sin embargo es limitado hablar de la dulzura de María en términos humanos; su cualidad es alimentada y sostenida por los dones preciosos que Dios le ha hecho: "Mujer llena de gracia e inmune de toda culpa; criatura humana dotada por Dios de dones sobrenaturales, preternaturales y naturales"; esto es lo que leemos en las letanías escritas por nuestro Obispo. Eh ahí porque se tiene que considerar la dulzura de María no sólo como expresión de su amor, sino también como fruto de la gracia de Dios que abunda en ella.

Oración

Mírala, viene,

junto a un haz de luz,

ella, hija, esposa, madre.

La manda aquel que es todo,

la llaman nuestros corazones incesantemente.

El ansia de nuestro espíritu

se aplaca con el bálsamo de sus palabras.

Como niño que se alarga,

y ávidamente espera el abrazo,

nos estrecha en su amor,

protegidos por su manto.

Nos hace advertencias maternas,

los sentimientos en su exceso

son aplacados por su dulce caricia.

Es madre, está siempre con nosotros,

sufre, se alegra, ora con nosotros.

Su perfume

derrite nuestras durezas,

llega como ligera brisa,

llena nuestra soledad.

El corazón triste se aligera.

No, ninguna palabra humana,

aunque dulce,

podrá

describir su grandeza.

La inmensidad está encerrada

en un rayo de luna.

La compañía de la María, Madre de la Eucaristía

Éste es otro don extraordinario que Dios ha hecho a la humanidad y a nosotros, pequeño rebaño, llamado a vivir experiencias tan extraordinarias. Claro, nosotros gozamos particularmente de la compañía de la Madre de la Eucaristía cuando nos trae las cartas de Dios y también cuando su presencia es menos tangible, ella está siempre, como lo ha repetido infinitas veces: "Yo estoy siempre a vuestro lado; incluso cuando no os dais cuenta yo estoy con vosotros" (Carta de Dios, 23 enero 1994)

Es una compañía de total e íntima comprensión: "He tenido el don de verlo todo, de veros uno a uno, sé lo que ocurre en vuestro corazón" (Carta de Dios, 5 febrero 1994); nos conoce íntimamente, ve nuestros problemas, pero también nuestros defectos, límites y faltas y continuamente nos corrige, nos aconseja, nos anima. La Madre de la Eucaristía nos da mucho, muchas veces hemos descubierto que lee en nuestro corazón y gratuitamente escucha nuestras oraciones intercediendo ante Dios.

Es una compañía llena de solidaridad: María ora con nosotros cuando recitamos el S. Rosario, está postrada delante de su Hijo cuando hacemos la adoración eucarística. Esta siempre al lado de Marisa, la sostiene en los interminables momentos de pasión. Si la presencia de María no fuese tan fuerte y constante, nuestra hermana no podría soportar desde hace tantos años todos los sufrimientos físicos, morales y espirituales. De hecho, una de los más grandes sufrimientos que Dios pide a Marisa es la abstinencia de ver a Nuestra Señora.

La Madre de la Eucaristía el 1º de noviembre 1993 ha dicho: "Yo estoy siempre con vosotros, quiero ayudaros. Durante la S. Misa yo estoy al lado del sacerdote, me uno a vosotros y oro también yo a mi Hijo Jesús por el mundo entero". Al Obispo de la Eucaristía, que está particularmente unido a los sufrimientos de Cristo, Dio le ha donado la presencia de la Madre de la Eucaristía cuando celebra la Santa Misa. El Obispo está muy ligado a este don que es una gran ayuda incluso para nosotros los fieles, para que podamos vivir la Santa Misa de manera más profunda y arrodillarnos como María para adorar a su Hijo en el momento de la consagración. Él nos ha confiado a menudo que sintamos cercana a la Madre de la Eucaristía y que deseemos su abrazo materno.

Es una compañía hecha de compartir y participación: la Madre de la Eucaristía, cuando se aparece a nuestra hermana Marisa, sufre por todo lo que ocurre en el mundo, por eso a menudo está triste, llora y nos pide que oremos por los enfermos, los pobres, los niños del tercer mundo. Sufre junto al Obispo y a Marisa y no deja que les falte su materno consuelo. Al mismo tiempo comparte también nuestras alegrías, como el nacimiento y bautismo de un nuevo niño y los pasos de avance que hace la comunidad en el campo espiritual.

Es una compañía dulce, discreta, pero activa y operante: nos obtiene las gracias que necesitamos. Nos ayuda en todo, tanto en el camino espiritual como en la vida ordinaria de cada día, en nuestras relaciones con los otros, hasta en las más pequeñas incumbencias, para llevarnos paso a paso a la santidad.

Es una compañía llena de amor: cuando nos saluda al final de cada aparición dice: "Os traigo a todos junto a mi corazón"; nos estrecha, nos abraza fuerte, para demostrarnos su amor. Dondequiera que estemos y cualquier cosa que hagamos, estamos arrebujados en el corazón de María. Después, antes de volver al Padre, la Madre celeste añade: "Os cubro con mi manto materno"; así nos protege siempre y sobretodo en los momentos difíciles, en los que nos sentimos solos, débiles y frágiles, pensemos en su manto materno que nos tranquiliza; muchas veces, de hecho, nos ha dicho: "Agarraos a mi manto, no temáis, no se rompe" (Carta de Dios, 11 febrero 1997)

Es muy importante recordar que, para gozar de la compañía de María es necesario vivir en gracia de Dios: "Yo estaré siempre con vosotros. Sabéis que cuando mi Hijo iba a evangelizar con los apóstoles, yo estaba siempre a su lado en bilocación y ahora hago lo mismo con vosotros; incluso si no me veis, yo estoy siempre al lado de las personas, pero solo de las que están en gracia" (Carta de Dios, 27 mayo 2004). El 5 de marzo 1994 se dirigió a sus hijos así: "Si yo estoy con vosotros, mi Hijo Jesús está con vosotros, Dios Padre está con vosotros, Dios Espíritu Santo está con vosotros": por tanto estar en compañía de la Virgen nos lleva a una más íntima unión con Dios, con Jesús y con el Espíritu Santo. Es una compañía que produce, en quien goza de ella, grandes frutos espirituales.

Oración

Oh María, Madre de la Eucaristía, gracias por habernos llamado y por haber puesto en nuestro camino a un santo sacerdote como nuestro Obispo y a una criatura santa como Marisa.

En estos once años y más que nos has cogido por la mano, nos has seguido, estimulado, nos has dirigido reclamos para corregirnos y hacernos crecer en la vida espiritual, nos has levantado de nuevo cuando hemos caído.

Sin tu gran amor y tu constante apoyo, no habríamos hecho este hermosísimo camino y no estaríamos aquí.

Gracias por tu incesante intercesión ante tu Hijo Jesús.

Gracias por tu preciosa catequesis, con la cual nos has abierto el corazón y la mente.

Cuando oramos, tu oras con nosotros y nuestra oración se enriquece y la llevas a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo que no nos regatea misericordia y gracias.

Cuando hacemos la adoración sabemos que también tu estás de rodillas junto a nosotros, delante de Jesús Eucaristía.

Cuando el Obispo celebra la S. Misa, tu estás a su lado y cuando nuestra hermana Marisa sufre y gime, tu estás allí para secarle sus lágrimas y sus heridas.

Gracias, María, Madre de la Eucaristía, que nos haces siempre buena compañía.

El perfume de María, Madre de la Eucaristía

Apenas llego a la cima de la escalinata que lleva al jardín, antes de entrar en la Basílica, me detengo un instante a saludar la estatua blanca de Nuestra Señora, sumergida desde siempre en el verde del espeso seto que la circunda. Y mi recuerdo vuela enseguida a los primeros tiempos de los encuentros que, en el lugar taumatúrgico, frente a ella: no había más que ella en el jardín, hermosa y blanca como ahora, para acogernos para el S. Rosario, reunidos muchos como una corola alrededor de su imagen, pocas sillas traídas por los muchachos para los que no pudieran rezar de pie. Yo, recuerdo, me contentaba con un tronquito de pino para sentarme de cuando en cuando: con eso me bastaba.

Marisa, ya en silla de ruedas, nos alcanzaba, con el entonces Don Claudio, cuando el Rosario estaba en el quinto misterio, caía enseguida en éxtasis y a menudo, una vez iniciados los grandes milagros eucarísticos, se levantaba, daba algunos pasos con las manos tendidas hacia Nuestra Señora y he aquí que en la palma de una de ellas aparecía la Eucaristía. Profundamente emocionados, todos nos sentíamos aligerar, incluso así, al abierto, un intenso perfume de flores semejante a las más olorosas (¿mugueto, gardenias, jazmín?) pero en realidad lejos de todas esas, no obstante era particular y suave.

Era, y es, el perfume de María, Madre de la Eucaristía, siempre presente en nuestros encuentros, en oración con nosotros, que nos acompaña, vigilante y diligente como una madre, con sus hijos, en el largo, hirsuto, sufrido camino de la especial misión de Marisa y de nuestro Obispo.

Presente ella, presente su perfume, tanto que pronto nos acostumbramos a reconocerlo y a aspirarlo, celebrando con alegría el olor, como un don real de su ser entre nosotros mientras duraba el encuentro. Perfume celestial que emanaba de ella, de las hostias traídas por ella y por Jesús, siempre lo mismo, signo inconfundible de gracia, amor y profunda, total unión de la Madre al Hijo.

Y cuando por gracia divina conseguimos tener en la Comunión un fragmento de aquellas hostias, gustamos finalmente extasiados la fragancia y la intensidad inexpresable de un perfume resistente durante horas en la boca.

Ella, la Madre maravillosa, unida al Hijo Jesús, y unida maravillosamente a nosotros por su misericordia y misteriosa voluntad de llevarnos a la santidad. Son años que a intervalos, por inesperados, rápidas inflamaciones, aspiramos el perfume de María entre nosotros, una promesa de vida celestial, una alegría íntima que explota en nuestra alma; nosotros, pobres seres, tan cercanos a la Reina del Cielo ¡nos hace sentir el perfume!

Frente a la estatua blanca miro en torno: del tronquito de pino sobre el cual me sentaba, me siento hoy en uno de los bancos de la Basílica, ya no más bajo la lluvia o el viento o el sol ardiente. Es también este un milagro de la técnica y de la sensibilidad de nuestro obispo, de su fuerza, de su valor. Alrededor las construcciones son las mismas que entonces veíamos desde el jardín, sumergidos en oración, la mirada perdida entre las copas de los pinos. Nosotros ya no somos los mismos: cogido de la Mano de maría, de Jesús, acompañados de su perfume, hemos caminado en la profundidad de nuestra alma para acercarnos a Ellos, esperando responder con nuestra vida a Su espera y a sus inefables promesas.

Oración

Cruz - Resurrección - Eucaristía

Verdad penetrada en mi alma desde niña, a través de la enseñanza religiosa recibida en la familia, verdad a la cual he tratado de confrontar mi vida, que en los años juveniles ha sido espiritualmente rica.

Después la vida ha comenzado a dejar sentir su peso y vivir un cristianismo tan austero se convirtió en difícil, pero el Señor sabe esperar.

La noticia de los primeros milagros eucarísticos en via delle Benedettine llegó a mis oídos y la necesidad de correr al lugar taumatúrgico fue fuerte e inmediato.

Aquí he comprendido que a mi fe le faltaba un pilar importante, le faltaba María, raíz de la Eucaristía.

Amar al uno sin la otra no es posible, atender el árbol y no preocuparse de las raíces es estéril. El perfume de maría a los pies de la cruz ha hecho gozosa mi fe, la compañía de María con el Resucitado ha hecho la Esperanza, Certeza. Permanecer en adoración delante de la Eucaristía con María es vivir el Paraíso. Gracias, Jesús, por haberme llevado a María. A ella le dirijo toda mi gratitud por habérseme manifestado de mil maneras.

He sentido la estela de su perfume: en el jardín, en la capillita, durante las apariciones, al recibir a Jesús Eucaristía.

Siento todavía su presencia en momentos difíciles y arduos de mi vida, la siento cuando tengo necesidad de ánimo, la siento en el deseo de poner orden en mi alma, de modo particular cuando me preparo a recibir a Jesús, casi como si la Virgen quisiese sustituir mi corazón con el suyo para no hacer sentir al Hijo la nostalgia de hacer dejado el paraíso para hacer compañía a mi corazón, que no sabe amar como él quiere.

Madre de la Eucaristía, no te canses nunca de estar al lado de cada uno de nosotros. Hoy de modo particular te ruego que alargues tu manto materno para dar la posibilidad a todos los hermanos y hermanas que se han alejado de ti, de este lugar taumatúrgicos, para que se agarren a un borde de tu manto y puedan volver aquí con un corazón nuevo.

Protege siempre a las almas escogidas por Dios para una misión tan difícil, protege a los niños, a los jóvenes sobre los cuales se proyectan todas las esperanzas de la Iglesia que renace en este lugar.

A nosotros, más avanzados en la edad, danos la alegría, la fuerza de saberlos sostener, ayudar y defenderlos como hacen los padres con los hijos y sobretodo estar a su lado con la oración y la vida de la gracia.

Que se lea siempre en nuestros rostros la alegría de vivir en compañía de Jesús y su madre. Gracia, Madre de la Eucaristía, por todo lo que nos has dado sin ningún merito nuestro. Ayúdanos a atesorar y saber dar fruto de los dones recibidos y a la Venerable Yolanda, que ahora goza del Paraíso, le pido la intercesión ante Dios para que defienda este pequeño rebaño de los ataques del demonio y que nos haga avanzar hacia la santidad.

La Madre que todos querríamos

Jesús nos ama con un amor inmenso y, poco antes de morir en cruz, quiso hacernos otro grandísimo don: su Madre. "Ha sido muy doloroso para mi ver a mi Hijo Jesús morir en cruz después de haber sido torturado y coronado de espinas. Tenéis que comprender que yo no me he ofendido cuando m Hijo Jesús ha dicho: "Mujer, eh ahí a tu hijo" y después, vuelto al discípulo Juan, ha añadido: "Eh ahí a tu Madre". No me he ofendido porque sabía cual era la misión de mi Hijo Jesús, aunque como Madre y como cualquier madre, habría podido decir: "Hijo mío, yo soy tu Madre, yo he sufrido contigo desde cuando te he llevado en mi seno". No me he rebelado, no me he ofendido, sino que con la cabeza inclinada he aceptado cuando mi querido Jesús en cruz me decía. Me ha dejado, me ha dado a otro hijo, Juan, que en aquel momento representaba a todos los hombres de la Tierra" (Carta de Dios, 15 septiembre 2004). La maternidad universal ha sido aceptada con gran de amor por María, que se ha abandonado a la voluntad de su Todo; solo a ella, la "llena de gracia", podía ser confiada una misión tan grande; al mismo tiempo, el Señor ha querido exaltar a los ojos de los hombres la grandeza de esta criatura humana tan perfecta.

Después de la muerte y la resurrección de Jesús, Nuestra Señora ha ayudado a los apóstoles a formar la Iglesia recién nacida, según las enseñanzas de su Hijo. También nuestro Obispo y Marisa han crecido durante años en la escuela de la Madre de la Eucaristía, que no ha faltado nunca su ayuda, consuelo y amor. Así también nosotros, miembros de la comunidad, hemos sido seguidos en todo momento de nuestro camino espiritual desde la primera aparición, recibiendo enseñanzas, ayudas y caricias maternas: "Mis queridos hijos, os he escogido para ayudaros y para conduciros de la mano poco a poco hacia la santidad. Cada primer domingo del mes os daré enseñanzas para haceros crecer en la escuela de mi Hijo Jesús" (Carta de Dios, 2 de octubre 1988). El deseo más grande de la Virgen, de hecho, es el de llevarnos a amar cada vez más a Jesús Eucaristía, y a amarnos más entre nosotros, por tanto no se ha echado nunca atrás cuando tenía que darnos una reprimenda. Como una madre de la Tierra reprende a sus hijos cuando no se comportan bien, así la Virgen corrige nuestros errores, incluso los más pequeños, para ayudarnos a crecer en la vida espiritual y llegar a la santidad. Ella es una madre que ama verdaderamente a sus hijos, que los exhorta siempre a cambiar y no los deja ir hacia un camino equivocado, sino que trata por todos los medios de salvarlos. De hecho ha llegado a suplicar a sus hijos para que vivan siempre en gracia y no se alejen de Jesús Eucaristía y eso lo testifica la grandeza de su amor, inferior solamente al de Dios, amor que nosotros, como ella nos ha dicho, no conseguimos comprender: "Yo, vuestra Madre, a veces os regaño, pero a pesar de esto, no conseguís cambiar" (Carta de Dios, 5 noviembre 1989). Todas las amonestaciones de la Virgen tienen que ser vistas en la luz del infinito amor que Dios nos trasmite a través de su madre y tenemos que tener la humildad de aceptarlas y tratar de andar siempre adelante, con la certeza de estar acompañados y guiados por el Señor que nos coge de la mano junto a María.

El amor materno de María se dirige en modo particular a los sacerdotes, a los que llama "hijos predilectos"; las amonestaciones que ella ha hecho a los sacerdotes a menudo no han sido aceptadas y a menudo ha sido acusada además de hablar mal de ellos, para desacreditar sus apariciones en el lugar taumatúrgico, pero la Virgen ha respondido a sus hijos predilectos: "Estos sacerdotes, cuando leen las cartas de Dios se escandalizan y dicen: "¡La Virgen habla de nosotros!". Claro que hablo de ellos, ellos han sido llamado por Dios, son los hijos predilectos de Dios y ¿cómo corresponden a todo esto?" (Carta de Dios, 29 mayo 2002). La Madre de la Eucaristía ha animado siempre a los sacerdotes y les ha dado muchos consejos para vivir un sacerdocio santo: "Yo soy vuestra Madre, no puedo dejaros, quiero ayudaros a os hago ayudar por almas generosas que aman el Sacerdocio. (…) Si estáis con Dios reflexionad sobre las diez advertencias que os he dirigido con el corazón lleno de amor para cada uno de vosotros" (Carta de Dios, 30 enero 1994). El ejemplo de cómo debe ser llevado adelante el ministerio sacerdotal viene del obispo ordenado por Dios. La Madre de la Eucaristía nos ha enseñado a vivir cada Misa como si fuese la última de nuestra vida y ha exhortado a sus hijos predilectos a celebrar cada Misa como si fuese la última de su vida.

En estos años, en un momento tan crítico para la humanidad que corresponde también a un momento muy difícil para la Iglesia, el Señor no ha abandonado a sus hijos y ha continuado mandando a su Madre para ayudarnos: en los últimos tiempos las apariciones de la madre de la Eucaristía acontecen solo en el lugar taumatúrgico. No tenemos nunca que dar por descontado este don grandísimo que nosotros gozamos, sino que es para toda la humanidad. La Virgen quiere hacernos comprender que es una reina sin corona y no una figura alejada e inalcanzable; tenemos que considerarla como una madre que está siempre a nuestro lado y tener con ella una relación simple y directa, refugiarnos en su abrazo cada vez que tenemos cualquier sufrimiento, porque ella lo comparte junto a nosotros, como ha hecho siempre con su Hijo Jesús. Muchas veces hemos sentido a la Madre de la Eucaristía decir a nuestro Obispo: "¡Ánimo Excelencia!", pero estas palabras las dirige también a cada uno de nosotros cada vez que nuestro camino se vuelve duro. Cada vez que corremos a orar al lugar taumatúrgico sentimos la presencia silenciosa de esta Madre; a veces estamos envueltos de su perfume porque quiere hacernos saber que está cercana y cuando oramos delante del tabernáculo resuenan en nuestro corazón sus dulces palabras que nos ha dirigido durante tantos años de apariciones. La Madre de la Eucaristía nos ha enseñado a abandonarnos completamente a la voluntad de Dios, nos ha exhortado a hablar con Jesús, a dirigirle a Él nuestras peticiones, nuestras reflexiones y nuestras preocupaciones cotidianas. Es una Madre que no nos abandonará nunca, nos pide solo que vivamos unidos a Su Hijo Jesús y de este modo estaremos inevitablemente unidos a ella.