La plenitud del amor
Vigilia de oración del 7 de diciembre de 2004
La vigilia para la Inmaculada Concepción ha sido una de las primeras en ser organizadas por nuestro Obispo. Estábamos sólo nosotros los jóvenes alrededor de la estatua blanca de Nuestra Señora. Alguno estaba de paso, alguno se ha ido, alguno todavía no estaba. En aquel tiempo la Madre de la Eucaristía se dirigía a menudo a nosotros los jóvenes, con mensajes incluso personales, no faltaba ocasión para hacernos crecer y nos llevaba de la mano hacia Jesús Eucaristía. La palabra que repetía más a menudo era "Amor". Una palabra en realidad común, sencilla, pero que para los hombres parece ser tan difícil ponerla en práctica.
Seguidamente Jesús nos ha regalado otra hermosísima enseñanza: "Primero aprended a amar y luego orad". En las cartas de Dios esta frase resuena muchas veces para hacernos comprender cuál es el verdadero sentido de la caridad.
Últimamente la Madre de la Eucaristía ha vuelto a hablar sobre este tema, pero con una resonancia mayor y nos ha rogado que desarrollemos el tema de la "Plenitud del Amor de Dios"
Nuestro Obispo nos ha proporcionado una gran ayuda haciéndonos comprender el significado profundo de esta frase. Cada uno de nosotros ha tratado de desarrollar este tema según lo que el propio corazón le ha dictado, haciendo referencia también a todas las enseñanzas de la Madre de la Eucaristía que no son otra cosa que la manifestación de la "Plenitud del Amor de Dios". El hilo conductor será también la historia de la comunidad, guiada por el Obispo de la Eucaristía y de la Víctima de la Eucaristía.
Para hablar del amor no basta una sola tarde porque cuanto más se avanza en la vida espiritual más se conocen los diversos aspectos y las diversas manifestaciones del amor mismo; lo que tratamos de hacer esta tarde es comprender lo que significa ser dignos de llevar el nombre de "Hijos del amor".
La catequesis del Obispo
Durante el encuentro bíblico del 18 de noviembre de 2004, nuestro Obispo, sonriendo, se ha adentrado en la explicación del concepto de "Plenitud del amor", como Nuestra Señora, en la carta de Dios traída poco antes, le había invitado a hacer. Lo que me ha impresionado particularmente, y ocurre en cada encuentro bíblico, es la luminosidad de su rostro que, sabía que el tiempo a disposición era demasiado breve para hablar sobre un tema tan importante. El Obispo ha empezado afirmando: "La única persona, que ha vivido y conseguido la plenitud del amor es Maria, porque ha recibido de Dios la plenitud de la gracia". De ello se deriva que la plenitud del amor es la natural consecuencia de estar "llena de gracia".
Cuando Nuestra Señora habló por primera vez de la plenitud del amor, el 7 de noviembre de 2004, esta definición ha permanecido fuertemente impresa en mi memoria porque, además de ser hermosa y nueva en los mensajes, se renovaba en todas las cartas de Dios de estos últimos tiempos donde se invocaba el amor entre nosotros y hacia todos; un amor que tiene que convertirse cada vez en más fuerte y grande. Pero, sinceramente, tenía necesidad de la explicación de nuestro Obispo para comprender que mi visión de la plenitud del amor, tal como la había entendido, resultaba demasiado superficial, porque contemplaba sólo y cogía lo hermoso y bueno de la vida de cada ser humano. "Ninguno de nosotros, -ha explicado nuestro Obispo- podrá conseguir aquella plenitud, prerrogativa de la única criatura perfecta que Dios ha querido como Madre del Salvador y Maestra y ejemplo de toda virtud".
Nos ha explicado que la plenitud del amor se realiza llevando una vida sin inclinaciones egoístas, orgullosas ni vanidosas; es por tanto indispensable una pureza de ánimo que, tal como está presente en María, no ha existido en ningún otro santo.
Esta frase de María constituye la conclusión de un largo discurso que Dios ha dado en sus mensajes, sobre amarnos mutuamente, es como si Ella pusiese el punto exclamativo de una frase dicha por Dios. El Obispo, ha querido subrayar, para que penetrase bien en nuestros corazones, que aquella plenitud, de la que ha hablado Nuestra Señora, habría sido ciertamente para nosotros una meta inalcanzable, pero de todas formas algo a lo que tender, un punto de referencia. Por eso si María, con una mano indica el sendero, con la otra nos muestra el sol que ilumina: la Eucaristía. Es en las palabras de S. Pablo, en el himno a la caridad, donde se contiene la esencia de la plenitud del amor. María que ciertamente se encontró con Pablo, fue para él fuente de inspiración; Ella ha valorado en este apóstol sobretodo la pasión al predicar a Cristo crucificado. Dios, en su infinita bondad, ha utilizado todos los medios para imprimir en nuestros corazones el concepto de amor y gracia: con su Hijo, muerto y resucitado, que nos ha hablado del amor mutuo; con su Madre, que ha representado la plenitud del amor; con Pablo, que nos ha descrito las virtudes para llevarlo a cabo. Nos toca a nosotros sentir el fuerte deseo de llegar a esta meta, como fuerte tiene que ser la nostalgia que tenemos que sentir del Paraíso. Estos sentimientos, unidos a un estado de gracia, nos permiten acoger en nuestro corazón el bien más precioso: la Eucaristía.
La plenitud del amor es vivir en gracia
"Para el que vive en gracia de Dios cada día tiene que ser Navidad, cada día tiene que ser fiesta y alegría para todos" (Carta de Dios, 12 enero 2003).
La vida en gracia es el motivo sin el cual no podremos experimentar la unión con Dios, Su amor por nosotros y dentro de nosotros; de hecho la gracia nos permite percibir y gozar de los beneficios que Dios nos otorga a través de sus sacramentos.
Nuestra Señora repite a menudo la importancia de vivir en gracia: "Vivid siempre en gracia y confesaos frecuentemente. Los sacramentos y las oraciones pueden conseguir grandes milagros. No esperéis la gran tempestad para tomar conciencia, sino más bien preparaos con tiempo como las vírgenes prudentes y sed instrumentos de paz y de salvación para vuestro prójimo con la oración, el sacrificio, el ejemplo y el amor" (Carta de Dios, 2 febrero 1991).
La gracia permite vivir en el mundo, comprendiendo el designio de amor que Dios ha preparado para nosotros y cumplirlo según su voluntad. La plenitud del amor es el objetivo al cual tendemos. Somos como vasos vacíos que pueden llenarse de la gracia de Dios, para aprender a amar de Su amor auténtico.
Vivir en gracia es también un testimonio válido y real en las comparaciones con las personas que frecuentamos, porque, en nuestra pequeñez, podemos representar un instrumento de reflexión y de salvación para los otros, no tanto con las palabras, como con el estilo de vida. La gracia ayuda a cambiar la propia mentalidad, a vencer los prejuicios sobre el prójimo, sobre la vida, sobre la realidad espiritual. Ayudar a los otros con amor y saberlos acoger con un comportamiento de apertura, puede servir a desvanecer sus reservas en las comparaciones de un camino espiritual y a veces erróneamente percibido como rígido y árido, y empujarlos a emprenderlo. Cuanto más aumenta la gracia en la propia alma, tanto más la relación con el prójimo se vuelve armoniosa, sincera y solícita. La voluntad es determinante para conseguir que la gracia se concretice en el modo de ser y en las acciones de cada uno y una obra de caridad asume la plenitud y la forma de amor según el estilo de Dios, que se inicia con los propios familiares para llegar a todos indistintamente. Así Nuestra Señora ha dicho: "Dad buen ejemplo en familia y a las personas con las que estáis en contacto. Amaos el uno al otro y los otros reconocerán y apreciarán el empeño que ponéis en vuestro crecimiento espiritual" (Carta de Dios, 2 octubre 1988).
Con la gracia, por tanto, se consiguen metas humanas y espirituales antes impensables. El Obispo a menudo nos recuerda que, por medio de este don, el Señor eleva todas nuestras cualidades humanas a alturas que no podríamos esperar conseguir si estuviésemos privados de Su ayuda. Con mayor razón se alimenta en nosotros el amor, don, éste, que sólo puede venir de Dios, porque Dios es amor: "Jesús Eucaristía es amor, el que recibe a Jesús Eucaristía, sabe amar, el que no lo recibe en gracia no sabe amar" (Carta de Dios, 13 enero 2003).
En los momentos difíciles de nuestro vivir cotidiano, si en nosotros no estuviese presente la gracia de Dios, que nos da la fuerza y nos sostiene, no podríamos progresar. Cada uno de nosotros, recordando aquellos momentos, puede reconocer la ayuda de Dios, sin la cual no seríamos capaces de afrontarlos. Se amplia así la comprensión de las situaciones de los misterios divinos y se pueden soportar las pruebas que la vida nos ofrece con una aceptación positiva, con un amor que brota del dolor pero que sonríe a la voluntad de Dios: "Si vivís en gracia y con amor todo será más fácil" (Carta de Dios, 16 noviembre 1996).
Se puede volar como los pájaros
al contacto de las alas,
tu, Obispo, padre mío espiritual, me lo has dicho muchas veces y
en mi corazón tengo siempre este pensamiento,
cuando estoy alegre y cuando lloro.
Y mientras la vida transcurre veloz,
en ti, Dios mío, encuentro la dimensión de las cosas,
ora Padre, ora amigo, ora luz,
pero siempre fuerza para mi y equilibrio,
para superarme y dominarme a mi misma.
Tu gracia me da paz,
como el cielo azul,
y todo se vuelve tranquilo, todo tiene una razón,
en sus tiempos y en los tuyos
y tampoco el misterio da temor.
La plenitud del amor es alegría
La Madre de la Eucaristía en sus mensajes nos ha animado muchas veces a abandonarnos completamente a Dios, sobretodo en los momentos de mayor sufrimiento y dificultad, aceptando Su voluntad y, a pesar de todo, tratando de vivir serenamente. "Si no os volvéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 18,3). Viviendo en el abandono a Dios con el comportamiento de un niño que se abandona en los brazos del padre, todas las situaciones que nos encontraremos para afrontar en nuestra vida, podrán transformarse en ocasiones de crecimiento espiritual, de crecimiento en el amor.
Aceptar la voluntad de Dios no es fácil y puede comportar sufrimiento, porque no siempre conseguimos comprender hasta el fondo los designios divinos, pero aceptar significa abrirse completamente al amor infinito del Padre. Haciendo Su voluntad, tenemos sobretodo la certeza de que lo que nos ha aconsejado es por nuestro bien, el de la comunidad y de la Iglesia. De este conocimiento brota la alegría, porque lo que hacemos es agradable a Dios: todo esto nos hace más serenos y hace nacer en nosotros un sentimiento de total reconocimiento hacia el Señor. Es para nosotros de ejemplo la Madre de la Eucaristía, que en toda su vida se ha abandonado siempre con alegría a la voluntad de su Todo, a quien dirigía su himno de amor: "Mi alma magnifica al Señor y mi espíritu se alegra en Dio, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva grandes cosas ha hecho en mi el Poderoso". También S. José nos estimula con su ejemplo, cuando dice: "El que conoce mi historia sabe que también yo he sufrido, pero me he abandonado siempre a Dios. Este abandono total a Dios tenéis que respetarlo siempre, amarlo porque Él os ama, a todos" (Carta de Dios, 19 marzo 1998). Es el mismo Jesús, que en Getsemaní dijo: "Padre, si quieres aleja de mi este cáliz!, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42). Finalmente tenemos que citar también al gran S. Pablo, que dice: "Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en medio de todas mis penalidades" (2Cor 7,4).
En la S. Misa tenemos la posibilidad de ofrecer al Señor cada acción de nuestra jornada, cada alegría o cada sufrimiento, abandonándonos totalmente a Él y a cambio recibimos, a través de la Eucaristía, las ayudas necesarias para cumplir del mejor modo Su voluntad, a pesar de nuestras imperfecciones: "Abandonaos a Dios y os daréis cuenta que Él os dará la fuerza para hacer todo lo que pide" (Carta de Dios, 14 noviembre 2004). Viviendo según este estilo de vida, pondremos a Dios en el primer lugar: "Cantad al Señor a pesar de todas las dificultades que se presenten durante la jornada; cantad con todo el corazón y dad gloria a Jesús Eucaristía. Las jornadas a veces son angustiosas, pero esto no os tiene que descorazonar, tenéis que estar siempre preparados y ser fuertes para afrontarlas. Pedid ayuda a Jesús Eucaristía, abandonaos a Él, mis queridos hijos" (Carta de Dios, 6 febrero 1999). En resumidas cuentas, Nuestra Señora nos recuerda que: "Vuestro sacrificio será transformado en amor, en gracia, en bendición para el bien de vuestros familiares, parientes, amigos y conocidos" (Carta de Dios, 2 mayo 1992).
Probablemente podremos decir que nos hemos acercado un poquito a la plenitud de amor, cuando, como dice el Evangelio, tendremos más alegría en el dar que en el recibir y dar amor a los otros es una conquista que se hace cada día con la perseverancia de la vida en gracia.
La plenitud del amor es paz y unión
Una de las recomendaciones que la Madre de la Eucaristía nos hace más a menudo es la de orar por la paz. La paz en el mundo, la paz entre los hombres, la paz en la Iglesia y en las familias y por la "La paz en vuestra hermosa Italia". La paz no es un término abstracto ni una utopía, no es fruto de compromisos o de temor o sometimiento, sino que es un don de Dios a sus hijos, un don de amor, porque paz y amor son indivisibles la una del otro. De hecho, el que ama a los propios hermanos con el corazón, porque su corazón está unido al de Dios, es un forjador de paz: en el Evangelio está escrito: "Bienaventurados los que trabajan por la paz porque serán llamados hijos de Dios" (Mt 5,9).
La Madre de la Eucaristía nos ha explicado en más de una ocasión que para ser forjadores de paz basta vivir en gracia, orar, ofrecer los pequeños sufrimientos que encontramos cotidianamente, hacer pequeños sacrificios o florilegios, pero sobretodo ser auténticos testigos del amor de Dios en nuestra vida de todos los días, en el lugar de trabajo, en la familia o en la comunidad. Para ser portadores de paz tenemos que empezar en el pequeño mundo que nos circunda. La Madre de la Eucaristía nos invita a menudo a estar unidos entre nosotros y con nuestro Obispo, a amar a las personas que están a nuestro lado y, si es posible, prevenir sus necesidades. Nuestro Obispo nos ha enseñado a no confundir la paz y el amor por el prójimo con el vivir tranquilo, porque el verdadero amor se demuestra incluso con la corrección fraterna o con la reconciliación con el hermano, si hemos sido nosotros los que hemos faltado. Jesús dice: "Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda" (Mt 5, 23).
El único camino para obtener la paz es Jesús Eucaristía, Él mismo nos lo ha indicado en la carta de Dios del 4 de octubre de 2001: "Solo si los hombres vienen a Mi, Jesús Eucaristía, podrán obtener el don de la paz, de lo contrario estallará una tremenda guerra que sembrará muchos muertos, muertos, muertos". En aquella ocasión dos hostias fueron colocadas sobre una escultura de madera que reproduce dos manos que estrechan el cáliz y la hostia. El camino de la Eucaristía es el eje sobre el cual se puede construir una unión profunda con Dios, consigo mismo y con el prójimo. "Tengo sed, mis queridos hijos, tengo sed de amor, de paz, de perdón, de sufrimiento, tengo sed de vosotros". Con estas palabras conmovedoras Jesús se ha dirigido a toda la humanidad en la carta de Dios del 13 de septiembre 1998. Jesús nos ha exhortado siempre a alimentarnos de Él para formar aquella unión de corazón para ser capaces de atraer otros corazones. Cada persona que se alimenta de la Eucaristía y vive en gracia se vuelve un testigo de paz y un anillo de la cadena de amor que puede atraer hacia sí a otras personas y formar una única corona alrededor de la Madre de la Eucaristía. Jesús y Nuestra Señora quieren que nos convirtamos en misioneros de paz, de manera que seamos como antorchas llameantes que iluminan también a los otros; para ser forjadores de paz no es necesario hacer grandes cosas. Nuestra Señora nos ha enseñado que donde está la gracia hay unión y paz. "Dios me ha mandado para deciros que oréis, no recitando tres o cuatro rosarios, sino viviendo en gracia cada minuto" (Carta de Dios, 12 septiembre 2001). Para enviar su mensaje de paz a todos los jefes de Estado del mundo, en febrero de 1998, el Señor se ha servido de una sencilla alma como nuestra hermana Marisa. La Víctima de amor es el instrumento de paz escogido por Dios. Usando las palabras del Obispo ordenado por Dios, el Obispo del amor, podemos afirmar que "Marisa es una lámpara que arde delante de Dios e incesantemente intercede para obtener el don de la paz". Nosotros pedimos a Dios la fuerza y el valor de seguir el ejemplo del obispo y de la Vidente, para que podamos convertirnos también nosotros en trabajadores de la paz en cada acción de nuestra vida. Cada uno de nosotros puede ser una pequeña gota en el océano, pero muchas gotas forman el mar. "Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mi. En el mundo tendréis tribulaciones pero ¡ánimo!; yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33).
La plenitud del amor es el Paraíso
La fe es el vínculo entre el alma y Dios, pero es el amor el que nos hace semejantes a Él y nos lleva a conquistar el Paraíso. En el Evangelio de Juan, Jesús dice: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único y verdadero Dios y al que tu has enviado, Jesucristo". Por tanto la vida eterna, el Paraíso, es el conocimiento de Dios y Dios es amor. Así pues, amor significa vida; plenitud de amor quiere decir plenitud de vida, y amor eterno quiere decir vida eterna. Nadie puede vivir sin amor, es nuestra razón de vida aquí abajo y será completo y perfecto en el Paraíso. Eh ahí porque S. Pablo afirma que el amor es la virtud suprema: porque está destinada a durar, porque es vida eterna.
Dios ha creado el mundo en un exceso de amor. El amor, de hecho, por su naturaleza tiende a expandirse y no conoce límites. El Paraíso es el reino del amor. Del amor brota toda perfección y belleza. Cuando Marisa es llevada al Paraíso, nos describe una luz maravillosa que no existe en la tierra, brillantísima pero que no molesta a los ojos, una celeste armonía de cantos y de sonidos, la intensidad de los colores, las flores y la belleza de las almas santas, una atmósfera de paz y alegría que invade todas las cosas, y a menudo ha dicho que no hay palabras humanas que puedan describir tanta suavidad y hermosura.
Pero también nosotros, que todavía estamos aquí, en nuestro peregrinar terreno, podemos gozar un poco del Paraíso. La Madre de la Eucaristía nos ha dicho que el Paraíso está también dentro de nosotros si estamos en gracia, si amamos a Jesús y que cuando recibimos a Jesús en la S. Comunión lo tenemos dentro de nosotros. Por tanto, aunque la pesadez de nuestra naturaleza humana no nos deja gozar de lleno de esta maravillosa realidad, seamos, sin embargo, conscientes de este maravilloso don: la Eucaristía, plenitud de amor, dentro de nosotros.
La Madre de la Eucaristía nos quiere a todos santos y nos quiere llevar a gozar del Paraíso que nos ha prometido y que Marisa trata de describirnos. La condición para alcanzar un día el Paraíso es el Amor hacia todos y la vida vivida en gracia de Dios sostenida por la Eucaristía, por la Fe y por la Esperanza de gozar un día del rostro beatífico de Dios. La Madre de la Eucaristía nos ha indicado el camino que tenemos que esforzarnos por recorrer. El Paraíso tiene que ser nuestro fin, morada de la Trinidad, de la Madre de la Eucaristía, de los ángeles y de los santos que oran e interceden por nosotros y dan gloria a Dios porque en el Paraíso la caridad no tendrá nunca fin, la alegría estará en todo y en todos.
La plenitud del amor es caridad
Si se pudiese hacer la síntesis de las cartas de Dios en una sola palabra, podríamos, con razón, afirmar que la Madre de la Eucaristía nos ha hablado del AMOR: del amor inmenso de Dios por nosotros, del cual la Eucaristía es el signo tangible, del amor con el que tenemos que amar a Dios, del amor en sus múltiples facetas con las que tenemos que amarnos el uno al otro. La caridad, nos ha enseñado, es la única virtud que permanecerá en nosotros cuando estemos en el Paraíso.
Cada vez que empieza la aparición, Marisa en una breve oración pide siempre la ayuda de Dios y de Nuestra Señora por los enfermos, por los ancianos y por los niños. Son ellas las personas más débiles y necesitadas del amor y las encontraremos siempre a nuestro lado. En una de las últimas cartas de Dios, la Madre de la Eucaristía nos exhorta a la sensibilidad y a la atención hacia nuestros hermanos. Una sensibilidad que es humilde vigilancia al acoger y prevenir la necesidad del que sufre. Vuelve a la mente el rostro de Madre Teresa de Calcuta mientras se inclina sobre un moribundo o cura a un anciano o estrecha contra sí a un niño que llora. Estos hermanos son "las perlas de Dios" y en la mirada tienen algo de la mirada de Jesús en cruz.
En los ojos de los niños está el reflejo de Dios, y Jesús dice de ellos: "Guardaos de despreciar a uno solo de estos pequeñuelos, porque os digo que sus ángeles en el Cielo ven siempre el rostro de Dios". La Madre de la Eucaristía los llama angelitos, pajarillos, joyitas de Dios. Jesús nos los ha indicado como modelos a seguir por la sencillez y la humildad, porque nos dice: "El que sea pequeño como un niño será grande en el Reino de los Cielos". Y también: "De ellos es el Reino de los Cielos". Y: "Si no cambiáis y no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de Dios". Si somos capaces de amar con solicitud y humilde sensibilidad a los enfermos, al que sufre, a los niños, podremos decir que amamos a Dios, porque Dios es AMOR.
La plenitud del amor no es envidia, celos, falta de valores, sino sinceridad, lealtad, corrección fraterna.
Plenitud de gracia, plenitud de Amor, todo esto es María Inmaculada, la Madre de la Eucaristía, un diamante de infinitas facetas que de cualquier parte, brilla siempre del mismo modo.
María, eres nuestro modelo inalcanzable, pero nos esforzamos en mirarte y con gran deseo de imitarte.
¡Cuántas regañinas maternas hechas con paciencia, con amor por María y cuántas caídas de parte nuestra!
Celos, envidia, orgullo, impertinencias, escasa sensibilidad y deseos de sobresalir han sido a menudo objeto de tus regañinas maternas porque son nuestros defectos más difíciles de vencer.
La lealtad, la sinceridad, la docilidad a la corrección fraterna son virtudes necesarias e indispensables para quien es llamado a hacer un camino de santidad, sin éstas no puede haber crecimiento espiritual.
Si una palabra, un gesto de generosidad no son dictados por el amor, no sirven a la Verdad; la hipocresía destruye el vínculo que une la comunidad. Cuántos obstáculos ha encontrado nuestra comunidad a lo largo del camino de formación a causa de estos pecados y hemos salido escaldados.
Si miramos atrás creo que hoy, Virgencita, gracias a tu ayuda, podemos decir que algún pequeño progreso hemos hecho, pero si miramos adelante ¡cuánto nos queda todavía por hacer!
San Agustín dice que "El peso enorme que ejercita la sobreabundancia del amor de Dios genera humildad" y tu Virgen Santa, esta sobreabundancia de amor la has sabido acoger toda hasta convertirte en la criatura más humilde de toda la Tierra y esta humildad te ha elevado hasta Dios, tanto que te ha convertido, siendo Virgen, en Madre del Salvador y corredentora, Madre de la Eucaristía y del Amor.
La Inmaculada abre la Historia, la Madre de la Eucaristía cierra la Historia, y toda la historia de la Iglesia está encerrada en tu "Sí".
Ayúdanos también a nosotros a saber tomar la plenitud de amor que el Señor ha reservado y reserva continuamente en este lugar taumatúrgico a través de las Cartas de Dios, la catequesis del Obispo de la Eucaristía, los milagros eucarísticos, los sufrimientos y el amor de tus hijos predilectos y sobretodo a través de la presencia de Dios, que muchas veces ha hablado en este lugar, de la Santísima Trinidad y de todo el Paraíso.
Cada mañana cuando nos despertemos, pongamos bajo la protección de María nuestra jornada para que la santifique y cada noche cuando hagamos el examen de conciencia podamos decir: "Gracias Madre Santa, con tu ayuda hoy tengo algo más que ayer para regalar a mi Todo, a tu Todo".
La plenitud del amor es la Eucaristía
Dios es Padre que ama con una amor infinito e incomprensible a sus hijos, el suyo es un amor pleno, total, absoluto que quizás podemos imaginar como un maravilloso poliedro de cristal; cuanto más crecemos en la vida espiritual más descubrimos una nueva faceta de esta piedra preciosa
Dios ha proyectado este amor suyo sobre la Tierra dándonos a una criatura perfecta como María, la ha creado llena de gracia y ha realizado en ella la plenitud del amor permitiéndole así convertirse en el primer tabernáculo viviente.
En la Eucaristía encontramos la manifestación máxima del amor de Dios, porque dándoSe a Si mismo, el Señor nos ha dado la posibilidad de permanecer siempre unidos a Él en la certeza de estarlo también en el Paraíso.
La Eucaristía alimenta la gracia de nuestra alma y nos permite crecer en el amor volviéndonos cada vez más semejantes a Cristo, alimentándonos de Ella nuestras plegarias son más eficaces delante de Dios.
La Eucaristía nos sostiene continuamente sustrayéndonos del pecado y nos ayuda a afrontar las dificultades cotidianas; cada vez que La recibimos nos convertimos en más preciosos porque Dios está presente en nosotros, nuestras miradas son más luminosas e intensas porque reflejan la luz divina y atraen a otros hombres hacia Jesús.
La Eucaristía aumenta nuestra capacidad de amar y por tanto nuestra fuerza para convertirnos; como nos ha dicho nuestro Obispo, los corazones que poseen un amor grande son como la energía que traslada y tiene una potencia de reconstrucción enorme, porque es el amor de Dios el que es vertido de nuevo en la humanidad.
El Obispo y Marisa han traído este amor divino al mundo, han hecho grandes cosas y la misión que Dios les ha confiado se está realizando; a menudo, sin embargo, los hemos oído repetir que no habrían podido hacer nada sin la Eucaristía, sin el encuentro cotidiano con Cristo que les ha dado la fuerza, los ha animado en los momentos duros y los ha ayudado a no perder nunca la plena confianza en la realización de los planes divinos.
Hijos del amor
Nosotros, hijos del amor, no tenemos nunca que faltar a nuestro deber; con nuestra presencia tenemos que estar dispuestos a dar aquel amor recibido, con sonrisa y sencillez. Escuchemos en el corazón la palabra del Señor y vivámosla, así adquiriremos la sabiduría para gustar la nueva creación. Seamos hijos nacidos del Espíritu y con la caridad podemos vencer al mundo, que en cada instante obstaculiza nuestro camino. Pongamos en la cima de todo a la caridad, para permanecer al lado del Padre y ser sus hijos, tengamos esta esperanza; creamos en Su Hijo unigénito muerto por nosotros, de esto hemos conocido el amor como luz que calienta y que no se agota, porque tiene como fuente a Dios.
Nosotros amamos porque Él nos ha amado primero, y si amamos es porque conocemos a Dios y es este conocimiento el que nos transforma y nos hace auténticos testimonios de la verdad y nos permite abrir el corazón al hermano que tiene necesidad. Sin la caridad no podemos ser hijos de Dios, ésta es la fuerza para vencer el miedo y tener en nosotros el temor de Dios que nos empuja a tratar de alcanzar la santidad. Con la oración, la renuncia y el sacrificio tratemos de amar a Dios y de hacerlo amar con valor, de proclamar su presencia en el mundo, el conocimiento que tiene de cada alma y toda la ayuda que da al hombre para salvarse. Los hijos del amor son también hijos del sufrimiento porque el sufrimiento conduce a la caridad. Ofrezcamos cada instante de nuestra jornada al Padre, porque queremos vivir respirando a Dios, que es amor.