Dejemos hablar al corazón, demos espacio a los recuerdos
Nuestro Obispo, con ocasión de la fiesta de los votos de Marisa, nos ha regalado algunos recuerdos, experiencias y episodios de su vida y de la de Marisa, empezando por los años anteriores a su encuentro. Su historia es rica en amor, sufrimiento y espíritu de servicio para la salvación de las almas.
Publicamos aquí la primera parte. Sucesivamente, cuando el Obispo nos regale otros recuerdos, continuaremos contando su historia que para todos nosotros, los de la comunidad, es un tesoro precioso.
El 31 de enero de 1997, después de una noche llena de sufrimiento y de dolores, llegó Nuestra Señora, se sentó sobre el lecho de Marisa y le recordó algunos episodios de su infancia, que referimos tal como nuestra Madre los ha recordado: "Mi querida Marisella, has nacido en el mes de junio, un mes muy hermoso porque está dedicado a mi Hijo Jesús. Desde el inicio Dios ha mandado a los ángeles que se ocuparan de ti; tenías mucha necesidad de amor y Dios te lo ha transmitido a través de los ángeles. Después me ha mandado a mi.
Tu madre era una mujer sencilla y llena de amor y trataba por todos los medios de demostrártelo. Querida Marisella, Dios Padre me ha manado a hacerte compañía, especialmente en los momentos más tristes de tu infancia y cuando te colocaba bien las sábanas de la camita y te daba el beso de buenas noches. Eras una niña pequeña con un cutis muy aceitunado, cabellos rizados y negros. Tenías los ojitos llenos de alegría y ya entonces de tristeza. Querida Marisella, nuestra relación era muy estrecha tanto que un día, mientras jugabas, te habías ensuciado el vestidito y yo para que no te gritaran te lo limpié, y así se quedó aún más bonito.
Tu no me conocías y pensabas que era una hermosa Señora que te ayudaba mucho y pensabas en tu corazoncito: "Mi mamá es hermosa, pero esta Señora es todavía más hermosa". Los ángeles, que tu creías que eran niños que jugaban contigo, eran mandados por Dios Padre y tu sentías que te querían mucho. Otras veces jugabas con los niños de la tierra, pero el juego no duró por mucho tiempo porque, Dios, mi Todo, había puesto los ojos sobre ti, pequeña Marisella.
Un día, mientras jugabas con los niños, uno de ellos dijo una palabrota que tu repetiste casi divertida, pero, la hermosa Señora, te dijo con mucha dulzura que no estaba bien y que tenías que decírselo también a los otros niños.
Tu primer nombre de bautismo tenía que ser Miriam o María Laura como deseaba tu madre".
En Roma delante de la casa de Marisa había religiosas y cuando entró en la Iglesia, con casi de 11 años de edad, hizo un bonito descubrimiento: viendo una estatua de Nuestra Señora dijo para sí: "¡Te pareces mucho a mi hermosa Señora, pero tu eres más fea!".
Nuestra Señora había enseñado a Marisa a rezar y, a que cuando pasara delante de una estatua, de un cuadro de Jesús o de Nuestra Señora repitiera esta jaculatoria: "Te saludo María saluda a Jesús de mi parte, te espero en la hora de mi muerte".
Marisa no sabía más oraciones que las que le había enseñado la hermosa Señora: el Ángel de Dios, Dios te Amo, Dulce corazón de mi Jesús, el Padre Nuestro, el Gloria al Padre y el Ave María, oración que para ella era la más hermosa.
Marisa cuenta: "Recuerdo que la oración que más me gustaba era: "Dios te amo", así podía ser feliz como la muchachas grandes que se casaban. A menudo, la Señora me decía que era una niña muy vivaracha y traviesa y para calmarme me hacía cantar con ella: "Ángel de mi Dios, gracias por tu amor. Cuando juego, cuando estoy despierta, cuando duermo tu estás a mi lado". La hermosa Señora me habló de Jesús, Hijo de Dios e Hijo suyo, me habló de la hermosura de la cruz desde pequeña. Entonces empezó a hablarme también del título "Madre de la Eucaristía".
A continuación empezó el pequeño calvario de Marisa y la hermosa Señora venía muchas veces al día para ayudarme en todo. "Suerte que la tenía a ella, de otro modo no habría sabido qué hacer con todas las personas mayores".
A los años de infancia siguieron años de silencio, de sufrimiento y de inmolación. Pocos sacerdotes, durante los años de la adolescencia y de la juventud, sabían que Marisa veía a Nuestra Señora, pero ninguno participó en una aparición. La misma abuela Yolanda, diversas veces sorprendió a su hija de rodillas con la mirada hacia lo alto, pero no podía comprender lo que hacía.
Casi con veinte años, Marisa empezó la misión más delicada y dolorosa: ir a ver a sacerdotes a los que tenía que hablarles sobre la situación espiritual de su alma, especialmente si no eran fieles al voto de castidad.
Pocos aceptaron esta ayuda, la mayor parte, por orgullo, la ofendían. Algunos llegaron a abofetearla y uno, además, le dio una bofetada tan fuerte que le daño el tímpano de la oreja (acto seguido el Vicariato destituyó a este sacerdote).
Después de los 21 años Marisa se fue a Bélgica cerca de una casa religiosa. Su deseo de ir como misionera al corazón de África, era fuerte, aquella gran nación que entonces se llamaba Congo Belga y que hoy se llama Zaire. Un territorio inmenso y riquísimo, pero que sus riquezas, por desgracia, las disfrutan en Occidente y no los indígenas.
Aquí la vida comunitaria fue motivo de fuerte sufrimiento, porque prevalecía el apego a la regla por parte de los superiores. De hecho, teniendo que adquirir un poco de experiencia, prestaba servicio a los enfermos y los superiores le habían ordenado que, con un horario establecido, tenía que dejarlo todo y volver a casa. A menudo no conseguía respetar esta regla, porque tenía que socorrer enfermos graves. La caridad tiene que ponerse delante de todo y no se tiene que dejar a un enfermo sólo para hacer vida comunitaria. A continuación Marisa enfermó y se vio obligada a operarse.
La misma dolorosa experiencia ha sido vivida por el Obispo. Cuando acababa de ser ordenado sacerdote, y residía todavía en el seminario, el domingo iba a ayudar a las parroquias de Roma. El rector pretendía que a mediodía tenía que dejar el servicio para acudir a la comunidad. Cada vez que él no respetaba este horario era puntualmente reprendido por el rector, pero la respuesta del entonces Don Claudio era siempre la misma: "Monseñor, ¡cuando yo estoy confesando, soy Cristo y no tengo que rendir cuentas a nadie, ni siquiera a usted!". ¿Cómo es posible dejar a un enfermo grave o a las almas que tienen que confesarse sólo por una práctica comunitaria?
El día de la ordenación sacerdotal de Don Claudio, el 9 de marzo de 1963, Nuestra Señora llevó a Marisa en bilocación a S. Giovanni in Laterano. Fue entonces cuando vio por primera vez a su futuro director espiritual, postrado en tierra mientras los clérigos cantaban las letanías de los santos.
El Obispo, después de la ordenación sacerdotal, fue enviado como asistente al Seminario Romano Menor.
Apenas tenía 24 años, pero ya entonces el Señor había puesto en él un gran amor hacia la Eucaristía y un fuerte sentido de la responsabilidad que lo empujaba a hacer del mejor modo posible su propio deber.
Un día, mientras celebraba la S. Misa, se dio cuenta que diversos seminaristas no comulgaban. Estos chicos tenían miedo de decir determinadas faltas a su padre espiritual. Don Claudio fue primero a ver a los chicos para animarlos a que se confesaran y después a su padre espiritual para invitarlo a que fuera más comprensivo en lo referente a los chicos. Por desgracia, a este sacerdote no le gustó la corrección fraterna y la situación empeoró, hasta el punto que prohibieron a los seminaristas que se confiaran a Don Claudio. A continuación fue nombrado durante un breve tiempo vicerrector del seminario y su situación fue más delicada y difícil. Durante el período estival organizó un congreso eucarístico y en los preparativos fueron involucrados todos los seminaristas. A este congreso fueron invitados a hablar también los obispos. Don Claudio fue boicoteado y tratado fríamente por la vieja guardia del seminario, tanto que tuvo que poner su dinero para hacer frente a los gastos.
Esta iniciativa fue un gran éxito y los seminaristas hablaron entusiasmados durante mucho tiempo. Todo esto puso a Don Claudio en una situación todavía más crítica, y empezó por primera vez a sentir la mordedura de la envidia de sus compañeros. Su actividad se volvía cada vez más difícil, porque era hostigada por los superiores del seminario que trataban de arruinar cada iniciativa suya, tanto que encontraban cualquier pretexto para alejarlo de los seminaristas.
Entretanto en Roma el oratorio S. Pedro estaba viviendo un período de transición. Hacía poco que habían cambiado la gestión por completo y los nuevos responsables no sabían a quien dar el encargo de continuar con los jóvenes. El nuevo director conocía a Don Claudio, porque su sobrino era uno de sus alumnos en el seminario. Empezó así una corte diplomática a Don Claudio: le proponían plena libertad de acción y todos los recursos a su disposición, dándole el apelativo de "Don Bosco del siglo XX".
Don Claudio aceptó el encargo, pero los responsables habían callado la pesada situación conflictiva en la que se encontraba tal oratorio. De hecho el primer domingo que se acercó al oratorio, apenas había entrado en la iglesia el arzobispo presidente para la celebración de la S. Misa, todos los jóvenes en bloque salieron y fueron a iglesia de enfrente. Don Claudio siguió a los jóvenes, pero en el momento de la paz ninguno vino a dársela. Entonces a la salida se acercó a estos jóvenes reprendiéndoles porque al haberle excluido no habían comprendido la importancia de la S. Misa que es también unión, amor y hermandad sin excluir a nadie. Con el tiempo se dio cuenta que esta oposición no era hacia él, sino contra el presidente.
A pesar de todo, Don Claudio empezó a trabajar con estos jóvenes, organizando un campamento en Visso (MC).
El Señor, de hecho, había decidido que Don Claudio y Marisa, a pesar de vivir ambos en Roma, se encontrasen en Visso.
Marisa se alojaba en el hotel Domus Laetitiae por motivos de salud. El mismo hotel había sido elegido por Don Claudio para el campamento escuela de los muchachos del oratorio.
El 15 de julio de 1971 Nuestra Señora dijo a Marisa que finalmente encontraría a su director espiritual. Ella estaba sentada en un banquito en la plaza de delante del Domus Laetitiae, cuando vio venir hacia el hotel a un sacerdote. Era el director del oratorio que avanzaba solo, vestido con sotana. Marisa pensó que era él, pero Nuestra Señora le dijo que no. Vio avanzar a un segundo sacerdote. Era el secretario del presidente, el cual también llevaba sotana. Marisa creyó que era él, pero también esta vez se equivocó. Cuando vio venir a Don Claudio sin sotana, seguido por sus muchachos, no lo reconoció como sacerdote y excluyó que fuera él. Nuestra Señora, en cambio se lo indicó. Marisa tímidamente se acercó a Don Claudio y dijo: "Soy Marisa", a lo que Don Claudio respondió: "¿Y con esto?". Marisa se quedó perpleja, pero la sonrisa que le ofreció el Obispo, le hizo comprender que podía fiarse de él.
La misma tarde del 15 de julio Marisa participó en la S. Misa de clausura del campamento escuela. Durante la S. Misa, Don Claudio dándose cuenta de la timidez de Marisa, la invitó a leer las lecturas: ella lo hizo con mucho trabajo. Después, durante la fiesta de la clausura, Don Claudio vio que Marisa por timidez se había quedado sin cena y generosamente le ofreció el propio plato.
El día después Don Claudio partió para la Fuente S. Lorenzo, mientras Marisa se quedó en Visso.
La corrección fraterna que Nuestra Señora nos ha enseñado no es fácil, sino dolorosísima y a menudo hace también sufrir, sobretodo al que la cumple.
En aquel edificio se desarrollaba un campamento escuela de muchachas gestionado por hermanas. Estas muchachas tanto en los temas de discusión, como en los comportamientos eran particularmente impulsivas. Marisa al corregirlas encontró una fuerte oposición, tanto que éstas agrupándose se impusieron y fueron a quejarse a las hermanas y la acusaron injustamente. Las hermanas fueron a contárselo al director y este último sin ni siquiera oírla la echó fuera del hotel.
Llegó un sacerdote salesiano que Marisa conocía, la llevó a una pensión y sin darle ni una lira la dejó allí. La dueña, viendo que no pagaba, se quedó con su ropa hasta que le hubiese saldado la cuenta.
Desde el campamento, Don Claudio con sus asistentes se acercó a Visso para hacer la compra y se detuvieron a tomar un helado en el bar Sibilla. Mientras lo estaban degustando vio salir a Marisa de la Iglesia de enfrente; estaba triste y lloraba, porque estaba sola y abandonada. Marisa pasó cerca del bar Sibilla, pero no se percibió de Don Claudio, que enseguida la llamó invitándola a sentarse. Después de haber sabido que hacía dos días que no comía, le ofreció enseguida su helado y después la comida.
Cuando lo supo todo acerca de Marisa, cogió enseguida el coche para ir al Domus Laetitiae donde cogió por el pecho al director, diciéndole que había faltado a la caridad y a la justicia.
Don Claudio decidió llevarla consigo al campamento y allí, por primera vez, nuestro Obispo participó en la aparición de la Madre de la Eucaristía. Este suceso cambió sus vidas, porque empezaron juntos la gran misión guiados por la Madre Celeste para el bien de la Iglesia.