16 de mayo del 2000
El 16 de mayo, la madre de la Eucaristía transportó al lugar taumatúrgico una hostia grande que derramaba sangre y la depositó sobre una plantita de flores. Apenas terminada de celebrar la Santa Misa, el obispo fue informado por Marisa, obligada a permanecer en cama por la enfermedad, del milagro ocurrido. Don Claudio se trasladó, seguido por los jóvenes y adultos, para verificar el suceso prodigioso y pudo constatar que la hostia tenía una mancha de sangre compacta y extendida por la casi totalidad de la superficie y emanaba el perfume celestial, garantía de la intervención sobrenatural.
El obispo permaneció, con los que le habían acompañado, en adoración delante de la Eucaristía y después autorizó la toma televisiva y fotográfica para tener la documentación necesaria. Marisa contó, por orden de Nuestra Señora a Don Claudio cómo había ocurrido este último milagro eucarístico. Un eclesiástico, que todavía ocupa un lugar muy importante en la jerarquía de la Iglesia y del cual, la Virgen reveló la identidad, al principio, sólo al obispo y a la vidente y posteriormente a los jóvenes, después de la consagración vio salir de la hostia grande algunas gotas de sangre. En lugar de alegrarse, se sintió fastidiado de lo que estaba ocurriendo bajo sus ojos, con un gesto de rabia alejó la hostia ensangrentada y pidió al ayudante una segunda hostia para proseguir la celebración de la Santa Misa y no permitir a los que estaban allí presentes que se dieran cuenta del milagro eucarístico. Ya que la hostia que había derramado sangre, según la intención del celebrante era destinada a una misa negra, la Virgen se la sustrajo inmediatamente al sacrílego celebrante y nos la trajo a nosotros, sabiendo perfectamente que sería acogida con amor y fe.
El obispo, la vidente y los jóvenes, obligados por ahora a mantener el secreto sobre la identidad del desventurado eclesiástico, organizaron turnos de adoración para reparar el grave sacrilegio y la profanación cometida contra la Eucaristía que comporta la excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica (can. 1367).
Desgraciadamente lo que acabamos de contar no es un hecho aislado, sino frecuente. El que llegue a profanar la eucaristía no podrá salvarse ni gozar de Dios en el Paraíso; esto lo ha repetido más veces Jesucristo.