18 de mayo del 2000
No nos habíamos rehecho de la emoción del milagro eucarístico del 16, cuando el día 18 se verificó una nuevo milagro, más sorprendente y espectacular que el precedente.
Después que el obispo hubo celebrado la Santa Misa, cuando estaba a punto de entrar en casa, fue sorprendido por un fuerte perfume, proveniente de la habitación donde se conservan las hostias que han sangrado.
Abrió la puerta de la habitación y su mirada fue atraída hacia la estatua blanca, sobre la cual había sangrado la Eucaristía, colocada por Nuestra Señora el 11 de noviembre de 1999.
Don Claudio murmuró: "Dios mío" y se postró para adorar la sangre divina que salía por segunda vez, en el intervalo de algunos meses, de la misma hostia. La escena que estaba delante de los ojos del obispo quedará para siempre indeleble en su mente y en su corazón.
La sangre viva y roja contrastaba con la blancura de la estatua. Por otra parte, a diferencia de la primera vez, cuando pocas gotas de sangre habían manchado pequeños fragmentos del cáliz y del vestido de la Virgen, esta vez la sangre había surgido tan abundante, que recubría enteramente la parte del cáliz y formaba un espeso y largo reguero que desde la base del cáliz se extendía hasta la base de la estatua.
La sangre fresca, en algunos puntos, había recubierto a la habida anteriormente, ya oscura y en otros había tomado un curso diferente.
La Madre de la Eucaristía, al día siguiente, habló del último milagro eucarístico: "Mis queridos hijos, una hostia depositada sobre la pequeña estatua blanca ha sangrado de nuevo. El milagro habla claro y dice que los hombres no se convierten. Mi pobre Jesús que fue perseguido, calumniado y muerto hace 2000 años, hoy se encuentra en condiciones todavía más tristes y horrendas. No es un buen signo que una hostia que ya ha sangrado, derrame una vez más sangre y agua".