Oración pronunciada por S.E. Mons. Claudio Gatti el 5 agosto 2008
El poder de la confesión borra los pecados y a través de Ti el hombre se renueva y vuelve purificado al amor de Dios. Dios Espíritu Santo, ilumina verdaderamente nuestras mentes, ábrelas al conocimiento de la Palabra de Dios, para que sea luz para nuestros pasos y por esto tenemos necesidad de comprenderla de manera cada vez más profunda. Solo Tú, oh Dios Espíritu Santo, puedes darnos la luz necesaria para la comprensión exacta y fecunda de la Palabra de Dios y dejarnos pasar de la comprensión a la realización.
No es suficiente, aunque si importante, conocer la Palabra de Dios, hace falta ponerla en práctica porque solo Tu Palabra, oh Dios Espíritu Santo, es capaz de transformar el corazón de los hombres, por tanto de la Iglesia y del mundo entero.
Dios Espíritu Santo, como se han manifestado tantas veces el Padre y el Hijo, Te pido humildemente que te manifiestes, danos la gracia de escuchar tus pensamientos. En el mar de Silvi Marina Te manifestaste muchas veces bajo la forma de aquella gaviota blanca, luminosa y real al moverse y volar; nosotros inclinamos la cabeza, Te adoramos, presente bajo la forma de gaviota, porque Tú eres Dios y ante Dios el hombre debe adorar y ponerse de rodillas.
Dios Espíritu Santo, permíteme hablarte un momento de mí. Sigue vigente todavía la promesa que me diste del don de lenguas. Este don llegará, Tú lo has dicho, cuando Dios lo decida, pero haz que pueda utilizarlo para el bien de las almas, haz que en mi no esté presente ni siquiera la más pequeña mancha de orgullo ni de soberbia; haz que viva en profunda y sincera humildad este gran don que Tú me has prometido y que, ciertamente, en el momento establecido por Ti, me será dado. Deseo utilizarlo para el bien de mis hermanos, para una predicación eficaz y capaz de transformar, no para que las palabras que pronuncio vengan de mi mente, sino de Tu corazón de vida.
Dios Espíritu Santo, Te encomiendo a la Iglesia, que tiene tantas grietas que necesitan ser eliminadas y reparadas. Los muros de la Iglesia se están derrumbando, necesitan nuevos refuerzos y los corazones de los hombres están vacíos y sedientos de Tu amor. Llena verdaderamente nuestros corazones, ilumina nuestras mentes, dale fuerza a nuestra voluntad, para que cada uno de nosotros aquí presente, y todos los que forman parta de mi comunidad, de nuestro Movimiento, todos los que aman la Eucaristía, que aman a la Madre de la Eucaristía, tengamos de Ti, Dios mío, las ayudas necesarias para no ofenderte más. El pecado es la destrucción de la relación entre Dios y el hombre y nosotros no queremos arruinar esta relación, sino intensificarla cada vez más, volverla cada vez mejor, porque mejorando la relación con Dios mejora la relación con los hombres. Esto lo han comprendido también estos dos jóvenes.
Gracias, Dios mío, por haberme escuchado. Como un hijo, humildemente, confiadamente espero Tu venida.
En la gloria a la que fue asunta María después de su muerte y transfiguración, esperaba este momento para dirigirme a ti, querida Madre del cielo, porque es dulce y hermoso invocar tu nombre, exponerte nuestras oraciones y escuchar lo que tú estás diciendo sobre todo a Marisa y a mi desde hace ya treinta y siete años. Podemos decir, querida Madre del cielo, que si tuviésemos que poner en los libros todo lo que nos has dicho y enseñado, no bastarían todos los del mundo. Juan dice lo mismo de Jesús y lo mismo me permito decir yo por lo que se refiere a las numerosas, importantes y maravillosas cartas de Dios que, en todos estos años, nos has traído y dado. Querida Madre, los hijos desean estar siempre al lado de su madre, pero en nuestro caso es la madre la que está siempre al lado de sus hijos, porque tú puedes estar donde quiera que vayamos; tú nos acompañas, nos sigues, nos haces compañía, nos ayudas, nos confortas, nos animas y, si es necesario, también nos haces sentir las susodichas caricias maternas, importantes también para el crecimiento espiritual.
Querida Madre del cielo, tú nos esperas allá arriba, pero yo sé que eres precisamente tú quien está trabajando más que nadie para la entrada triunfal de Marisa en el cielo; eres la directora de todo y estás preparándolo todo con la colaboración de los ángeles y de los santos. Qué hermoso será aquél momento, qué hermoso será el encuentro de la esposa con el esposo, que hermoso será el encuentro de la víctima humana con la víctima divina. Tú presentarás a Marisa a tu Hijo, el cual la abrazará y delante de todo el Paraíso le darás las gracias por todos los sufrimientos que durante su vida, tan llena de dolor, ha vivido por amor de tu Hijo Jesús.
Madre de le Eucaristía, Madre de la Iglesia, la Iglesia tiene necesidad de tu manto materno, que la proteja y la defienda de los vientos contrarios, de las tempestades que los hombres desencadenan contra ella. La iglesia tiene necesidad de tu presencia, para ser llevada cada vez más arriba y nosotros necesitamos de tu cercanía para sentirnos más tranquilos, fuertes y seguros en el cumplimiento de la misión que Dios nos ha confiado a cada uno de nosotros. Ahora, querida Madre, permítenos confiarte un encargo: tú, que puedes, lleva, nuestra profesión de fe, nuestro testimonio de amor, nuestro compromiso de fidelidad a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, de tal manera que, como ha empezado esta oración, termine así en el recuerdo, en la presencia, con la ayuda grandiosa de Dios Uno y Trino, de Dios Papá, de Dios Hermano y de Dios Amigo.
Como nos dices a nosotros: “Gracias por haberme escuchado”, también yo me permito decirte: “Gracias por habernos escuchado”.