Oración pronunciada por S.E. Mons. Claudio Gatti el 9 abril 2006
Domingo de Ramos
Nos has dado la alegría, una vez más, de disfrutar de Tu presencia. Esta sangre que derramaste nos recuerda tu pasión y muerte, que recordaremos y celebraremos en breve. Pero ahora, oh Señor, es por Tu voluntad, traída por la Madre de la Eucaristía, Madre Tuya y nuestra, que hemos celebrado Tu triunfo, Tu entrada en Jerusalén, Tu entrada en la nueva Jerusalén, Tu entrada en la Iglesia y en el mundo. Detrás de ti hoy había un pequeño rebaño, tus fieles; en cierto sentido, aquellos que representan a los apóstoles y las personas que verdaderamente te amaron y te acompañaron durante tu entrada triunfal a Jerusalén. Pero sabemos Señor, porque esto nos ha sido revelado por la Madre de la Eucaristía esta noche, que detrás de Ti hoy estaban todas las huestes angélicas del Paraíso, todos aquellos que ya disfrutan de Tu visión en el Paraíso. Nosotros no lo hemos visto, pero sabemos que esto ha sucedido, porque es lo que nos han dicho y lo que Tú dices, oh Señor, siempre se realiza al pie de la letra y de la manera más perfecta. Hoy te hemos dado nuestro tributo de la mejor manera que hemos podido, elogiamos tu nombre, dijimos gracias por los beneficios que nos diste, pero las voces más bellas, los sonidos más angelicales son aquellos que nuestros oídos no han escuchado, pero nuestro corazón ha vivido porque está unido a tu corazón. Señor Jesús, lo que sucedió durante tu entrada en Jerusalén se ha repetido: la Madre de la Eucaristía estaba en una posición aislada, silenciosa, escondida, alegre y sufriendo al mismo tiempo; alegre porque vio a tu alrededor tanto entusiasmo, sufrimiento porque sabía que dentro de unos pocos días comenzarían tus últimas horas, las más sufridas y las más dolorosas. Has pedido a nuestra hermana Marisa que viviera lo que Nuestra Señora vivió, le pediste una vez más que renunciara a la alegría de la celebración de este triunfo, de estar en silencio, en el sufrimiento y en la inmolación. Como María, también Marisa: juntas, unidas como madre e hija, y querías que yo, indignamente, te representase, te trajera en triunfo, Tu triunfo, Señor. Mientras te sostenía y observaba tu sangre, sabes lo que salió de mi corazón, lo que floreció en mis labios. Lo guardamos para nosotros, Jesús, pero ya sabes lo que dije, lo que pensé y las oraciones que te dirigí. Pero ahora, Señor, públicamente Te pido, Te conjuro, Te suplico, renueva con Tu Espíritu poderoso y omnipotente a Tu Iglesia, esta Iglesia que ha salido de Tu costado traspasado, que Te ha costado sangre y lágrimas, esta Iglesia que Tú has instituido de manera perfecta y que por desgracia los hombres, a lo largo de los siglos y sobre todo en nuestro siglo, han saqueado, despojado y ensuciado. Oh Señor Jesús, renueva y haz renacer la Iglesia, manda Tu Espíritu a vigorizarla, aleja a los lobos rapaces y a las serpientes, así han sido definidos, y haz, oh Señor, que nuevos pastores según Tu corazón, sostengan tu Iglesia con mano autoritaria y fuerte, con corazón dócil y humilde, con ánimo casto y puro y con una sola conciencia: que la verdadera riqueza es tu gracia y no los bienes de la Tierra. Señor, da gloria a Tu nombre y concede la victoria, Tú que eres victorioso por excelencia, a los que Te siguen y Te aman, a los que, con tal de verte triunfar una vez más, están dispuestos a sufrir y a padecer. Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo, Dios Uno y Trino, delante de Ti, nosotros nos inclinamos adorantes, silenciosos y Te damos gracias, oh Dios, por todo lo que has hecho por nosotros. Te ruego, mira nuestro cansancio, nuestra pequeñez, nuestra debilidad y apresúrate a realizar lo que está contenido en el Magnifica y que la Madre de la Eucaristía nos ha recordado tantas veces: “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”. Esto es lo que esperamos, no para nuestra gloria sino para Tu Gloria y para que se realice pronto todo lo que nos has prometido solemnemente y que ahora esperamos, con confianza, que pueda realizarse.