Oración pronunciada por S.E. Mons. Claudio Gatti el 28 octubre 2007
Fiesta de la Madre de la Eucaristía
¿Qué hay más hermoso, más dulce que la palabra papá, que la palabra hermano y amigo? La Madre de la Eucaristía nos ha confiado que ella misma se emociona cuando pronuncia estas palabras y también cuando las pronunciamos nosotros. Por este motivo, Dios Uno y Trino, yo, en nombre mío, de Marisa, de los que viven en esta casa y de todos los que verdaderamente nos aman, están unidos a nosotros y comparten este camino tan doloroso y sufrido, en nombre de todos estos yo Te grito a Ti Padre: “Papá ven en nuestra ayuda”.
El año pasado, con motivo de la celebración de la fiesta de la Madre de la Eucaristía, muchos de nosotros y yo mismo pensábamos que sería la última fiesta que viviríamos en el Getsemaní y en el Calvario. Sin embargo, después de un año, tengo que reconocer y Tú mismo, Dios, lo has confirmado, que ésta es ciertamente la fiesta más sufrida, más dolorosa, más espinosa que jamás haya celebrado.
Te hablo como un hijo, porque sé que estás aquí, realmente presente, y me habías prometido que, cada vez que me dirigiera a Ti, Tú vendrías a la Tierra a escuchar estas sencillas palabras pronunciadas por Tu Obispo, el Obispo que Tú has ordenado. Ahora yo no Te veo, pero sé que estás aquí delante de nosotros escuchando estas palabras, así pues Te digo: “Dios mío, mira en nuestros corazones, observa nuestras almas hasta el fondo, en nuestro corazón y en nuestras almas Tú encuentras tanta amargura, tanto desaliento, tanto sufrimiento. Ya sé que nos has pedido que bebamos el cáliz hasta el final, pero yo te repito las palabras de Tu Hijo: “Pase de mí este cáliz”, llegue pronto el momento en el que beberemos la última gota de un contenido, que se vuelve cada vez más agrio, más amargo”.
Dios mío, estamos aquí y Te imploramos, por los méritos de Tu Hijo, por los méritos de la Madre de la Eucaristía, por la sangre derramada, por las copiosas lágrimas que han caído de nuestros ojos, por todo lo bueno que hemos hecho. Dios mío, mira en qué situación estamos reducidos, me permito decirte y creo tener también el derecho, danos lo que Te estamos pidiendo. Has convertido, has curado milagrosamente muchas personas, pero en esta comunidad hay muchas otras que sufren, que padecen; es inútil que te diga los nombres, Tú los conoces uno a uno, del alma más joven a la más anciana y, en este momento, te las encomiendo una a una.
Dios mío, ¿te acuerdas cuántas veces, en momentos en los que la tensión llegaba al máximo, he gritado: Dios mío, ¿dónde estás?” y Tú, inmediatamente, me has respondido: “Estoy a tu lado hijo mío y te estoy ayudando, aunque tú no te des cuenta”. Frecuentemente no nos damos cuenta de esta ayuda de Dios, quizás porque nos gustaría una más concreta, más visible y Tú, en cambio, nos das la ayuda según la medida de Tu Divina Providencia, que no coincide con nuestros deseos.
Dios mío, como Tú mismo has dicho, en este mundo es difícil encontrar corazones limpios, que Te amen, que griten: “Abba, Padre”. Y Tú, incluso en la tormenta y de los vientos enfurecidos, puedes escuchar las voces y los gritos de estos hijos tuyos que, suplicando, llorando, jadeando, se vuelven hacia Ti. En mi corazón estás leyendo también lo que los labios no pronuncian; conoces también todas las emociones presentes en mi alma: es justo que me las guarde y que Te las manifieste solo a Ti. En este momento solo Tú puedes comprender, como siempre, a mí y a Marisa: los hombres no pueden comprender y los que no comprenden a menudo condenan y por eso Te digo: “Dios mío, defiéndenos del mal, de todo mal”. Retira las flechas que están atrapadas en nuestro cuerpo, las espadas que han perforado nuestra alma, sácalas una por una; sana, cura nuestras heridas, lava nuestras llagas, danos verdaderamente el don de la paz, de la serenidad y de la felicidad, que también es correcto encontrar en la vida.
A veces, en esta casa, las únicas alegrías y las risas son las de los pequeños, que afortunadamente están lejos de las tensiones y del sufrimiento.
Oh Dios Papá, oh Dios Hermano, oh Dios Amigo, podría decirte mucho más, pero es suficiente para los que me están escuchando. Además, Tú ya lees en mi corazón y, antes de que mi boca pronuncie una palabra, Tú ya la conoces; antes que yo pueda descifrar un sentimiento, Tú ya lo sientes y por eso Te imploramos: “Ven en nuestra ayuda”.
Entre los miembros de la comunidad ha habido fragilidades, caídas, omisiones, pero cuántas veces me he preguntado: ¿cuándo terminará la ley que el inocente tenga que pagar por el pecador y que el justo tenga que pagar por el injusto? ¿Cuándo acabará esta ley? Deseo que pronto, porque Tu Reino, que es Reino de paz, finalmente pueda empezar a ser visible en esta Tierra, que por ahora solo conoce suciedad, soberbia, egoísmo, búsqueda frenética de la riqueza y una búsqueda pecaminosa del placer.
Dios mío, gracias por haberme escuchado y Te pido perdón si, involuntariamente, podría haberte disgustado con algunas palabras o expresiones. Y ahora permíteme dirigirme a la Madre. Cuántas veces nos ha repetido: “Ánimo, ánimo” y después, ella misma, la Madre de la Eucaristía, junto a nosotros sufría y lloraba por nuestra situación y nos confiaba: “Hijos míos, me dais tanta pena, casi no puedo deciros ya “Ánimo”. Oh Madre, si no nos ayudas tú, si no nos defiendes tú, si no nos socorres tú, si no intercedes tú ante Dios, ¿quién lo puede hacer en nombre nuestro? Recoge todas las oraciones que te han dirigido, sobre todo aquellas que han permanecido escondidas en el secreto del corazón de cada uno de nosotros y llévalas a Dios, porque tus manos son blancas, tu corazón es puro, tu alma está inmersa en la plenitud de la gracia. Eh ahí que, a ti, Dios no puede continuar diciéndote que esperes todavía y, como en las bodas de Caná, como en el cenáculo, mientras los apóstoles esperaban la venida del Espíritu Santo, tú aceleraste la acción de Dios, así también ahora intercede a nuestro favor y de los que verdaderamente te aman.
Madre, estamos aquí, sé que me estás escuchando y estás recogiendo cada palabra mía para llevarla a Dios, hazlo te lo ruego y, como siempre, a pesar de nuestras debilidades y fragilidades, te decimos: “Dios mío, que se haga Tu Voluntad”, pero lo decimos junto a ti porque, de este modo, nos sentimos más comprendidos, protegidos, acariciados y abrazados.
Gracias madre, por habernos escuchado y no cansarte nunca de estar cerca de cada uno de nosotros, sobre todo de los que sufren en cuerpo y alma; todo a Gloria de Dios, todo por la salvación de las almas, por el renacimiento de la Iglesia, eternamente a Ti, oh Dios, Alabanza, Honor y Gloria. Por los siglos de los siglos. Amén.