Oración pronunciada por S.E. Mons. Claudio Gatti el 29 junio 2008
Ésta es la oración que S.E. Mons. Claudio Gatti, Obispo ordenado por Dios, ha pronunciado espontáneamente delante de la Eucaristía que ha sangrado en ocasión del cierre del año social 2007-2008.
Dios, Uno y Trino, presente en la Eucaristía, Dios nuestro papá, Dios hermano nuestro, Dios amigo nuestro, Dios mi Todo, me dirijo a Ti y me inclino ante Ti. Tú eres nuestro Todo y Te he invocado como Te invoca siempre la Madre de la Eucaristía, la que nos ha enseñado a dirigirnos a Ti con afecto, sencillez y libertad de hijos. Mi Dios, nosotros Te amamos, te hemos dado muchas pruebas de este amor que, quizás, habría podido ser mejor, más generoso, sin embargo a veces te lo hemos ofrecido incrustado de nuestros defectos y de nuestros límites, pero el oro, aunque esté incrustado de materiales menos nobles es siempre oro y para que pueda brillar con luz y ser apreciado, tiene que pasar primero por el fuego purificador y nosotros, Dios mío, hemos pasado, a través del fuego purificador del sufrimiento. Cada uno de nosotros, desde el primero al último miembro de esta comunidad, ha saboreado la sal del sufrimiento y yo me pregunto, Dios mío, ¿por qué para seguirte, por serte fiel, tus verdaderos hijos son siempre perseguidos y condenados? Tú me puedes responder porque se repite y no cesa por culpa de los hombres, la desventurada historia de Caín y Abel, pero yo Te digo: Señor, haz que tantos Caínes que hay en la Iglesia, en la sociedad y en el mundo, cedan el paso al justo Abel; haz, oh Señor, que finalmente este sea el último año de espera que se está prolongado hace decenios. Haz, oh Señor, que al menos hoy, aunque no pronuncies aquella palabra que nosotros esperamos y que lo encierra todo, aunque no pronuncies tu basta, haz, oh Dios, mi Todo, que Tú puedas pronunciar una palabra que sea cercana al concepto de basta y para nosotros será alegría después del llanto, después del dolor, después del padecimiento. Dios mío, gracias, porque has sostenido esta comunidad este año, una comunidad que fue agredida, tanto desde el interior como del exterior, por fuerzas que parecían preponderantes, pero que no han vencido, has vencido Tú una vez más y nosotros podemos cantar “Christus Vincit, Christus Regnat, Christus Imperat”. Sí, Dios Uno y Trino, Tú tienes que triunfar, Tú tienes que reinar, Tú tienes que vencer al mal que está entre los hombres y sustituirlo con Tu amor y con Tu gracia. Tus victorias, Dios mío, son elevadas, son espléndidas, son maravillosas, son, a veces, incomprensibles, pero si interrogamos a la historia vemos que Tú, protagonista absoluto de ésta, has guiado siempre al hombre hacia el bien y si hoy hay en el mundo aquel fango, aquella porquería maloliente, que es sólo y exclusivamente por culpa de los hombres que se han alejado de Ti, o mejor, que Te han sustituido por sí mismos. Estos casi Te han depuesto para entronizarse a sí mismos, Te han dejado de lado para reclamar la atención y los elogios sobre sí mismos, casi Te han puesto la mordaza en la boca porque, orgullosos como Satanás, pensaban que distribuían sus palabras, que son sólo palabras llenas de veneno. Dios mío, no me toca a mí zarandearte porque Tú sabes cuándo y cómo intervenir, pero danos la fuerza para llegar a Tu meta, danos la serenidad para vivir este período, que deseo sea muy breve, en serenidad y en paz, haz que podamos gustar siempre la alegría del amor, que de manera doble nos orienta hacia Ti y hacia los hermanos. Dios mío, acuérdate de Tu Iglesia y permíteme, después de haberme inclinado, adorante ante Tu presencia, que me dirija a la que está aquí a tus pies, de rodillas, que continúa intercediendo por nosotros y que nos hace señas para que alcemos la mirada hacia Ti, para ver aquella sangre que ha sido rechazada por tantos hombres de Iglesia, pero que nosotros queremos custodiar celosamente como el bien y el don más precioso que nos has hecho. Aquella sangre, Jesús, es la sangre también de Tu Madre, porque ella es Madre, Madre de la Eucaristía, Madre de la Iglesia, Madre de cada uno de nosotros. Oh, Madre del cielo, sólo tú, después de Dios, conoces y tienes en tu corazón el recuerdo de todas aquellas noches insomnes y dolorosas, de todos aquellos días en los que el corazón ha estado apretado por las garras del desánimo hasta llegar a desear, para poder salir de esta dolorosa situación, de cerrarlo todo. Dios, solicitado por Ti, pronunció esas dos palabras, "No, nunca", pero también dijo otras cosas hermosas que tú nos ha recordado siempre, que aquí viene la Trinidad, no sólo porque hay el sacrificio eucarístico y en la Eucaristía está presente la Trinidad, sino que viene como Teofanía, como manifestación del único Dios en tres personas iguales y distintas, aquí vienes Tú, o mejor, ésta es una de Tus casas donde Tu presencia es más frecuente y que continúa. En este lugar, que el Padre ha hecho taumatúrgico, Tú, Jesús, has llamado al Obispo, Obispo de la Eucaristía y a la vidente, la Víctima de la Eucaristía y yo, en este momento, no miro a las personas, sino a Tus obras. Tú, Jesús, has dicho y has añadido a la palabra Obispo y a la palabra vidente, el adjetivo más importante, el Obispo más importante, la vidente más importante y lo digo porque no quiero disminuir los dones que Tú has hecho a tu Iglesia; la atención no tiene que ir a nuestras modestas personas, sino a aquel que ha querido, en su infinita cercanía al hombre, escoger dos criaturas que ciertamente los hombres no habrían escogido nunca, pero que Tú has escogido y, tal como nos sorprendiste entonces, nos sorprendes cada vez cuando Te manifiestas a nosotros. Oh Madre, oh Mamá, o dulce amiga y hermana, infunde en nuestro corazón un poco de tu amor; nosotros queremos amar a tu Dios y nuestro Dios, pero nuestro amor está muy por debajo, así que súplenos tú con tu ser, danos tu amor de Madre, haznos sentir y convence a cada uno de nosotros de lo hermoso que es dirigir el amor a Dios que, Padre amoroso, está dispuesto a tendernos Sus brazos. Dios mío, Madre del cielo, no puedo terminar esta oración sin dirigirme a aquellos que hoy festejamos: Pedro y Pablo. En este momento, Dios mío, yo siento porque Tú lo has dicho, que tengo en común con ellos el gran don de la ordenación episcopal; Tú has ordenado obispo a Pedro, Tú has ordenado obispo a Pablo, Tú me has ordenado a mí, tu humilde siervo, igualmente obispo como a ellos. Así que, queridos hermanos en el episcopado, dadme vuestra fe, vuestro entusiasmo, vuestra ansiedad para las Iglesias, vuestro deseo de poneros al servicio de todos, para que yo pueda seguir vuestras huellas y teniendo a uno de vosotros de una parte y al otro de la otra, juntos caminar hacia nuestro Jesús, nuestro Hermano, nuestro Salvador, nuestro Mesías, aquél que nos ha llamado a ser ministros de la Palabra, ministros de la Eucaristía en la Iglesia que él ha fundado y que continúa sosteniendo a pesar de que los hombres han tratado de derribarla como tú, Pablo, lo fuiste por Jesús. Jesús es poderoso y lo ha logrado contigo, pero los hombres no conseguirán derribarla, porque frente a Cristo, presente en Cuerpo, Sangre, Alma y divinidad nosotros doblamos las rodillas, nos inclinamos y decimos: “Tú eres Jesús nuestro Dios, nuestro Hermano, verdadero Hombre, verdadero Salvador”. Amén y aleluya.