El Señor nunca nos abandona
Dios Padre mandó no cerrar la puerta santa del taumatúrgico lugar
El Señor no abandona a los que están en la prueba y en el sufrimiento, sino que les sostiene y les guía con su gracia. Esto, antes que a nosotros, lo ha experimentado San Pablo que ha escrito: "El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad" (Rm 8,26).
El Señor puede permitir o pedir el sufrimiento a las almas, pero concede también la fuerza y el coraje para soportarlo, no deja nunca a ninguno en poder de su debilidad.
La ayuda sobrenatural puede ser concedida con modalidades diversas: dones, carismas, locuciones interiores, apariciones, milagros, teofanías trinitarias. Nosotros hemos recibido todos esto, pero ahora entendemos que nos hemos de parar a hablar sobre el último don recibido: poder continuar ganando la indulgencia jubilar en nuestra capilla, más allá del término establecido por el Papa.
Este don ha sido tan agradable como imprevisto. En efecto el día de Navidad la Madre de la Eucaristía anunció "Dios ha retrasado la clausura de vuestra puerta santa que será cerrada cuando El lo decida" (carta de Dios del 25 diciembre 2000).
Mientras en toda la Iglesia las numerosas puertas santas se cerraban con una cierta melancolía, porque terminaba un período de gracia, solo en nuestra pequeña capilla, por orden de Dios, la puerta santa se quedaba abierta.
Quizás nosotros no nos hemos dado cuenta aún del gran don que Dios nos ha hecho no sólo a nosotros, sino a todos los hombres de buena voluntad.
Es como si frente al cierre anunciado de todas las calles que llevan a una meta tan deseada, se abriese de improviso un pasillo preferencial capaz de converger todos los medios de locomoción para llegar a la misma meta: la santidad.
Poder continuar ganando la indulgencia plenaria del jubileo, nos permite abreviar o poner a cero la pena temporal debida por nuestros pecados y favorecer el ingreso anticipado en el Paraíso a las almas del Purgatorio.
No debemos limitarnos a enumerar los grandes dones que Dios nos ha concedido, sino suscitar e nosotros un gran reconocimiento a quien los ha dispensado y poner a disposición de todos los hermanos las gracias y dones recibidos. Cada uno de nosotros haga un serio examen de conciencia, como ha sido pedido por la Madre de la Eucaristía, y juzgue su propia vida cristiana y como la que el Señor ha enseñado y que el obispo ordenado por Dios trata, con tantos esfuerzos y sacrificios, de hacernos recorrer.
Cuando el desánimo y la desilusión nos asalten o cuando nuestra vida no va como querríamos, no la tomemos con Dios, sino más bien arrodillémonos delante de la Eucaristía, donde encontraremos seguramente a la Madre de la Eucaristía. No nos sentiremos más cansados, solos, desilusionados, sino fuertes, seguros y tranquilos.