Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 1° febrero 2009
IV Domingo del Tiempo Ordinario
I Lectura: Dt 18,15-20; Salmo 94; II Lectura: 1Cor 7,32-35; Evangelio: Mc 1,21-28
Las escrituras de hoy hacen de espejo sobre lo que nosotros, como comunidad, podemos reflexionar y ver cuál es la imagen que nos transmite para comprender bien nuestra situación. El primer motivo que induce a afirmar que lo que ocurre en nuestra comunidad tiene un origen sobrenatural es que nosotros no nos movemos en el fanatismo ni en la presunción. Reconocer los propios errores, la situación espiritual a veces débil, a veces frágil, es signo de autenticidad. Las personas falsas engañan, son hipócritas y, tanto en el rezar como en el hacer los actos de culto, de amor hacia los hermanos, asumen aquellas poses que Jesús ha condenado en el Evangelio. Hoy ha hablado Dios. Doy gracias a la Virgen porque ha repetido, usando mis mismas palabras, lo que dije ayer tarde. Alguno de vosotros en su corazón, poquísimos, en verdad, ha comentado de esta manera: "Si no le parece bien, nos vamos". Yo soy el primero a decirlo: si no os parece bien, marchaos; seremos amigos como antes, nadie os perseguirá ni os pedirá explicaciones; la puerta está abierta. Nos han dicho que somos una secta, pero es una pura falsedad, porque las puertas están abiertas y puede venir quien quiera para escuchar y participar. Aquí no se pide nada, excepto el respeto a Dios, al lugar y a los que Dios ha puesto como jefes de esta comunidad. Si no se comparte, nadie tiene nada que recriminar.
Cuando era pequeño - dice nuestro amigo Pablo - me comportaba como niño y ahora que soy adulto me tengo que comportar como persona responsable. En el encuentro de ayer esto no fue así en ningún momento. Se llevaron a cabo episodios de groserías y de mezquindad. ¿Por qué? La Virgen ha hablado de ello poniendo el ejemplo del niño que pisa el pie del compañero y luego se pone a discutir.
La lectura de hoy, tomada de la primera carta de Pablo a los Corintios, ofrece un punto de reflexión hablando de la diferencia existente entre quien se dedica a Dios consagrando su propia virginidad y castidad y quien, en cambio, se casa. El que se casa no puede darse completamente a Dios porque está absorbido por tantas otras actividades y problemas: la familia, la mujer, el marido, los hijos y el trabajo; esto comporta una caída espiritual y la causa es material, por tanto es explicable.
Nos toca a nosotros los sacerdotes, que hemos consagrado a Dios nuestra virginidad, poner en guardia a los hermanos, no porque queramos enseñar, sino cuando constatamos que el tono espiritual de su vida se ha abajado. El que se dedica completamente a Dios, el que ofrece a Dios su pureza, su castidad, su cuerpo como Cristo, descrito en el fragmento del Evangelio de Marcos, puede comportarse exactamente como Él. Cristo se ha topado con el endemoniado poseído por un espíritu impuro, y lo ha expulsado. Cristo es la infinita pureza y castidad y el que se acerca e imita su castidad se encuentra en condiciones de fuerza y superioridad ante el enemigo. De hecho, si se tuviese que experimentar el encontrar a un hermano o hermana poseída es el sacerdote, el ministro ordinario, el que tiene que hacer los exorcismos, aunque en caso de necesidad, puede ser un laico. Pero ¿quién es el que tiene más fuerza para luchar contra el demonio? La persona pura y casta que ha saboreado la intimidad con Dios y puede poner en guardia a los hermanos.
Amad a Dios con todo vuestro corazón, dedicaros completamente a Él y podréis amar de mejor modo a vuestro marido, a los hijos, a los nietos, a los parientes, a los amigos y a las personas con las que entréis en contacto. Sin embargo, si dejáis salir la malicia de vuestro corazón, las relaciones se contaminan, por lo que una cosa banal se convierte en una montaña que sepulta. El sufrimiento es algo diferente. Cuando Dios llama a colaborar en la pasión de Su hijo, el sufrimiento que permite es diferente, no es el causado por un hermano que te ha dicho una cosa desagradable. Si tu sufres, eres tú el que es culpable porque eres orgulloso, susceptible y soberbio. Es entonces cuando es importante decir mea culpa.
Ayer fue dicha, en cambio, tu culpa. Tuve la paciencia de un santo al escucharos, podía haber intervenido, pero os dejé hablar porque quería que la cuestión saliese a flote; en un cierto sentido, la enderecé.
Con el Bautismo somos incorporados en Cristo y, como Cristo es rey, sacerdote y profeta, los bautizados, y en particular los sacerdotes, tienen la misma dignidad profética, sacerdotal y real. Como consecuencia de ello, todos los bautizados pueden decir que son profetas, en cuanto anuncian la voluntad de Dios de modo ordinario. Hay los que lo hacen de manera extraordinaria porque han recibido una llamada particular. El bautizado es profeta, pero el sacerdote es profeta con más autoridad e intensidad. El profeta es el que tiene que comunicar lo que Dios dice y lo que Dios ha enseñado. Si el profeta, como dice Dios en el Antiguo Testamento, tiene la presunción de decir en nombre de Dios una cosa que no le ha ordenado que diga, aquel profeta tendrá que morir. ¿Ayer se dijo lo que Dios ha mandado que se diga? ¿Se ha hecho la corrección fraterna? No, porque no habéis comprendido que para hacer la corrección fraterna hace falta una condición esencial: se tiene que corregir y regañar al hermano, pero se tiene que hacer con muchísimo amor. Si no le amo la corrección es inútil y contraproducente. Esto es lo que ha ocurrido: ha faltado el amor. Alguien me ha pedido que le enseñara a comprender en qué se ha equivocado. No habéis amado, eso es todo. Habríais tenido que amar, respetar y aceptar al interlocutor, porque amar es ir al encuentro de aquel que vive con nosotros, obra y reza con nosotros. ¡Cuánto hay que cambiar! La Cuaresma, que empieza dentro de no mucho, es el período de la conversión. ¡Tenemos que aprovecharla!
Otra observación: si alguno hace el bien no lo tiene que decir a los cuatro vientos, no se tiene que enorgullecer y no tiene que hacer las cosas de tal manera que los otros lo sepan y lo aprueben. Lo que cuenta es que lo sepa Dios, los otros no lo tienen que saber: "No sepa vuestra mano derecha lo que hace la izquierda" (Mt 6, 3). Cuando se hace ayuno los otros no tienen que saberlo, hay que perfumarse la cabeza e ir sonrientes y serenos. Si empezamos a decir que hacemos ayuno, sentimos que el estómago nos hace daño, la cabeza que da vueltas: esto es exhibicionismo. No repitáis siempre: "Estoy mal, estoy mal, estoy mal". Si estáis mal, ¡cuidaros!
La santidad no es hacer ayuno o hacer el bien y hacerlo saber a todos. Estamos llamados a convertirnos en santos y tenemos que ser agradecidos a Dios que nos ha abierto los ojos. El que dirige una comunidad también tiene que ser listo y, a veces, incluso tiene que anticiparse y hacer estallar ciertas situaciones, para luego poder intervenir. Si hubiese intervenido hoy y no hubiese sucedido aquello que ocurrió ayer, vosotros habríais dicho que soy severo, exigente y que no me contento nunca. Sin embargo hay que esparcirse ceniza en la cabeza, ponerse el cilicio y hacer penitencia. ¿En qué consiste la penitencia? En el amor. Yo no he pedido nunca ayunos, solo algún florilegio, pero no creo que haya pedido grandes cosas. Sobre todo he pedido amor, porque es Dios el que lo quiere. En el amor está todo: atención al hermano, respeto, diálogo y altruismo.
¡Cuánto tenemos que cambiar! ¿Y vosotros querrías ser los que llevan en la Iglesia un cierto estilo? ¿Os creéis mejores que los demás? Empecemos a decir mea culpa, empecemos a golpearnos el pecho, tratemos de ser conscientes. Os lo ruego: todo lo que hagáis, hacedlo con amor y con humildad. Si tu hermano no hace su deber, se lo dices; si no te escucha se lo dirás el Obispo, como dice el Evangelio. Después me toca a mí el trabajo, que no es fácil ni bonito, de intervenir, pero el amor lleva a hacer esto.
Había preparado para hoy una homilía muy diferente, como le ha ocurrido en el pasado a la Virgen que, por orden de Dios, ha dicho cosas diferentes de las que tenía previstas inicialmente, pero ha sido un bien porque, a pesar de todo, quiero creer en esta comunidad, pero hace falta cambiar mucho y el propósito vale para todos: jóvenes y adultos. Poned atención a no hablar a la espalda de los otros, decídselo directamente al interesado y no forméis grupitos aislados, sino cultivad el espíritu comunitario, aunque a veces haya dificultades características.
Tenemos que cambiar y para hacer esto nos tenemos que amar verdaderamente. Recordad que no amamos a Dios si no amamos al prójimo. Cuando vayamos con Él, nos hará esta pregunta: "¿Me has amado?". Es sobre esto que Dios nos llama y nos juzga.
El verano pasado el Señor me preguntó si lo amaba más que los demás, no porque mi amor fuese más grande, sino porque tenía que amar más, me pedía más amor en cuanto que era responsable y obispo. Cuanto me dijo Dios a mí, vale, en proporción, también para vosotros. Dios no se contentará con: "¿Me amas?", sino que dirá: "¿Me amas más que los demás?", porque vosotros habéis recibido tanto y otro tanto tenéis que dar. Sonreíros y "Amaos como Jesús os ha amado". En aquella palabra está todo: un programa de vida y un programa de santidad.
Hoy, en la S. Misa, pedid perdón a Dios y, si habéis hecho sufrir a alguien con vuestro comportamiento, id a vuestro hermano y pedidle excusas y perdón.
Veamos si alguna vez sois capaces de ser humildes y sencillos.