Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 1° noviembre 2006
Fiesta
de Todos los Santos
I Lectura:Ap 7,2-4.9-14; Salmo 23; II Lectura: 1Jn 3,1-3; Evangelio: Mt 5,1-12
Hoy es la Fiesta de todos los Santos y, podremos decir también, que es la Fiesta de la santidad. Yo, quizás por primera vez, he hecho una particular reflexión al respecto. Festejamos a los santos, y es justo hacerlo, recordándoles como nuestros amigos y protectores y tomándolos como ejemplo a seguir, pero no podemos alejar a los Santos de la santidad de Dios. Por tanto creo que podemos decir, y son términos nuevos en la teología, en el misticismo y en el ascetismo, que tenemos que distinguir entre una santidad generadora y una sanidad participativa. La santidad generadora es la de Dios: Él es santo y esto lo proclamamos al inicio del Canon: “¡Santo, Santo, Santo!”. Santo es el epíteto por excelencia de Dios, es Su santidad lo que Le coloca en una situación de extremo alejamiento de nosotros, porque la santidad de Dios es infinita e inalcanzable. Pero, justamente porque es infinita e inalcanzable, Dios genera su santidad y la hace participar a todos los hombres. La Virgen puede decir de sí misma que es la primera santa por voluntad de Dios porque la santidad se acumuló en ella como un don, creció en ella por su compromiso como respuesta a este don; es tan alta, tan superior e inmensa, que solo la santidad de la Madre de la Eucaristía es superior a la santidad conjunta de todas las personas. Basta pensar en esto para ponernos frente a esta santidad y no acabar nunca de alabarla, y decir que si en María hay una santidad tan grande, tan inmensa que no se puede cuantificar, ¿cuán infinita y asombrosa es la santidad en Dios? Es por eso que hoy, al alabar a los santos, primero debemos atribuirlo a Dios: Él es la causa operativa de la santidad, los santos son los efectos de la santidad de Dios. Podemos descubrir todavía otras grandes verdades que, últimamente, han sido dichas con una cierta insistencia por Dios Padre, por Jesús y por la Madre de la Eucaristía: el Paraíso es una realidad abierta a todos. De hecho, si tuviésemos la posibilidad de dialogar con algunos santos del Cielo, personas que ya gozan de la visión beatífica de Dios, nos quedaríamos sorprendidos porque a la pregunta: “Tú, ¿a qué religión pertenecías?”, oiríamos diversas respuestas: “Yo era musulmán, judío, budista, hinduista, protestante, ortodoxo y miembros de otras religiones”; y ¿cómo es qué si no eres cristiano, si no eres católico, si no has recibido el Bautismo, estás aquí en el Paraíso? La respuesta nos ha sido confiada muchas veces últimamente: “Porque he amado, porque Dios ha visto en mí el amor, me ha dado el amor y yo”, como ha dicho hoy Jesús, “he respondido a su amor. No podía seguir los cánones de la religión revelada por Jesús porque los desconocía”, o al límite, “porque aunque los conocía, los conocía poco”, o además, “estaba convencido en conciencia que seguir mi religión era la elección más justa, pero de todo modos he respetado el gran mandamiento del amor”, en el cual tenemos que encontrarnos todos. Independientemente de nuestra religión, de hecho, el discurso de amar al prójimo no es un argumento exclusivo del cristianismo, sino que todos tienen que practicarlo. Así pues, por este motivo, al hinduista que ha amado, al judío que ha amado, al musulmán que ha amado, se les han abierto las puertas del Cielo; pero puedo deciros todavía más: personas pertenecientes al catolicismo pero que, según ciertos lugares comunes, considerábamos fuera de la Iglesia, sin embargo los encontramos en el Paraíso porque han amado. Dios nos juzgará de manera particular sobre el amor; es el amor de Cristo el que ha redimido a la humanidad, así como el amor personal redime la consciencia, incluso si es pecadora, de cada hombre. He amado, me he comprometido a amar, no he hecho sufrir, he dado con alegría parte de lo que tenía a quien tenía necesidad, y aquí viene a la mente un hermoso pasaje del Evangelio: “Tenía hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estaba desnudo y me vestisteis, estaba enfermo y me visitasteis” (Mt 25, 35.36). Jesús juzgará esto, sobre todo. Pues bien, aquellos lo hicieron y por esto sintieron la invitación de Dios: “Entra en el gozo del Paraíso preparado para ti”. Esta es la santidad, santidad significa amor, amor significa Paraíso. Los que no son capaces de dar amor y vivir de amor, aunque se les consideren santos, porque pueden hablar bien, predicar bien y, aparentemente, además actuar bien, si no tienen amor, no tendrán ni siquiera la llamada a gozar de Dios. Jesús dijo: “Ya han recibido su recompensa, la recompensa de los hombres”, pero a nosotros nos interesa la recompensa de Dios. En estos días
he pedido por algunas necesidades, y vosotros habéis respondido generosamente, no por nuestras necesidades, nos por mis necesidades, sino por las necesidades de diversos niños que están literalmente muriendo de hambre. He profundizado este discurso y me he acordado de cuantas veces la Madre de la Eucaristía nos ha dicho que hay millones de personas privadas de alimentos, de medicinas y de asistencia. Pues bien, éste es uno de los informes de la FAO: en el mundo hay 854 millones de personas que están mal nutridas y muchas de ellas mueren de hambre. La falta de alimentación y la falta de agua potable producen una gran cantidad de enfermedades y una de las más terribles que afectan a los niños es la ceguera. Cada hora 600 niños se vuelven ciegos. ¡Cada hora! ¿Y sabéis qué es lo absurdo? Que bastaría un tubito de pomada, cuyo coste es de 2,50 euros, para curar a esos niños, si están en la primera etapa de la enfermedad. Porque la enfermedad es producida por un micro organismo presente en las aguas no saludables y no potables que estos niños beben y lo agravante es que esta enfermedad es también contagiosa, por tanto enfermándose ellos contagian también al resto de la familia. Este microorganismo afecta la córnea, paraliza progresivamente todo el sistema ocular y, pasando a las siguientes fases, ciega a estos niños. Para que se curaran, si están en la primera etapa, bastaría un tubito de pomada que cuesta 2,50 euros. Bastarían quince euros para realizar una intervención quirúrgica, si están en la segunda etapa. ¿Pero pensáis en ello? ¡Y pensamos en armamentos! Entonces he llegado a la conclusión de que, cuando se construye cualquier tipo de armamento o un caza bombardero, una bomba o una ametralladora, afirmo que estas armas matan incluso antes de que sean puestas en funcionamiento. Si los gastos necesarios para construir bombas de muerte fueran donados para ayudar a quienes tienen hambre, a quienes no tienen comida, a quienes no tienen agua potable, a quienes no tienen medicinas, ¡qué mejor sería el mundo! No habría 854 millones de personas hambrientas, no habrías más de 600 niños que, cada hora, pierden la vista y se vuelven ciegos. Pero yo no puedo acusar solamente a los políticos, tengo que acusar también a los hombres de la Iglesia, y lo hago porque me ha estimulado la Madre de la Eucaristía. Cuánto dinero que administran, si fuese donado a obras de caridad, podrían devolver la sonrisa al rostro de los niños, la serenidad en el corazón de los padres, la esperanza en el alma del que sufre de toda privación. “¡Ay de vosotros!”: este “ay” es el de Dios, y es terrible. No es la riqueza en cuanto tal que es nociva, sino el uso negativo de la riqueza lo que se vuelve perjudicial. Me sorprendió cuando leyendo en algunos periódicos, supe que, con ocasión del cincuentenario de la ordenación sacerdotal de Juan Pablo II, solo los cardenales habían donado al Papa la suma de mil millones de las antiguas liras. ¿Pero cómo es posible? ¡Hay dinero en alguna parte! ¿Cómo es posible que ciento treinta personas hayan recogido mil millones? Nosotros, con toda la buena voluntad, el domingo pasado recogimos para los hambrientos 2550 euros, pero allí hablamos de 500 mil euros! La Iglesia no puede seguir así, la Iglesia tiene que dar sus riquezas a los pobres y no solo en la asistencia material, sino también construyendo realidades sociales que puedan dar puestos de trabajo y asegurar una serenidad económica. Quizás es la segunda vez, en tantos años, que me oís hablar de este modo pero, sabiendo tantas cosas directamente de lo Alto, he llegado a decir: “Basta Dios mío, esto no es posible”. Y habéis oído la oración que ha hecho Marisa a Jesús, era exactamente por esto: para ayudar, asistir a estas pobres personas. Dios se está desviviendo porque manda en bilocación a sus siervos y, lo sabéis, además de la Madre de la Eucaristía y otros santos del Paraíso, para ayudar materialmente a estas personas. Los hombres, los políticos, los eclesiásticos hablan, solo hablan, pero es necesario hechos, hechos y hechos. Es sobre esto que tenemos que tener presente la cualidad del compromiso cristiano. Así que nosotros hoy glorifiquemos a estos santos, incluyendo tanto los canonizados de la Iglesia como los desconocidos o no canonizados por la Iglesia, y elevémosles a Dios, autor y hacedor de santidad. Estos santos y principalmente Dios mismo, nos indican que no debemos dirigir solamente la mirada hacia lo alto, sino que tenemos que bajarla también hacia la Tierra, para ver de cuánto amor y cuánta caridad hay necesidad, pero los primeros en tener que hacerlo y realmente dárselo a quienes lo necesitan, somos nosotros. Se llegará a esto, si Dios quiere, pero esperemos que pronto porque, de este modo, la sociedad y el mundo podrán ser verdaderamente cambiados. No son encuentros de alto nivel, no son todas las cosas escritas sobre circulares y documentos los que cambian el mundo y la Iglesia. El mundo y la Iglesia cambian a través del amor. Es por esto que, desde hace un tiempo, y continuaré también en el futuro, trataré y trataremos de dar de nuestro propio bolsillo, porque no podemos solo decir hacedlo vosotros; empecemos a hacerlo nosotros. Hemos empezado y, aunque seamos pequeños y aunque seamos pocos, lo que tenemos lo hemos dado con generosidad y espero que continuaremos dando. Entonces recibiremos la alabanza por parte del Señor, como la pobre viuda cuando dio unas pocas monedas, que representaba lo que necesitaba y fue alabada. Los sacerdotes, los doctores, los fariseos que tiraban puñados de monedas en la caja del templo para que resonaran y todos se dieran cuenta de que habían dado bastante dinero, no recibieron por parte del Señor ni alabanza ni aprobación, porque en ellos había soberbia, ostentación, el deseo de sobresalir y que los vieran como buenas personas. No hace falta parecer bueno delante de Dios, sino que tenemos que ser buenos y la bondad se manifiesta y se concretiza exactamente en el amor. Yo alabo en este momento, incluso en nombre vuestro, esta invocación a Dios llamándolo Padre y diciendo: “Oh Dios, Tú que eres Padre de todos, dirige Tu mirada, Tus cuidados sobre los que no tienen nada, que están en la miseria, en la necesidad. Te pido perdón, oh Señor, por todas las veces que nosotros los sacerdotes y obispos no hemos amado, y nos hemos comportado como aquel sacerdote que, a pesar de tener el deber, no socorrió, pasando por el lado, a aquél que yacía en tierra después de ser robado y golpeado por ladrones. En cambio, el samaritano, a pesar de no tener la obligación de hacerlo ya que había distanciamiento entre samaritanos y judíos, se detuvo, dio dinero suyo y habría dado de nuevo, si hubiera sido necesario. Oh Señor, haz de cada uno de nosotros sea el buen samaritano de los que sufren, de los que lloran, de los que deben esperar en tu amor".