Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 2 febrero 2008
I lectura: Ml 3, 1-4; Salmo: 23; II lectura: Heb 2, 14-18; Evangelio: Lc 2, 22-40
Una vez más, el Señor nos deja perplejos y atónitos ya que su forma de actuar es completamente diferente de la manera de actuar de los hombres. Hoy encontramos este concepto en el pasaje evangélico donde narra la Presentación de Jesús en el Templo. La entrada de Dios en su Templo ya fue profetizada por Malaquías con expresiones y con descripciones particularmente triunfalistas.
“He aquí que Yo envío a mi mensajero a allanar el camino delante de mí; y enseguida vendrá a su templo el Señor, a quien vosotros buscáis; el ángel de la alianza, por quien tanto suspiráis, ya está para llegar -dice el Señor todopoderoso-. ¿Quién podrá soportar el día de su venida? ¿Quién subsistirá cuando aparezca? Será como el fuego del fundidor y como la lejía de las lavanderas. Se sentará para fundir y refinar la plata. Purificará a los hijos de Leví, los refinará como el oro y la plata, a fin de que puedan presentar al Señor una ofrenda conforme a justicia. Entonces la ofrenda de Judá y de Jerusalén será agradable al Señor como en los tiempos antiguos, como en los años primeros”. (Ml 3, 1-4)
Eso es lo que dice Malaquías, y eso significa que si nosotros tuviésemos que traducir a la realidad los conceptos expuestos en el Evangelio, tendríamos que encontrar una descripción completamente diferente de la que, sin embargo, leemos y es que solamente dos personas ancianas se dieron cuenta de la entrada de Jesús en el Templo.
Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para ofrecerlo al Señor, como está escrito en la ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor, y para ofrecer el sacrificio según lo ordenado en la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones. Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, justo y piadoso, que esperaba la liberación de Israel: El Espíritu Santo estaba en él, y le había anunciado que no moriría sin ver al mesías del Señor. Movido por el Espíritu fue al templo, y, al entrar los padres con el niño Jesús para cumplir lo establecido por la ley acerca de él, lo recibió en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes dejar morir en paz a tu siervo, porque tu promesa se ha cumplido: Mis propios ojos han visto al Salvador que has preparado ante todos los pueblos, luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel». Su padre y su madre estaban admirados de las cosas que decían de él. Simeón los bendijo, y dijo a María, su madre: «Este niño está destinado en Israel para que unos caigan y otros se levanten; será signo de contradicción para que sean descubiertos los pensamientos de todos; y a ti una espada te atravesará el corazón». Estaba también la profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad muy avanzada. Se había casado muy joven, y a los siete años de matrimonio había enviudado. Tenía ochenta y cuatro años. Estaba siempre en el templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en aquel mismo momento, y daba gloria a Dios hablando del niño a todos los que esperaban la liberación de Israel. Cuando cumplieron todas las cosas que mandaba la ley del Señor, regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él. (Lc 2, 22-40)
¿Dónde están el triunfo, la gloria y donde los ejércitos? Una joven madre y un joven padre de modestas condiciones económicas llevan a su niño para cumplir la ley prescrita. No pueden ofrecer mucho para el sacrificio, presentan tórtolas, lo que sus escasas finanzas les permitían. A pesar de eso somos nosotros los ciegos, incapaces de leer y de ver en los acontecimientos la manifestación de la gloria y del poder de Dios. ¡Qué diferentes son los hombres de Dios! Cuando un obispo entra en su Iglesia, en su diócesis, está rodeado de otros hermanos obispos, es acogido por las más altas autoridades locales y por una multitud del pueblo en fiesta. Yo he participado a la solemne ceremonia del inicio del pontificado de Juan XXIII y quedé perplejo y escandalizado. El Papa era llevado en una silla de mano con los flabelos, aquellos grandes abanicos a los lados que utilizaban los soberanos orientales para refrescarse, con las trompetas de plata, las aclamaciones, los hosanna, la guardia noble que desfilaba delante y centenares de obispos que lo precedían.
La liturgia misma se ha dado cuenta de que esta alegre y triunfal procesión podría inducir al recién elegido Papa, a manifestaciones de orgullo y de soberbia y para evitar esto, cada tanto, durante el cortejo pontificio, se detenían y levantaban un algodón empapado en alcohol, que luego se encendía y se le decía al recién elegido: “Padre santo, así pasa la gloria del mundo”, es una llamarada y no queda nada. He insistido en este punto, para mostraros la extrema diferencia que existe entre la manera de actuar de los hombres y la de Dios, el cual a menudo nos deja perplejos y atónitos. Y sin embargo actúa así. Belén es una clara manifestación de lo que os he dicho; los treinta años de la vida que Jesús ha llevado en Nazaret manifiestan exactamente esto. También la Resurrección de Cristo nos renueva la enseñanza que Dios no tiene necesidad del triunfo humano.
Los ojos de la Madre han visto, sin embargo, cuanto se les ha escapado a los ojos de las personas que se encontraban en el Templo. Cuando el pequeño Jesús, en brazos del padre putativo, entra en el Templo éste se ha llenado de una luz divina excepcional. Los ángeles han acogido al Hijo de Dios cantando himnos y hosanna, el Padre se ha manifestado y ciertamente María ha oído su voz, la misma voz que en el momento del Bautismo y de la Transfiguración dirá: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”. Probablemente, deseo creerlo, también José fue testigo de algunas de estas manifestaciones divinas, pero nosotros no lo sabemos esto, sino lo que sabemos por la revelación privada y por el libro de la “Vida” titulado “Tú eres Madre de la Eucaristía”, que la Virgen ha dictado a Marisa.. la luz de Dios, entra en el Templo, derrota y aleja las tinieblas de los hombres que creían que eran inteligentes y autosuficientes. Él nos ha hecho comprender que para actuar con una conciencia recta y volver a Dios convertidos, es necesario acoger la luz de Dios. Me pregunto si esta luz entrada con el Hijo de Dios en el Templo, hoy está presente en Su Iglesia. Juan, el discípulo que Jesús amó de manera particular, aquel que apoyó la cabeza en Su pecho, nos dice en el prólogo de su Evangelio: “Vino a su casa y los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11). Cristo no fue recibido por los judíos que vivían en su tiempo y, por desgracia, continúa sin ser recibido por los que deberían ser los heraldos de Su palabra y los continuadores de su misión, los que anuncien al mundo la Palabra de Dios. La Iglesia, hoy, está de nuevo en las tinieblas porque a los hombres les gustan los triunfos, pero los dirigidos, sólo y exclusivamente, a sí mismos. Lo que ha ocurrido en la última procesión eucarística diocesana ha empujado a la Madre de la Eucaristía a elevar, con sufrimiento, una queja. Cuando pasaba Jesús Eucaristía, no se cantaba ningún “hosanna” ni ninguna aclamación. Cuando pasaba el actual Papa, y esto ha ocurrido también con los pontífices anteriores, la gente gritaba: “Viva el Papa”. Me pregunto cómo es posible que en presencia de Cristo, de Dios, de la Santísima Trinidad, vosotros Pontífices permitáis todavía a las personas que deberían ser educadas y formadas, que os eleven “Vivas” y “Hosannas”. Esto significa que la Iglesia está realmente privada de la verdadera luz. ¿Quién reconoció la luz? ¿Quién reconoció en aquel pequeño niño al Mesías? Los representantes de los humildes, los representantes de los últimos, los ancianos, los débiles, los marginados. Hoy se produce la misma situación. Solamente los que son representados en Simeón y en Ana, acogen y se abren a Cristo y nosotros estamos entre ellos. Nosotros lo hemos acogido y con tal de profesarle adoración y culto, no hemos temido ser golpeados, juzgados y condenados, porque en presencia de Dios el hombre tiene que retroceder y desaparecer. Incluso la más alta autoridad, ante Dios, tiene que inclinarse al igual que el último representante o miembro de la Iglesia. Por eso digo: como en el pasado Cristo ha sido reconocido por los últimos, también hoy Cristo es acogido y aceptado por los últimos, pero llegará el momento de Su triunfo.
Veo una profunda conexión entre la entrada en el Templo del Niño Jesús y la entrada en Jerusalén de Jesús Mesías. En aquella ocasión se han producido triunfos y aclamaciones de “Hosanna”, y también nosotros este año repetiremos tales gestos. ¿Quiénes son los protagonistas de este triunfo? Una vez más los pequeños. Su griterío molesta a la clase dirigente que pide a Cristo que los haga callar y las palabras de Jesús, una vez más, mandan a estos al traste: “Si ellos callan, hablarán las piedras” (Lc 19, 40). Dios, afirmando esto, nos dice que no tiene necesidad de nosotros ni de los triunfos humanos. Los generales de la Roma imperial, después de haber obtenido la victoria, volvían a casa recorriendo sobre sus carros el camino del triunfo y conduciendo, con cadenas, a los soberanos derrocados y vencidos. Dios no tiene necesidad de esto. Incluso del modo más humilde o sencillo, en aquel momento es siempre Dios el que actúa y la más modesta, pequeña o ligera acción de Cristo es infinitamente la más grande, la más poderosa e importante de la acción más significativa de la autoridad más elevada. Una vez más el Evangelio es escándalo para los que no lo aceptan, una vez más el Evangelio confunde a los que se acercan sólo con pretensiones humanas.
El Cristo que se sienta, sediento y fatigado, en las proximidades del pozo, el Cristo que se muestra agotado bajo el peso de la Cruz es el mismo Cristo que triunfa en la Transfiguración en presencia de tres personas. Si nosotros los hombres tuviésemos que celebrar nuestros triunfos como los que nos han precedido caeríamos en los mismos errores, pero Dios se adecua y se acerca a la mentalidad humana y promete que si deseamos el triunfo según la ley, la mentalidad y las costumbres humanas nos lo concederá. Lo hará porque somos hombres, nos comprende porque nos ha creado. Dios no tiene necesidad de todo este clamor, ya que es infinitamente superior y ante Él todos doblan las rodillas, en adoración silenciosa y reverente.
Esto es lo que hoy nos han enseñado Simeón y Ana. Ahora comprendéis las palabras de Jesús: “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3). Al llamar a la puerta del Paraíso para ser recibidos, la tarjeta de visita que hay que presentar a San Pedro tiene que llevar sólo las siguientes palabras: “Soy siervo de Jesucristo”, a aquellos que han escrito: “Soy Papa, teólogo, rey o emperador”, por desgracia no se les abrirá la puerta sino que estará cerrada herméticamente y serán enviados a otra parte. Incluso si estáis perplejos ante una actuación tal aceptadla, os lo digo incluso en un momento en el que estoy particularmente cansado y probado. Éste, por desgracia, es el camino para llegar a la salvación y para encontrar a Dios, no hay otras porque conducen lejos de Él.
A Cristo, Camino, Verdad y Vida que encontraremos dentro de poco en la Eucaristía, profesamos nuestra plena adhesión y respondemos con Pedro: “¿Dónde iremos Señor? Sólo tú tienes palabras de vida eterna”.
Sea alabado Jesucristo.