Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 4 febrero 2007
I Lectura: Is 6, 1-2.3-8; Salmo: 137; II Lectura: 1Cor 15,1-11; Evangelio: Lc 5,1-11.
Podemos sintetizar la celebración de hoy con una expresión: “Domingo de la llamada”. Llamada o vocación son dos términos que tienen el mismo significado. Cada llamada o vocación implica a dos participantes, el que llama y el que es llamado. En la sagrada escritura el que llama siempre es Dios. Sólo el Señor conoce lo íntimo del corazón de las personas y sabe escoger muy bien a quién confiar Sus misiones. Por llamada o vocación no nos referimos sólo a la sacerdotal. Por llamada se entiende también la circunstancia que se verifica cuando el Señor quiere confiar alguna tarea o una misión a una persona escogida por Él mismo.
Las lecturas de hoy describen tres llamadas que han ocurrido en diversos momentos y muy distantes entre ellas: la primera es la de Isaías, ocurrida hace unos siete siglos y medio antes de las de Simón Pedro y de Pablo. Estas tres llamadas, aunque ocurridas en épocas diferentes, tienen en común algunos elementos. Empecemos por la de Isaías.
El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en su trono elevado y excelso: la orla de su vestido llenaba el templo. Estaban de pie serafines por encima de él, cada uno con seis alas: con dos cubrían el rostro; con dos, los pies, y con las otras dos volaban. Y se gritaban el uno al otro Santo, Santo, Santo, Señor todopoderoso; la tierra toda está llena de su gloria. Las jambas del dintel retemblaban por la voz de los que gritaban, y el templo se llenó de humo. Yo exclamé: ¡Ay de mí, estoy perdido, pues soy hombre de labios impuros; vivo entre un pueblo de labios impuros, y mis ojos han visto al rey, al Señor todopoderoso.
Entonces voló hacia mí uno de los serafines llevando un carbón encendido que había tomado del altar con unas tenazas. Tocó con él mi boca y dijo: Mira, esto ha tocado tus labios: tu maldad queda borrada, tu pecado está perdonado.
Y oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros? Y respondí: Aquí estoy yo, mándame a mí. (Is 6,1-2.3-8)
Isaías tiene una visión interior, ve a Dios delante de él en un trono. Están los serafines que alaban su nombre y cantan: Santo, Santo, Santo; éste es el atributo que se identifica con la divinidad, sólo Dios es el Santo por excelencia, sólo Dios es Aquél que tiene, en sí mismo, una santidad infinita de la cual puede hacer participar también a los hombres. Nosotros tenemos una santidad limitada y participada, en cambio Dios tiene una santidad generadora e infinita. El profeta, ante esta visión de Dios, se siente pecador y siente la propia caducidad. Es por eso, que ante la santidad infinita de Dios, él ve, en sí mismo, una serie de fallos, debilidades e impurezas. Por eso la expresión “Ay de mí, estoy perdido, pues soy hombre de labios impuros”, indica precisamente que se siente un pecador.
Meditemos ahora el Evangelio.
“Mientras la gente se agolpaba en torno a él para oír la palabra de Dios, él estaba junto al lago de Genesaret y vio dos barcas situadas al borde del lago. Los pescadores habían bajado a tierra y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que la separase un poco de la tierra. Se sentó en ella, y enseñaba a la gente desde la barca.
Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro y echad vuestras redes para la pesca». Simón le respondió: «Maestro, hemos estado trabajando toda la noche y no hemos pescado nada, pero ya que tú lo dices, echaremos las redes». Así lo hicieron, y pescaron tan gran cantidad de peces que casi se rompían las redes. Hicieron señas a sus compañeros de la otra barca para que fueran a ayudarlos. Ellos acudieron, y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían.
Al ver esto Simón Pedro, cayó a los pies de Jesús, diciendo: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador». Y es que tanto él como sus compañeros habían quedado pasmados ante la pesca realizada; y lo mismo Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: «No tengas miedo; desde ahora serás pescador de hombres».
Ellos llevaron las barcas a tierra, lo dejaron todo y lo siguieron”. (Lc 5,1-11)
Simón Pedro sufre una transformación interna debido a un evento extraordinario. Él era un pescador experto y sabía perfectamente que echar las redes en la misma zona en la que durante toda la noche no había pescado nada habría sido un fracaso, sin embargo, cuando Cristo le ordena que eche las redes, obedece: “pero ya que tú lo dices, echaremos las redes” o “Me abandono a Ti Señor, no me fío de mi experiencia”. Esta confianza en el Señor premia a Pedro hasta tal punto que pescan una cantidad tal de peces que su barca no puede contener y tienen que ser ayudados por una segunda. Llenan las dos barcas hasta casi hacerlas hundir
Así, en Simón Pedro, tiene lugar una transformación. El Evangelio, y en general la Palabra de Dios, siempre debe leerse con extremo cuidado. Reflexionad sobre los dos términos con los que Pedro se refiere a Cristo. Primero dice: "Maestro", luego dice: "Señor". En la escritura, el término Señor se le atribuye exclusivamente a Dios. Por tanto, en Simón Pedro, hay un crecimiento de la fe, primero llama a Jesús "Maestro", luego "Señor". Reconoció a Cristo como el Hijo de Dios. Después de este acto de fe, Simón Pedro se dio cuenta de su realidad como pecador ante Dios, el Mesías, y exclamó: "Señor, aléjate de mí, porque soy un pecador". También en este segundo ejemplo de una auténtica llamada de Dios, el llamado se siente indigno, manifestando su propia condición de pecador. Las palabras de Cristo son de aliento, dijo Jesús a Simón: “No temas; a partir de ahora serás un pescador de hombres". Jesús incluso hace una promesa, que implícitamente ya contiene la llamada directa de Cristo a Pedro.
Ahora hablemos de Pablo. Él, como ya os he explicado en los encuentros bíblicos, siendo consciente de haber sido llamado directamente y personalmente por Cristo, ha defendido siempre su cualidad de apóstol. Pablo no ha renunciado o escondido nunca, por motivos de falsa humildad, su título de apóstol, sino que lo ha reivindicado en diversas ocasiones.
¿Y dónde está su humildad? Lo leemos en la segunda lectura de hoy: "Yo, de hecho, soy el menor entre los apóstoles y no soy digno de ser llamado apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios, soy lo que soy y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí; pues he trabajado más que los demás; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo.
Pues bien, tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos y lo que habéis creído.” (1Cor 15,8-11)
He aquí que estas tres llamadas tienen en común una característica importante: el sentirse pequeño, débil y pecador por parte del llamado. Qué diferente es, sin embargo, el comportamiento de muchos eclesiásticos pecadores que ostentan los títulos y la condición sacerdotal o episcopal. Estos construyen los tronos sobre los que sentarse, para pretender servicios y obsequios por parte de los fieles. No es así que el llamado tiene que vivir la vocación. De hecho, el que recibe una tarea o una misión, tiene que estar estrechamente e indisolublemente unido al que lo llama. Esta unión tiene que ser certificada en la gracia, como dice Pablo: “Por la gracia de Dios, soy lo que soy” y hay una gran afirmación que cada sacerdote tendría que hacer suya: “Su gracia en mí no fue en vano”. Esto ya es un ejemplo brillante, pero Pablo va más allá y dice: “pues he trabajado más que los demás”. ¡Mirad la franqueza y la sinceridad de Pablo! Los falsos humildes, sin embargo, habrían dicho que otros son mejores, que han trabajado y luchado más, pero mientras tanto, en sus corazones, esperan escuchar palabras de alabanza y aprobación. “He trabajado más que los demás”, Pablo nos enseña que la humidad es, antes que nada, verdad. Inmediatamente está el golpe de gracia de Pablo que nos hace volar: "Luché más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo". Entonces, ved, "yo" dice Pablo "fui el instrumento de esta gracia". Pablo se siente un instrumento sencillo, como el asno que Cristo eligió cuando entró en Jerusalén. Creo que sería hermosísimo si cada uno de nosotros, se sintiese un asno, en lo que al Señor se refiere. Recordad que he exaltado aquel borrico. He tenido envida y celos de aquél borrico, porque ha sido el ser más cercano a Cristo, el que ha llevado el peso de Cristo, y que ha sentido más que todos, incluso la presencia del Mesías, su caricia. Dios, por tanto, quiere que cada sacerdote u obispo se siente realmente el borrico del Señor y lo digo con alegría y exaltación. “La gracia de Dios que está conmigo”, o sea, la gracia de Dios que en mí ha luchado. Es Dios quien trabaja y obra y es Dios quien se manifiesta.
Dios me ha elegido a mí y os ha elegido también a vosotros. Sois llamados a dar testimonio, a hacer comprender al mundo que Dios es amor. Sois llamados a exteriorizar y a manifestar el Evangelio que se os ha enseñado. Yo, Obispo Claudio Gatti, puedo decir, junto a Pablo, que os recomiendo que viváis el Evangelio exactamente en el camino y en la forma que os he enseñado y no de otra manera porque de lo contrario podríais alejaros de Cristo.
¿Cuál es el núcleo de la enseñanza, de la proclamación del Evangelio que os he dado? Puedo repetir, nuevamente con Pablo, que Cristo murió por nuestros pecados y resucitó porque es Dios. Por eso su redención tiene un valor inmenso, enorme e infinito. He dicho: Cristo ha muerto y Cristo ha resucitado, pero esto no es solamente un acontecimiento histórico, lejos de nosotros veinte siglos, sino que es una realidad que está siempre presente y actual en la Iglesia, a través de la celebración de la Santa Misa. En la Santa Misa Cristo muere y resucita y cada uno de vosotros que ha recibido la palabra se encuentra con Aquél que ha pronunciado esta palabra.
Una vez más tenéis la alegría de oírme, de comprender y de profundizar la centralidad del misterio eucarístico, todo parte de la Eucaristía, todo tiene que volver allí.
En el Eucaristía nos encontramos a Dios y tenemos que sentirnos pecadores, tenemos que sentir fuerte en nosotros el anhelo de cambiar a través de la gracia de Dios. Cada uno de nosotros tiene que decir: “Yo soy lo que soy por la gracia de Dio, soy hijo de Dios e hijo de María; soy lo que soy porque, en mí, el misterio eucarístico se hace presente cada vez que participo en la celebración de la Santa Misa”.
Concluyo estas reflexiones con la invitación a vivir en la humildad. Tratemos de profundizar, de cultivar esta virtud que nos puede elevar a niveles altísimos y nos puede poner en contacto con Dios y en una intimidad profunda con Él. “Yo soy un pecador pero hijo tuyo; yo estoy lejos de Ti por culpa mía, pero cerca de Ti por tu gracia”. Que sea ésta la oración que sentís surgir y manifestarse en vuestro corazón. Sea alabado Jesucristo.