Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 5 febrero 2006
I Lectura: Gb 7,1-4. 6-7, Sal 146, II Lectura: 1Cor 9,16-19. 22-23, Evangelio: Mc 1, 29-39
Los pasajes tomados de Pablo y del Evangelio de Marcos tienen que estar intrínseca e íntimamente unidos y veréis que, de la lectura del uno y del otro, surge algo sumamente importante que, incluso hoy, conserva su profunda actualidad en toda la Iglesia. Probablemente, y empezamos por el pasaje del Evangelio, hasta ahora se ha destacado exclusivamente la actividad taumatúrgica del Señor. De la curación milagrosa de la suegra de Pedro lo sabían muchas personas, tanto es así que parientes y amigos de muchos enfermos y endemoniados llevaron a sus seres queridos a Jesús para que los curara. Jesús va al encuentro de las necesidades, sufrimientos y tormentos de estas personas curándolas y expulsando los demonios. Los demonios tratan de romper aquel silencio mesiánico que Jesús se impuso a Sí mismo y a los apóstoles. El silencio mesiánico consiste en que aún no ha llegado el momento de que Cristo se presente como el Hijo de Dios. Por la mentalidad judía será justamente esta afirmación la causa de la condena de Jesús por parte de los sumos sacerdotes y del sanedrín. Esta afirmación era, de hecho, incomprensible, además era considerada una blasfemia. Pues bien, los demonios se manifiestan y dicen: “Tú eres Hijo de Dios”, pero cuidado, no por un acto de homenaje hacia Cristo sino para confundir a las personas y ponerlas en contra de él. Esto, de hecho, no debe verse como una afirmación positiva por la que incluso el demonio reconoce a Jesús como Hijo de Dios, sino como un intento inteligente y diabólico de crear confusión en torno a Cristo. Si Cristo hubiese consentido y permitido a estos demonios continuar afirmando “Tú eres Hijo de Dios”, incluso los discípulos, que acababan de iniciar su formación, habrían tenido dificultades para comprender, se habrían confundido. Muchos enfermos se curan, pero no es este aspecto sobre el que yo quiero detener mi atención y la vuestra, sino sobre lo que sucede al día siguiente de las múltiples curaciones milagrosas realizadas por el Señor. Otra persona, en el lugar de Cristo, ¿qué habría hecho? A estas alturas ya estaba consolidada su fama de gran taumaturgo y multitud de personas se habían unido a su alrededor y muchas otras se habrían unido a ellas, si hubiera continuado su labor taumatúrgica. El Señor, en cambio, se sustrae a este abrazo afectuoso pero un poco interesado; de ahí que los sacerdotes, que tenemos la misión y el mandato de anunciar el Evangelio, hemos de tomar ejemplo con humildad y gratitud. Jesús es Dios, puede hacer milagros en toda ocasión y todas las veces que Su voluntad lo decida. Ninguna enfermedad puede estar en condición de no poder ser erradicada por el Señor. Jesús lo puede hacer todo pero quiere hacernos comprender que, más que la curación física y la liberación de los demonios, lo que cuenta es la predicación. De hecho Jesús dice: “Tengo que predicar en otras partes”. Y ésta es la misión de Cristo: predicación y redención. Siempre hemos dicho que la redención consiste en la pasión, muerte y resurrección porque éste es el sacrificio eucarístico, pero a esto ahora tenemos que añadir la predicación. No puede haber redención, sacrificio eucarístico y comunión si no hay predicación. Es esto lo que el Señor quiso resaltar y que, a menudo, los sacerdotes en nuestras homilías hemos dejado de lado porque nos enfocamos en lo que más afecta la inteligencia, la sensibilidad y la imaginación de las personas. Mirad también nuestra experiencia y comparadla con otras donde, como ha ocurrido en este lugar taumatúrgico, ha habido manifestaciones de la presencia y de la acción de Dios. Aquí el Señor, directamente y a través de Su Madre, ha hablado muchísimo y esto ha molestado. Hemos llenado volúmenes y volúmenes de mensajes en los que han hablado la Santísima Trinidad, la Madre de la Eucaristía, los Apóstoles, San José y otros Santos. Ésta es la palabra que Dios continúa dando a los hombres, no para suplir a sus enseñanzas sino para hacer que la gente acepte y comprenda lo que los hombres aún no han entendido, incluidos los que están en los altos cargos. Por ejemplo, sabemos lo fuertemente que Jesús y María han estado siempre unidos y no es posible pensar que el Hijo se haya olvidado de Su Madre; la Madre del Verbo y de la Eucaristía han estado siempre unidos íntimamente por el amor y el respeto.
Pero volvamos al punto central: el Señor nos hace comprender que su tarea es la de predicar. Entre la predicación y la sanación, es la primera la que tiene que prevalecer, entre anuncio y milagro, es el anuncio de la Palabra la que debe primar. Nosotros, por desgracia, hemos desorientado a los cristianos, habiendo puesto la atención y el énfasis sobre los milagros, porque atraen. Un corazón que se abre a la Palabra de Dios y que es transformado por ella no se nota mientras que una persona enferma que luego se cura impresiona más; para Dios es más importante que una personas se abra a su Palabra antes que recupere la salud gracias a su intervención. La Palabra es para la vida eterna mientras que la salud es para la vida terrena, pero ésta última, tiene una importancia limitada al ciclo de la vida natural.
El que, de todos, estuvo más cerca de Cristo, a pesar de no haberlo conocido durante su vida terrena, es Pablo. Y eh ahí que Pablo, en este pasaje, tiene presente lo que dijo Cristo: “Es necesario que yo predique en otras partes”, y se coloca a sí mismo como el que tiene el deber imperioso de predicar. No es una gloria el predicar sino un deber de todo sacerdote, obispo y del mismo Papa que deberían anunciar siempre el Evangelio y la palabra de Dios. Antes de pronunciar discursos abstractos o de contenido demasiado terrenal, el verdadero sacerdote tiene el deber urgente, porque esto se evidencia en la Palabra de Dios, de predicar y anunciar el Evangelio. Esto lo han de hacer todos los que están verdaderamente unidos a Dios.
Nadie puede acusarnos de no dar a la Palabra de Dios la justa importancia: los encuentros bíblicos, las catequesis y las homilías son siempre alimentadas y basadas sobre la Palabra de Dios, son raras las citaciones fuera de la Sagrada Escritura. Tengo el deber de predicar, y ¡ay de mí sino predicase el Evangelio! ¿Por qué todo esto no es vivido verdaderamente por los sacerdotes? Si cada sacerdote lo hubiese hecho, la situación en la Iglesia sería diferente. Es triste tener que reconocer que, incluso hoy, personas cultas según la cultura humana, son profundamente ignorantes según la formación cristiana. Recuerdo, y fue para mí una experiencia dolorosa y negativa que, cuando en aquellos momentos en los que la atención pública se centraba en este lugar, los muchos periodistas de varios periódicos que vinieron a conseguir una entrevista, vivían en la ignorancia. Hablaba y no comprendían, describían los acontecimientos y eran incapaces de escribir tanto es así que, más de una vez, dije: “Perdonad, pero ¿por qué no mandan personas con las que sea posible hablar?”, aunque a veces iban a la Iglesia y continuaban asistiendo, no sabían casi nada.
Lo bonito que Pablo señala es que yo, como sacerdote y obispo, tengo que predicar y no tengo que esperar una recompensa por eso, porque es un deber mío en cuanto que Cristo me ha llamado y me ha dado este encargo y, ya que no es una iniciativa mía, no puedo pretender una recompensa de ningún género.
Ahora detengámonos un instante y hablemos de aquellos a los que se anuncia la Palabra de Dios. Vosotros, ahora, tenéis una cierta preparación y, por lo tanto, podréis seguirme incluso con cierta facilidad, pero tanto para vosotros, para renovar el compromiso, como para los demás a los que dirigís la invitación a conocer a Cristo, ¿qué podéis decir, qué podéis hacer? Escuchar con atención, con respeto y en silencio el Evangelio. Cuántas veces la Madre de la Eucaristía nos ha invitado a leerlo, porque allí lo encontramos todo. En cambio, sucede que leemos de todo, a veces también revistas tontas, pero es raro encontrar personas que, en la intimidad de su casa o en el silencio de la Iglesia, tengan en la mano el Evangelio y lo lean. Comprendo que puedan encontrar dificultad, puedan encontrarse en condición de no comprender, pero los sacerdotes ¿qué hacen? En el caso de que vayáis y se nieguen a ayudaros, podéis citar exactamente este pasaje de Pablo a los Corintios y afirmar que es su deber anunciar y dar a conocer la Palabra de Dios; pero esto no lo hace nadie, por motivos de comodidad y por falta de compromiso. Sabed que si hasta ahora hemos destacado los deberes de quien anuncia, ahora estamos hablando de los deberes del que escucha. Tenéis el deber de ser informados y de conocer la Palabra de Dios de la manera más adecuada. Si los sacerdotes no lo hicieran, tenéis el derecho, con respecto a ellos, de hacer la susodicha corrección fraterna. Es su deber y si no lo hace Dios le pedirá cuentas por haberse negado a realizar una determinada tarea suya. Si después, a pesar de todo (no hablo de vosotros que frecuentáis un lugar donde la Palabra de Dios es amada y respetada), otros que no se encuentran en vuestra misma situación y condición, incluso pidiendo y denunciando, encuentran desatendidas sus peticiones, invitadlos a leer igualmente la palabra de Dios. Cuando no hay ayuda humana, el Señor, si quiere, puede intervenir directamente y hacer comprender lo que se está leyendo en el Evangelio. Hoy, habéis oído hablar de aquel momento y aquella experiencia en el Jordán. Mirad, así hace Jesús: os toma por el brazo, pone su brazo sobre vuestras espaldas (porque Él es alto, hermoso, imponente) os estrecha hacia Sí, os hace sentir el latido de su corazón y os habla. Esto es lo que tenéis que pensar. Depende de vosotros acurrucaros entre Sus brazos, mirarle a los ojos, escuchar Su Palabra que es la misma que él pronunció hace dos mil años y que es perenne, eterna y válida hasta el final de los tiempos. Amad la Palabra, amad la Escritura, amad el Evangelio, conocedlo, ponedlo en práctica y solo entonces podréis afirmar: “Yo soy verdaderamente un discípulo de Cristo”. Cuando se conoce a Cristo se le ama, sino no se conoce no se ama. Pero recordad que como el amor es inagotable en su continuo ascenso, así también el conocimiento del Señor es continuo. Yo puedo decir que, hoy, conozco a Cristo mejor que el año pasado y, el año próximo, si Dios quiere, Lo conoceré más que hoy. El conocimiento del Señor, incluso a través de la lectura de la Escritura, aumenta y se califica en el tiempo, en la sucesión, en la cadencia del tiempo cuando hay amor, unión con Él y la asistencia del Espíritu Santo.
Este es el caluroso consejo que os ofrezco, la fuerte recomendación que os hago porque en esto consiste nuestra vida, nuestro estilo: conocer a Cristo para llegar a amarle, llegar a conocerLe como Palabra y poderlo amar así como Eucaristía.
Sea alabado Jesucristo.