Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 5 marzo 2006
I Lectura: Gen 9,8-15; Salmo 24; II Lectura: 1Pt 3,18-22; Evangelio: Mc 1,12-15
“Luego el Espíritu lo llevó al desierto y permaneció allí durante cuarenta días, siendo tentado por Satanás; vivía con las fieras, pero los ángeles le servían. Después que Juan fue arrestado, Jesús se fue a Galilea predicando el Evangelio de dios y decía: “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca, convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,12-15)
Examinemos el breve pasaje del Evangelio de Marcos. Con respeto, humildad y fe, trataremos de levantar aquel velo de discrecionalidad, reserva y silencio que durante tantos siglos ha cubierto la permanencia de Jesús en el desierto. Desde el punto de vista doctrinal, por lo tanto, por lo que respecta a la presentación de las verdades de fe, no hay nada que añadir a cuanto ha sido dicho. Sin embargo, en cuanto a los hechos concretos, los relatos y las relaciones que han tenido lugar, no todo está escrito en el Evangelio. Os baste pensar que los milagros que Jesús ha realizado o los encuentros de Jesús con las personas, han sido más numerosas que las descritas en el Evangelio y, como recuerda el mismo Juan, “No todo ha sido escrito”. Pero, el Señor, después de siglos y cuando llega el momento que Él establece, nos participa cosas, hechos y acontecimiento de su vida que durante tantos siglos han estado cubiertos de silencio y discreción. Estamos en el inicio de la vida pública de Jesús, el Señor salió de Nazaret y se dirigió donde estaba bautizando Juan el Bautista. Allí, en la zona de depresión, entre Jericó y la desembocadura del Jordán, fue bautizado y también allí llamó a sus primeros discípulos y se realizó el milagro de Caná; a continuación, Jesús se retiró al desierto en silencio, desprendido de todo y de todos, durante cuarenta días. Cuarenta es un número simbólico: el pueblo judío viajó durante cuarenta años antes de entrar en la tierra prometida; cuarenta son los días que precedió al encuentro de Moisés con Dios; Elías empleó cuarenta días para llegar al monte de Dios. Este número se repite numerosas veces, es extremadamente significativo. El desierto representa el lugar privilegiado donde el hombre puede encontrar a Dios en la oración, en la meditación, en el silencio, en la penitencia y en el ayuno. Debemos tener presente que Cristo, en su persona, única persona, tiene la doble naturaleza humana por lo que es verdadero Dios y verdadero hombre. Tiene lo que es de Dios, pero también todo lo que es del hombre, excepto el pecado. En estos cuarenta días, Marcos cuenta que fue tentado por Satanás, que estaba con las fieras y que los ángeles le servían. Estas tres sugerencias son suficientes para resaltar que Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre; en cuanto hombre es tentado, en cuanto Dios es asistido por los ángeles. Esta situación le permitió no ser atacado por bestias, ya que en esos días, probablemente, también había leones en los desiertos de Judea. Por tanto es verdadero Dios y verdadero hombre. ¿Qué hizo Jesús en estos cuarenta días? Creo que sentís curiosidad y estáis deseosos de saberlo. Hagamos puntualizaciones teológicas y dogmáticas. Jesús es verdadero Dios y donde está el Padre, está el Hijo y el Espíritu Santo; donde está el Hijo, está el Padre y el Espíritu Santo; donde está el Espíritu Santo, está el Padre y el Hijo. Dios es uno y trino. Él ama, actúa, obra y perdona. El sujeto es Dios y cada una de las tres personas de la Santísima Trinidad no se opone a la otra, sino que ama a todas las criaturas de la misma manera y con la misma intensidad infinita. Cada uno de nosotros es objeto del amor de Dios, del mismo modo y de manera infinita, sin quitar nada a nadie. Jesús es Dios, y en cuanto Dios está donde está el Padre y donde está el Espíritu Santo. Podemos preguntarnos: ¿Qué es el Paraíso? La verdadera y única respuesta es: el Paraíso es Dios. Esto a los ojos de Dios. Sin embargo, para nosotros el Paraíso es la condición de amar, de ver y de gozar de Dios. A la luz de esto, Jesús, segunda persona de la Santísima Trinidad, puesto que es Dios, es también el Paraíso, junto con el Padre y el Espíritu Santo. No sé si conseguís seguirme, estoy tratando de hacer que estos altos conceptos sean lo más accesibles y sencillos posible para todos vosotros. Esto por lo que se refiere al discurso ligado a Jesús verdadero Dios. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no tienen necesidad de los ángeles, ni de nadie más. Los ángeles son criaturas que han tenido un inicio, pero desde la eternidad hasta el momento de la creación de los ángeles, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, estaban solos y no tenían necesidad de nadie. Pero en este pasaje Marcos dice que los ángeles le servían, la traducción no es precisa, porque la traducción más exacta es que lo “asistían”. Dios no tiene necesidad de asistencia, los hombres sí. Jesús hombre, quiso tener la asistencia de la Madre, del padre legal, de los sumos sacerdotes cuando fue al templo, de los apóstoles y de las santas mujeres. Fue asistido también en el momento más dramático de Getsemaní por un ángel. ¿Cómo vivió Jesús, verdadero hombre? Inmerso en la oración y tentado por el demonio. ¿Qué tipo de tentaciones puede haber desencadenado el demonio contra Cristo? ¿Orgullo, soberbia, impureza, egoísmo? No, nada de todo esto, porque Cristo en su naturaleza humana es perfecto, no tiene ninguna inclinación al mal. Por tanto para él no existe ni siquiera la más remota posibilidad de ser orientado e inclinado hacia la más pequeña imperfección humana. Entonces, ¿cuál fue la tentación? Para poder comprender el Evangelio tenemos que tener siempre presente el Evangelio. Terminados los cuarenta días, el demonio le dijo: “Tírate de aquí abajo, los ángeles te asistirán”, después le enseñó todos los reinos de la tierra y afirmó: “Si me adoras te daré todo esto”. (Lc 4,1-13). El demonio anticipó, aunque de manera grosera, masiva y malvada, lo que Pedro hizo, aunque con amor, algún tiempo después cuando Jesús dijo: “Es necesario que el Hijo del Hombre vaya a Jerusalén y sea juzgado, condenado y muerto”. Pedro dijo que eso no sucedería nunca, pero lo dijo porque lo amaba, porque quería que se mantuviera vivo. La respuesta de Jesús fue: “¡Vete Satanás, apártate de mí Satanás!” (Mt 16, 21-23). Jesús pronunció tales palabras, porque aunque con buenas intenciones e inconscientemente, Pedro se había opuesto a los designios de Dios. Del mismo modo, el demonio, durante los cuarenta días, trató de oponerse a la realización de los designios de Dios y trató de impedir a Cristo que cumpliera su misión mostrándole reinos y poderes, revelando a Jesús todas las traiciones, empezando con la de Judas, las maldades, las ofensas y los pecados que realizarían los hombres hacia él. Eh ahí entonces que, según mi modesta opinión, y espero que sea confirmada de lo alto, en aquellos momentos Jesús vivió la misma dramática experiencia del Getsemaní: se sintió traicionado y abandonado. Dios viene a la Tierra y se encarna, ¡pero muchos hombres le dan la espalda! De hecho, los mismos hombres que serán llamados a continuar su obra y su misión, injustamente, se levantarán como jueces contra él y lo condenarán, lo ofenderán y se opondrán continuamente a él. Todo esto provocó en Cristo un enorme sufrimiento, a pesar de que conocía muy bien todas estas cosas. El hombre Cristo, por estos motivos, tuvo necesidad de ser asistido; el Evangelio dice “por los ángeles”, pero nosotros añadimos también: por la Reina de los ángeles. Ciertamente, la Virgen, en bilocación estuvo cerca de su hijo durante todo el tiempo en que Jesús se refugió en el desierto, y con el hijo rezó, hablo y lo animó. Esto nos lo dijeron en los mensajes que representan una explosión de amor de Dios y que son leídos por todos en todos los niveles y grados, quien con valor y quien con miedo, pero son conocidos. La Virgen nos ha confiado muchas veces que Jesús le dijo: “Mamá, ¿soy un fracasado?”. Dirigiéndose a su madre, allí, en el desierto, y ante toda esta maldad y a la traición de los hombres, Jesús le habrá preguntado: “¿Soy un fracasado?”. Ella le habrá respondido: “Hijo mío, Tú no eres un fracasado, porque si los hombres se pierden no es porque Tú no hayas hecho todo lo que podías, sino porque ellos, en su libertad, han decidido seguir al demonio”. La Virgen estaba allí presente, lloró con su hijo en el desierto; Jesús es Dios y sabía, vio todo lo que seguiría a su pasión, muerte, resurrección y ascensión al Cielo. Vio la Iglesia atormentada, combatida, ensuciada, embarrada, arruinada y destruida por los hombres; éste fue el motivo del gran sufrimiento de Cristo en el desierto, sostenido por su madre.
Las mitras relucientes de perlas, los vestidos suntuosos, las coronas, las cuentas bancarias con varios ceros, las inteligencias que no han servido para el bien: todo esto hirió a Cristo. También nosotros fuimos vistos ciertamente por Cristo. Ahí estaba su palabra: “Padre, te doy gracias porque has revelado los secretos de tu reino a los sencillos” (Mt 11,25-27). Mirad, nosotros somos los sencillos, somos los que en aquellos momentos, días, semanas tremendas de Cristo, con nuestros pecados confesados, dimos un poco de alegría a Jesús. Jesús sufría y lloraba porque vio una multitud de traidores que seguían a Judas, pero al mismo tiempo se alegraba al ver también otra multitud de amigos que seguían a los apóstoles. En esta larga hilera de amigos la Virgen también señaló nuestras fisonomías: mirad, están Francisco, María, Nicolás. Jesús en aquél momento se sintió consolado. Amigos míos, no os estoy contando fábulas, ésta es la verdad y la encontraréis confirmada en el Evangelio; no os he dicho nada diferente ni de más que lo que está contenido en el mismo Evangelio o de lo que está contenido en las cartas de Dios.
Entonces, si fuimos motivo de consolación para Jesús durante su cuaresma en el desierto, continuemos siéndolo durante nuestra cuaresma. Jesús continúa sintiéndose solo, traicionado y abandonado, tiene necesidad de almas, tiene sed de almas. Entonces, sobre todo en este período, demos de beber a Jesús. Cuando, cansado, fatigado y sediento, en el pozo de Siquem, pidió a la samaritana “Dame de beber”, ella le respondió: “Tú que eres judío ¿me pides a mí, samaritana, de beber? Pero Él le aclaró: “No quiero el agua de la fuente, quiero tu alma” (Jn 4, 4-26). Eh ahí porque debemos dar nuestra alma al Señor, un alma vital, un alma en gracia, que vive, palpita y se alimenta cotidianamente de la Eucaristía. Ésta es la cuaresma, éste es el programa de nuestra cuaresma y es el modo en el que tenemos que vivirla de modo absoluto. Entonces, también para nosotros resonarán las palabras de Jesús: “El tiempo se ha cumplido”; todo lo que había que hacer estaba hecho. Esto significa que ha llegado el tiempo predicho por los profetas, el Mesías está operativo y comienza a manifestarse; el reino de Dios está cerca. No deis a esta expresión una connotación técnica material, dadle una connotación espiritual. “El reino de Dios está cerca” significa que Dios nos ha dado todo lo necesario para nuestro crecimiento espiritual. Los sacramentos, la palabra de Dios, la presencia de Dios, la ayuda de Dios están a nuestro alcance, depende de nosotros aprovecharlos. Hay que cambiar el modo de vivir y de razonar. Éste es el significado de convertirse, porque solamente cuando cambiamos nuestro modo de razonar podemos aceptar de manera íntegra y total el Evangelio. Si en nosotros no está Cristo, no podremos aceptar el Evangelio; si en nosotros está Cristo, podremos vivir el Evangelio.
La Virgen, Madre de la Eucaristía, estuvo junto a su hijo y estará siempre cerca de cada uno de nosotros. Lo ha dicho, lo ha prometido y lo hará, si se lo permitimos, empezando desde este instante en el que, cerca del Obispo, lo asiste, para hacer comprender a sus hermanos en qué consiste la estancia de Cristo en el desierto de Israel. Del desierto vendrá la vida, el desierto florecerá; este desierto florecerá por la sangre de algunos de nosotros, por las lágrimas de muchos de nosotros, por las oraciones de todos nosotros, por el amor que cada uno de nosotros tendrá y deberá demostrar cada instante, cada segundo de su vida.
Esto es vivir la cuaresma, esto es llegar a vivir la Pascua, a gloria de Dios, por el renacimiento de la Iglesia, por la salvación de las almas.