Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 5 abril 2007
Jueves Santo
Primera lectura: Is 61,1-3.6.8-9; Salmo 88; Segunda lectura Ap 1,5-8; Evangelio Lc 4,16-21
Mirad con atención el bajorrelieve de la última cena presente delante del altar y que todos conocéis muy bien. Imprimíroslo en la mente, así seguiréis mejor eso que os diré. Hemos añadido al lado de Jesús aquella de la que no se habla en el Evangelio, pero comprenderéis el motivo. Para hacer esta homilía, me pongo delante del altar para dar un sentido de mayor familiaridad a lo que os digo. Es como cuando un papá tiene delante de sí reunidos a todos los hijos, aunque por edad no puedo serlo de todos, y que les cuenta lo que nunca han sabido.
Hablemos del bajorrelieve: el jueves sucede, como es contado de manera maravillosa por los cuatro evangelistas, la institución de la Eucaristía. Ciertamente conocéis los episodios ocurridos durante la última cena porque, durante años, he tratado de coger los fragmentos de los cuatro Evangelios y elaborar una única historia, concatenándolos según criterios de lógica y cronología. Ciertamente, sin embargo, hay mucho más que el relato conciso de la última cena referida por los evangelistas y es precisamente esto lo que conoceremos y apreciaremos hoy.
Partimos de una fiesta celebrada hace poco tiempo: la Anunciación, el gran acontecimiento de la Encarnación. ¿Cuál ha sido la primera frase que Jesús encarnándose en el seno purísimo de María, dijo a su Madre? “Gracias, mamá, porque me estás haciendo un cuerpo que servirá para la pasión y la crucifixión, me estás dando tu sangre, aquella sangre que Yo derramaré durante la pasión”. Jesús dio las gracias a su madre y esto ya os hace comprender que, si Jesús es el gran protagonista de la institución de la Eucaristía, porque los sacramentos los puede instituir solamente Dios y Cristo es verdadero Hombre y verdadero Dios, la madre es la que, después de Cristo y subordinada a Cristo, colaboró para el sacramento de la Eucaristía. En él Jesús está presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, aquel cuerpo hecho por María, aquella sangre dada por María. Al primer agradecimiento por parte de Jesús respecto de su madre siguieron los nueve meses de gestación natural que cada madre cumple, en los cuales entre María y el niño en su seno, justamente porque es Dios, tuvieron lugar largos diálogos y al mismo tiempo grandes oraciones ante el Padre. Todo esto no se interrumpió nunca, más bien, siempre fue fuerte, aunque José lo sabía y no formaba parte de él, porque así son los designios de Dios, a veces verdaderamente incomprensibles. En estos discursos, uno de los argumentos más tratados fue el de la Eucaristía. Jesús habló a su madre de lo que diría y de lo que haría, confiándole que el título que Él apreciaba más era el de Madre de la Eucaristía. De hecho, con ocasión de la circuncisión, ocho días después de su nacimiento, antes de que su carne virginal fuera sacrificada y produjera la primera sangre, Jesús, dirigido a su madre que temblaba pensando en el primer sufrimiento que padecería su Hijo, le dijo: “Tú eres Madre de la Eucaristía”. Quizás a alguno de vosotros le haya parecido una cosa repentina o una expresión que puede haber sorprendido a la Virgen, pero no es así, porque durante nueve largos meses habían hablado entre ellos, por tanto para María era un título conocido y ya aceptado.
Ahora pensad en Jesús ya crecido, a la edad de doce años, con motivo de la pérdida, cuando José y María lo encontraron en el templo y lo vieron escuchando y preguntando a los doctores de la ley, los cuales, como escribe el evangelista Lucas, se asombraban de la inteligencia y de las preguntas que este jovencito les dirigía. Esto significa que Dios siempre es Él Mismo, nunca cambia, por tanto es Omnisciente, Omnipotente, Omnipresente y lo puede ser bajo la apariencia de una niño recién nacido, de un niño de doce años, de un adolescente más grande o de un hombre maduro. Os digo esto para anticiparos que durante los largos años de silencio y ocultamiento de Nazaret, Jesús se comportó con María y José como se comportó con los doctores de la ley. Jesús es Omnisciente porque es verdadero Dios, por lo tanto, independientemente de la edad, en ese contexto les habló con la infinita sabiduría de Dios y seguramente habrá hablado de su misión, cuyo punto más alto, más hermoso y conclusivo, que lo encierra todo, es la Eucaristía. Jesús hablaba de la Eucaristía a la Madre de la Eucaristía y al Custodio de la Eucaristía; por lo tanto, José no ha escuchado el título de “Custodio de la Eucaristía” por primera vez de nosotros, sino de su Hijo. En la Eucaristía está presente Jesús en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Aquél Jesús que José arrulló, asistió, acarició, defendió y protegió; por tanto decir que es el custodio de Jesús o el custodio de Jesús Eucaristía es lo mismo.
Qué hermosos e interesantes habrán sido aquellas charlas y lo serían también para nosotros, si el Señor nos los diese a conocer.
A medida que Jesús hablaba de la Eucaristía, María y José crecían en una fe anticipada y en un amor enorme en el misterio eucarístico; del mismo modo deberíamos también nosotros seguirlos y crecer en este aspecto.
Mientras los años volaban y el Maestro niño, adolescente, jovencito y hombre, crecía y vivía su existencia terrena, la sabiduría de Dios estaba con Él y los padres se deleitaban de esta ciencia. De hecho, también Lucas, afirma: “María, por su parte, guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19). María guardaba lo que su Hijo le enseñaba y le daba a conocer y este conocimiento anticipado del misterio eucarístico, la Virgen lo pondrá a disposición de los apóstoles después de la Ascensión de Jesús al cielo. Aunque discretamente, María fue la que mejor y más natural conservó el recuerdo de la vida de Jesús, de sus acciones, de sus enseñanzas, a los que añadió sus propias enseñanzas. Todas estas perlas las han atesorado los apóstoles, a continuación los evangelistas y últimamente las atesoramos también nosotros.
En el Evangelio se habla poquísimo de la Virgen y esto ha sido una petición suya, para que la escena fuese ocupada completamente por Jesús y nadie más pudiese llamar la atención sobre sí. Jesús en el momento apropiado, empezó su vida pública, escogió a los apóstoles, con ellos se desplazaba de un sitio a otro y los enseñaba. Sabéis que antes de convertirse en sacerdotes, los candidatos al sacerdocio viven, trabajan y estudian en el seminario. También los apóstoles hicieron su seminario, pero fueron más afortunados porque Jesús fue su rector, padre espiritual y maestro. En aquél período, sobre todo por la noche, antes de acostarse, no había ni radio ni televisión, pero estaba Jesús que catequizaba, hablaba y enseñaba mucho mejor que cualquier programa televisivo o radiofónico. No es posible que a los apóstoles Jesús les haya dicho sólo lo que está recogido en los Evangelios; de hecho, el propio Juan declaró, en los últimos versículos de su Evangelio, que si hubiera tenido que contar todo lo que Jesús hizo y dijo, no bastarían todos los libros de la Tierra para recoger sus enseñanzas. Esto significa que Jesús habló y enseñó mucho y se preocupó de dar Su enseñanza colectivamente, comunitariamente; se prestó a hacer de padre espiritual, habló a cada apóstol en el secreto y reservadamente, ayudando a cada uno de ellos a mejorar el carácter, a reforzar las virtudes y combatir los defectos. Por lo tanto los apóstoles conocían muy bien la doctrina y la verdad acerca de la Eucaristía y no se vieron repentinamente catapultados a la última cena.
Y llegamos ahora a la última cena. En el Evangelio se lee que “Jesús envió a Pedro y a Juan, diciendo: «Id y preparad la cena de la pascua». Ellos le dijeron: «¿Dónde quieres que la preparemos?». Él les dijo: «Al entrar en la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo hasta la casa donde entre, y diréis al dueño de la casa: El maestro manda decirte: ¿Dónde está la sala en la que voy a comer con mis discípulos la cena de la pascua? Él os mostrará en el piso de arriba una habitación grande y alfombrada; preparadla allí». Fueron y encontraron todo como les había dicho, y prepararon la cena de la pascua. (Lc, 22,8-13).
Pero los apóstoles no estaban solos. No es posible que Pedro y Juan, solos y en poco tiempo, hayan comprado el cordero, lo hayan limpiado y cocido, hayan preparado los panes ácimos y las hierbas amargas. Todo esto lo han hecho junto a la Virgen y a las pías mujeres. Sabéis que la Virgen ha estado siempre al lado de Jesús durante toda la vida pública, en bilocación o físicamente, sin abandonarlo nunca. Al inicio del octavo capítulo, Lucas dice que estaban con Jesús los doce, María Magdalena, Juana y Susana, que habían sido liberadas del demonio y de la enfermedad, pero también otras mujeres que no son nombradas, las cuales servían a Jesús y a los apóstoles ofreciendo sus bienes. Estas mujeres, junto a la Virgen, acompañaron siempre a Jesús en sus desplazamientos, por lo que era una comitiva entera la que se movía. Los apóstoles no podían pensar en el avituallamiento, en la comida, en buscar los lugares donde dormir; de todo esto se ocupaban sus hermanas y sobre todo la madre de Jesús. La Virgen y las pías mujeres, junto a los apóstoles, lo prepararon todo del mejor modo. Podemos definir a la Virgen como cocinera, pero también como asistente porque ella ha limpiado y decorado. Imaginad con cuanto amor preparó María la sala para celebrar la Pascua porque, además de Jesús, solo ella sabía para qué serviría y solo ella sabía lo que haría su Hijo; de hecho sabía que Jesús ya estaba en el final de su vida y tendría que afrontar la captura, la pasión y la muerte. Alegría y sufrimiento se alternaban en su corazón, pero no contó nada a sus compañeras, rezaba y era feliz de que el fruto de su trabajo pudiese servir para la solemne Misa que Jesús celebraría.
Cuando Jesús llegó, fue acogido por su madre y por las otras mujeres, las cuales, aunque habían sido invitadas por la Virgen, por reserva y discreción, se reunieron en una habitación contigua para dar a Jesús la posibilidad de hablar una vez más con los apóstoles. El Señor no solo ha dicho lo que se dice en el Evangelio, sino también que celebraría la Eucaristía, ese gran misterio, aquel gran sacramento del que les había hablado muchas veces con anterioridad y les dijo palabras que seguramente les inflamaron. A medida que se acercaba el momento de la institución de la Eucaristía, ¿podía Jesús no tener a su lado a la Madre de la Eucaristía? Él llamó a su madre y la hizo sentarse junto a él. Jesús Eucaristía, Jesús sacerdote, Jesús víctima en la misma persona, tenía a su lado a María que, junto a los demás, recibió la Eucaristía. El amor de la Virgen es siempre sorprendente: de hecho, no olvidó a las pías mujeres y dijo a su Hijo: “Jesús, también mis hermanas serían felices de recibirte” y Jesús permitió también a vuestras antepasadas que estuviesen presentes y recibiesen el gran sacramento de la Eucaristía. En aquél momento, por primera vez, la Iglesia estaba en torno a la Eucaristía en su realidad múltiple de ministros, ya que los sacerdotes y los obispos estaban presentes, habiendo sido ordenados por Jesús, y de los laicos, representados por vosotros. Pero podemos ir más allá y preguntarnos quién animó a los apóstoles a celebrar la S. Misa. Fue la Madre de la Eucaristía la que los envió a repetir el gesto de Jesús, porque la noche el Jueves Santo empezó la gran pasión y el Señor fue muerto; aunque Jesús resucitó y se manifestó algunas veces a los apóstoles, una presencia continuada y perseverante fue la de María que, además de ser madre, como nos gusta llamarla, es también maestra y fue madre y maestra de los primeros obispos, de los apóstoles y de los primeros sacerdotes.
Yo confío todos estos pensamientos a vuestro corazón. Ahora sumergiros completamente en la oración y en la reflexión, elevando un himno de acción de gracias a Jesús precisamente por haberse dado a sí mismo a nosotros de la manera más humilde, más sencilla y más cercana a nosotros, que es la de estar presente bajo las apariencias del pan. Recordad que después de la consagración ya no hay pan, sino que es el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad misteriosa, pero real, de Cristo. Ahora preparémonos para el rito del lavatorio de los pies.