Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 7 mayo 2006
IV Domingo de Pascua (año B)
I lectura: I lectura: Hc 4,8-12; Salmo 117; II lectura: 1Jn 3,1-2; Evangelio: Jn 10,11-18
«En aquel tiempo, Jesús dijo: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, que no es el pastor ni el propietario de las ovejas, en viendo venir al lobo deja las ovejas y huye, y el lobo ataca y las dispersa, porque es un asalariado y no le importan las ovejas.
Yo soy el buen pastor, y conozco mis ovejas y ellas me conocen a mí, igual que mi Padre me conoce a mí, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo otras ovejas que no son de este redil. También a ellas tengo que apacentarlas. Ellas escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor.
El Padre me ama, porque yo doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que la doy yo por mí mismo. Tengo el poder de darla y el poder de recobrarla. Tal es el mandato que he recibido de mi Padre”». (Jn 10, 11-18
Jesús no podía escoger una imagen más hermosa para presentarse a los hombres: la imagen del pastor. En la literatura y en el imaginario popular el pastor es una figura que da tranquilidad, seguridad y serenidad, pues se sitúa como guardián y protector de las ovejas.
Mirad entonces, en un momento en el que necesitamos encontrarnos con auténticos pastores en la Iglesia, Jesús se presenta como modelo insustituible: “Yo soy el buen pastor”. Me gustaría que en estas palabras sintierais verdaderamente el amor que le acompaña y el amor que expresan.
El pastor es aquél que da la vida por sus ovejas, estas son palabras de Jesús y el ofrecimiento que hizo es lo que estamos viviendo en la celebración de la S. Misa: actualización del sacrificio de la Cruz, como sacrificio incruento, que se repite cada vez por voluntad y orden del Señor.
Las ovejas tienen necesidad de asistencia y de palabras, de hecho el que tiene una imagen pastoral y bucólica, sabe que los pastores, y me refiero en este momento a los pastores humanos, se dirigen a las ovejas, les hablan y las reconocen: esto es lo que Cristo quiere hacernos comprender presentándose como pastor. Jesús dice: “Yo conozco a mis ovejas”. No es un conocimiento experimental, ni ocasional o hecho de miradas que se cruzan, Jesús dice: “conozco a mis ovejas” y en este caso indica algo muy alto, es decir: “Yo amo a mis ovejas y mis ovejas me aman a mi”. Este amor lo vemos, lo constatamos, lo encontramos cada vez en el sacrificio eucarístico. Las ovejas son conducidas a los pastos y los pastores saben cuáles son los mejores pastos y el pasto es el alimento que Jesús nos da: “Mi cuerpo y mi sangre es verdadera comida, es verdadera bebida”. Esta es la imagen del pastor que se nos ofrece. Jesús es el pastor eterno de toda la humanidad. No tenemos que pensar que cumplió sus deberes pastorales sólo durante su vida terrena y que después de la ascensión se retiró a una pensión. ¡No! El que piensa esto no está en la verdad. Jesús continúa siendo pastor de los hombres y de la Iglesia, exactamente como cuando caminaba y recorría los caminos y la rutas de Palestina anunciando la palabra de Dios.
Jesús es pastor eterno, presente, insustituible de su Iglesia, es el pastor de todos los pastores. La profecía, que ciertamente llegará a realizarse, de un solo rebaño y un solo pastor, evidencia exactamente esto, habrá un solo rebaño y un solo pastor: Jesús. El que se atribuye el apelativo de pastor, como nosotros los obispos y sacerdotes, tiene que pensar que además de ser pastor en lo que se refiere a los fieles a ellos confiados, tiene que ser al mismo tiempo oveja del único redil, que es el rebaño de Cristo. Por tanto cada oveja, en su especificidad, nunca deja de ser conducida, guiada e incluso amonestada, en caso de que se equivoque o yerre.
El sacerdote es el pastor pero también es oveja, os lo digo con respeto porque antes que nada esta expresión me la atribuyo a mí. Si yo me sintiera solo pastor, usurparía los derechos del Señor, que se presenta como único pastor. Habrá un solo rebaño y un solo pastor, pues bien, ovejas inteligentes y responsable.
Del Evangelio de Juan pasamos a la primera lectura de San Juan, donde encontráis cuál es la definición de ser hijo de Dios.
“Mirad que amor más grande nos ha dado el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos! Por esto el mundo no nos conoce, porque no le ha conocido a Él.
“Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, pero lo que seremos aún no se ha manifestado. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal y como es”. (1Jn 3, 1-2).
“Mirad que amor más grande nos ha dado el Padre…” Este Amor que se ha encarnado, se hecho presente en el Hijo que ha restituido al hombre a su primitiva justicia y santidad, es el amor del Padre que se ha manifestado en el Hijo. Un amor inmenso que nos lleva a una dignidad tan elevada y tan grande que nosotros, mientras estemos en la tierra, somos incapaces de apreciar.
San Juan lo dice: “Desde ahora somos hijos de Dios, pero lo que seremos aún no se ha manifestado”. En esto se ve un dinamismo, un proceso: durante la fase terrena, por tanto, los que aman a Dios, que tienen una estrecha relación con Él, inician una filiación tan grande y elevada que sólo se podrá comprender plenamente cuando estemos en el Paraíso.
Cuando estemos en el Paraíso tendremos mucho más que los dones que Dios ha dado a nuestros padres: los naturales, sobrenaturales y preternaturales. Estad tranquilos, estad serenos y seguros, incluso quien no conoce algunas verdades de fe, en cambio en el Paraíso, cono la visión de Dios, tendrá un conocimiento del misterio de Dios mucho más grande del alcanzado en la tierra. Esto es lo que cuenta, porque solamente en el Paraíso Dios se manifestará tal y como es.
Nadie puede describir a Dios, nadie puede hablar con suficiencia de Dios. Probad, poniéndoos un momento en reflexión delante del tabernáculo donde está presente Dios y empezad a pensar: “Dios mío, si tuviera que describirte a mis hermanos, ¿qué tendría que decir?”. Creo que empezaríamos a balbucear, a pronunciar expresiones que no satisfacen antes que nada a nosotros mismos, porque Dios puede ser comprendido solamente en el Paraíso y ni siquiera en su totalidad y concreción. De hecho, el conocimiento es proporcional al amor, así cuanto más amemos a Dios en la tierra, tanto más podremos conocer a Dios en el Paraíso.
Eh ahí el motivo por el cual Jesús nos ha enseñado, nos ha dado el gran mandamiento del amor y también la Madre de la Eucaristía nos empuja continuamente al amor, porque todo se resuelve en el amor. Todo se pierde si está ausente el amor pero todo se conquista cuando está, incluido Dios y su conocimiento.
Entonces empecemos a acumular este amor, como patrimonio, durante la fase de la vida terrenal, para poderlo después transformar de un manera más amplia, más grande. ¡Esto es lo hermoso del Paraíso! Un conocimiento mejor nos empujará a un amor todavía más alto y entonces habrá este proceso al infinito. Dios es infinito y por tanto inalcanzable, nuestro proceso de conocimiento y amor nunca se acabará, sino que siempre continuará: cuanto más conozcamos a Dios, más amaremos, incluso en el Cielo, por lo tanto, habrá un crecimiento continuo en el amor.
Creo que esto es suficiente para ponernos en condiciones de tener esa expresión en nuestros corazones, esa experiencia que manifestamos en la oración “Jesús dulce Maestro”, cuando decimos “la nostalgia del Paraíso”, es decir desear el Paraíso, con una vida comprometida y seria, que nos lleve a dar lo mejor de nosotros mismos.
Vuelvo a cuanto ha dicho la Virgen hoy: “Esto es hermoso y alegre: amar a los que no os aman”. La comprensión y la explicación la habéis tenido ahora. Amando a quienes nos hace sufrir, ganamos un patrimonio tal, que nos beneficiaremos de él en el Paraíso.
El amor más difícil se dirige precisamente a las personas que nos hacen sufrir, pero esto introduce en nosotros una capacidad, un poder tan alto, que podremos tenerlo presente cuando estemos en el Paraíso. Quizás por primera vez podéis comprender la motivación por la que Jesús nos lleva a amar.
Yo amo a quién me hace sufrir, porque podré gozar y conocerte a Ti, Dios mío, mucho más en el Paraíso: que no nos abandone nunca este pensamiento. Éste es el camino, éste es el conocimiento y el compromiso que tenemos que poner en nuestra vida, aunque por desgracia sea una vida probada, dolorosa y sufrida. Capitalicemos día a día una riqueza que nos servirá un mañana para gozar de Dios de un modo cada vez más creciente. Que esto esté en nuestro corazón y en nuestra mente, sobre todo en los momentos en los que nos encontremos con el sufrimiento.
Sea alabado Jesucristo.