Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 8 febrero 2009
V Domingo del Tiempo Ordinario
I Lectura: Jb 7,1-4.6-7; Salmo 146; II Lectura: 1Cor 9,16-19.22-23; Evangelio: Mc 1,29-39
Es muy común para mí, cuando leo las lecturas de los sábados, tener que elegir cuál de ellas ofrecer para la meditación y reflexión de la comunidad y todas son siempre tan ricas y fértiles en reflexiones que sacrificar una en favor de otra es sumamente difícil. Por eso pido al Señor el don de la síntesis, es decir, buscar un hilo conductor para que todos queden claros según un plan preestablecido.
Empecemos por el Evangelio. No puedo extenderme en todo, pero hay dos detalles que quiero resaltar con vosotros. “Muy de madrugada se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, y allí estuvo rezando. Simón y sus compañeros lo buscaron, lo encontraron y le dijeron: «Todos te están buscando». Él les dijo: «Vamos a otra parte, a los pueblos vecinos, a predicar también allí, pues para eso he venido»!»“ (Mc 1,35-39).
Jesús se levante temprano antes del amanecer, cuando se presupone que los demás aún duermen; sale de casa, busca un lugar desierto y solitario y se pone a rezar, es decir, en conversación con el Padre. Aquí Jesús nos da un gran ejemplo: su oración ha sido siempre de intercesión ante Dios en beneficio de sus hermanos, nunca para sí mismo. Él ha rezado siempre por los demás y ésta es la mejor oración de todas, la que se hace desde el amor y con amor que nos lleva a hablar con Dios de nuestros hermanos.
A continuación Jesús es alcanzado por los apóstoles, Pedro le dice que todos lo están buscando, pero Jesús dice de irse a otra parte porque tiene que predicar. Aquí Jesús nos da una enseñanza que es particularmente válida para nosotros los sacerdotes, pero también para vosotros cuando tenéis que realizar vuestra tarea de enseñar con respecto a vuestros hijos, familiares o amigos: para predicar con fruto la Palabra de Dios debemos ante todo dirigirnos a Dios mismo.
Si todos los sacerdotes hicieran con humildad lo que ha hecho Cristo y siguieran su ejemplo, la predicación sería acogida con más fruto por parte de quien escucha. De hecho, si yo tengo que hablar de Dios, de la gracia y del amor es necesario que antes me dirija a Dios mismo. Desgraciadamente, los sacerdotes, es decir, todos aquellos que de diversas maneras y en diversos grados forman parte de la jerarquía eclesiástica, a menudo, al hablar sólo piensan en sí mismos. Se preocupan por causar una buena impresión, buscan reconocimiento, agradecimiento y aplausos, pero todo eso está mal. Hay que preocuparse de dar la Palabra de Dios a nuestros hermanos y a nuestras hermanas con las explicaciones correctas.
Vuelvo la mirada, con un abrazo, a todos aquellos millones de personas en todo el mundo que el domingo participan en la S. Misa y escuchan la Palabra de Dios. Estos no conocen bien el Evangelio, se comportan cono niños practicando las virtudes cristianas y creen que la santidad es una meta inalcanzable, porque el Evangelio no se les explica con la sabiduría de Dios, ni con la luz que viene de Él. Dios da luz a todos, con tal de que los que tienen que proclamar su Palabra en el mundo se la pidan y no se preocupen sólo de causar una buena impresión. Nosotros los sacerdotes tenemos que tratar de seguir el ejemplo de Cristo, porque nadie más que él ama las almas, a las que se ha dirigido con sencillez. La sabiduría infinita se ha presentado de una manera totalmente accesible para poder ser escuchada por todos; las parábolas no son una invención literaria de Cristo, pero él las ha sabido utilizar sabiamente para hacerse entender por todos.
En la segunda lectura de hoy, Pablo dice: “Porque si predico el evangelio, no tengo de qué sentir orgullo; es mi obligación hacerlo. Pues ¡ay de mí si no evangelizare!” (1 Cor. 9,16).
No es jactancia anunciar el Evangelio. ¿Cuántos sacerdotes siguen esta enseñanza? Los sacerdotes no debemos buscar sobresalir y afirmarnos, sino servir a Dios. Por tanto anunciar la Palabra a los hermanos para nosotros sacerdotes no es una jactancia, sino un deber y una obligación, lo tenemos que hacer de la mejor manera por amor de Dios y en beneficio de los hermanos.
Pablo, después de la famosa caída del caballo en el camino de Damasco, cuando Cristo lo llamó, cambió totalmente su actitud hacia Cristo. Me gustaría dirigir a los predicadores del Evangelio aquel “ay” que Pablo se dirige a sí mismo.
El Evangelio tiene que ser anunciado en su totalidad con vivacidad y riqueza, de lo contrario lo empobreceremos. No tenemos que sobreponer a la Palabra de Dios nuestras palabras, sino que nuestras palabras tienen que ser una base sobre la que se colocan las palabras de Dios, que son las únicas válidas, importantes y valiosas.
“Si hiciera esto por propia voluntad, merecería recompensa; pero si lo hago por mandato, cumplo con una misión que se me ha confiado. ¿Cuál es, pues, mi recompensa? Que predico el evangelio y lo hago gratuitamente, no haciendo valer mis derechos por la evangelización” (1 Cor. 9,17-18). Aquí Pablo hace una distinción y demuestra la importancia de la llamada. Quien sea enviado por el Señor a predicar no debe exigir recompensa alguna de los hermanos. Por desgracia, ocurre exactamente lo contrario. Es triste que a medida que envejecen los sacerdotes, más se apegan al dinero con la banal justificación de que tiene que pensar en la vejez, mientras que yo creo que es mucho más importante y urgente pensar en la eternidad.
Tened presente que el mejor modo para multiplicar el dinero es el de darlo a los pobres, porque Dios no dejará que os falte lo que habéis dado, lo que sobre todo hemos dado nosotros sacerdotes. ¿Cuál es, pues, mi recompensa? Que predico el evangelio y lo hago gratuitamente, no haciendo valer mis derechos por la evangelización” (1 Cor. 9 18). Pablo se pregunta cuál es su recompensa, pero es una pregunta retórica porque él conoce perfectamente la respuesta que da inmediatamente después: la de anunciar gratuitamente el Evangelio. Los sacerdotes si queremos servir verdaderamente a la Iglesia y hacer que pueda renacer, no debemos pensar ni en el interés ni mucho menos en las ganancias.
Ahora vayamos al libro de Job. Éste no es judío, es una persona piadosa y muy rica y ni él ni las personas con las que habla pertenecen a la población judía. Es un libro importante porque, además de ser hermoso desde el punto de vista literario, trata del problema del dolor y de la presencia del bien y del mal en el mundo. A veces hay una actitud de sorpresa y escándalo que también nosotros hemos destacado: ¿cómo es que triunfan los malos y perecen los buenos? El libro de Job no da la respuesta a esta angustiosa pregunta, pero está presente en el libro de la Sabiduría: el bien realizado por los buenos no se pierde aunque aparentemente parecen derrotados. Éstos son los verdaderos vencedores porque tienen la luz, el reino de Dios, o el bien que concierne a la eternidad. Puedo deciros que Dios no se niega a sí mismo. De hecho, hace pocos días durante uno de nuestros repetidos coloquios con Él junto a Marisa, Le he preguntado lo mismo: “Dios mío, ¿pero es posible que tus enemigos, que son nuestros enemigos, tengan que triunfar y mostrarse tan orgullosamente satisfechos al mundo?” y la respuesta fue la misma: “Estos no me gozarán nunca, el Paraíso para ellos está cerrado y para vosotros está abierto”. Este es el modo de razonar de Dios, pero yo añado que no debemos esperar el premio en la eternidad. Jesús lo ha prometido también durante la vida. A nosotros Dios, Jesús y la Virgen nos han asegurado la recompensa también durante la vida terrena, pero entretanto sigamos a Job en el sufrimiento. Este profeta se lamenta, dice cosas sabias y hace reflexiones muy valiosas; pero tengo que señalar que entre nosotros y él hay una diferencia abismal: Job, aunque no era judío, tenía a su disposición la ley, pero no tenía la gracia porque la Redención aún no se había realizado, que cambió completamente las relaciones entre Dios y el hombre. Por lo tanto en Job pudo haber sufrimiento igual, menor o mayor que el nuestro, pero no ha habido el mismo apoyo de gracia que tenemos nosotros. Él, que tenía hijos, ganado y amigos, estuvo privado de todo y nosotros podemos decir que vivimos una situación equivalente porque por nuestras elecciones también nosotros nos hemos visto privados de familiares, amigos, conocidos y éxitos humanos; sin embargo, como ya os he dicho, no se sacrifican, sino que se devolverán en el momento oportuno. Así podemos secar con razón las lágrimas de Job porque sufre y no hay nada más para él; en cambio, nos encontramos en otra situación: podemos sufrir y llorar, pero también debemos enjugarnos las lágrimas porque llegará el momento en que finalmente, y ojalá que no sea demasiado tarde, Dios lleve a cabo sus planes.
Por ahora, como Job, podemos pasar noches en vela, podemos sentirnos aplastados, humillados y tratados como esclavos, pero llegará el momento de la rehabilitación. No nos atrevemos a pedir subir al carro del vencedor, que es Cristo, pero con razón podemos pedir estar cerca de él en el momento de su triunfo, porque nadie puede decir más que nosotros que estuvo cerca de Cristo en el momento de la prueba, en el momento de la maldad, en el momento de la calumnia y la persecución. Así que si hemos estado cerca de él en el dolor es justo que también lo estemos en la alegría, pero el compromiso de doblegarse a la voluntad de Dios debe estar siempre presente en nosotros.
Hoy, a través de la Virgen, Dios ha pedido la participación en una nueva misión que ni yo ni Marisa conocemos. Si Dios quiere darla a conocer, dependerá de Él; no importa saber cual será, pero ciertamente es algo importante, grande, verdaderamente válido, de otro modo Dios no habría pedido públicamente un compromiso. Así que echemos sobre nuestros hombros también este nuevo compromiso con la esperanza, que no tiene que abandonarnos nunca, de que todo este cúmulo de oraciones, ofrendas, florilegios y sacrificios pueda volver, como es lógico y justo esperar, para nuestro beneficio y por la realización de aquellos planes que son más queridos por Dios que por nosotros.
Os puedo asegurar que el Señor está cansado de ver la Iglesia reducida a esta situación que conocéis. Dios anhela limpiarla de nuevo, para que pueda ser madre y maestra del mundo entero. Pero hoy, desde un punto de vista humano, no desde un punto de vista divino, es decir, en cuanto a las responsabilidades de los hombres, las condiciones aún no son favorables para la realización de este plan. Dios nos ha dicho muchas veces que si quisiera podría intervenir e inmediatamente girarlo todo, pero quiere que los hombre lleguen a Él pasando a través del compromiso humano, que se llama conversión, cambio y transformación. Dios está esperando esto y también puede ser solicitado por nuestro compromiso y nuestra participación, pero recordemos que no estamos solos en el cumplimiento de esta misión, porque siempre está presente con nosotros aquella a quien amamos e invocamos con el título más querido por Dios, que es Madre de la Eucaristía. Que Ella entregue muy pronto a Jesús a toda criatura en el mundo entero, porque donde está Jesús hay bondad, verdad y amor.
Alabado sea Jesucristo.