Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 8 de junio 2008
I Lectura: Os. 6,3-6; Salmo 49; II Lectura: Rm. 4,18-25; Evangelio Mt 9,9-13
Hermanos, Abrahán, apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchos pueblos, tal y como Dios había dicho: Así será tu descendencia. Su fe no decayó, aunque veía que su cuerpo estaba ya sin vigor al tener casi cien años, y que el seno de Sara estaba ya como muerto. Ante la promesa de Dios no dudó ni desconfió, sino que se reafirmó en la fe, dando gloria a Dios, bien convencido de que él es poderoso para cumplir lo que ha prometido, por lo cual le fue también contado como justicia. Eso de "le fue contado" no se escribió solamente por él, también por nosotros, a quienes se ha de contar; a los que creemos en el que resucitó a Jesús, nuestro Señor, de entre los muertos, el cual fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. (Rm 4,18-25)
Tenéis un extracto de la Carta de San Pablo apóstol a los romanos, y os habéis alegrado porqué, participando en el encuentro bíblico el pasado viernes por la tarde, comprendisteis los maravillosos conceptos y las verdades altísimas contenidas en este fragmento de una carta extremadamente importante para nosotros. Hoy no lo examinaremos, lo siento por quien no estaba presente en el encuentro bíblico, pero nos detendremos, de todos modos, para reflexionar sobre la Palabra de Dios, ya que es tan grande, hermosa y profunda, que cualquier fragmento se presta a reflexiones profundas y oportunas para nuestra vida espiritual.
Esforcémonos en conocer al Señor, es cierta como la aurora su venida. Vendrá a nosotros como viene la lluvia, como la lluvia de primavera que fecunda la tierra. ¿Cómo he de tratarte Efraím? ¿Cómo he de tratarte Judá? Vuestro amor es como una nubecilla matinal, como el rocío que al alba se derrite. Por esto te hice pedazos por medio de los profetas, te he matado con las palabras de mi boca, y mi justicia brota como la luz. Porque yo quiero amor, no sacrificios: conocimiento de Dios, y no holocaustos. (Os 6, 3-6)
Oseas es un profeta poco conocido, uno de los doce profetas menores. El adjetivo “menores”, en este caso, no indica una menor importancia respeto a los demás, sino que significa que Oseas y los otros once profetas que forman parte de tal categoría, han escrito poco, mucho menos respecto a los que han escrito muchísimo como Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel. Sus escritos son breves y Oseas, el de los doce, es el más antiguo. Profetizó durante veinticinco años, alrededor del 725 al 750 y, como todo profeta, tiene su característica: de hecho, es el profeta que se destaca de los demás porque fue obligado por Dios a profetizar el fin, al menos momentáneamente, y la destrucción del reino de Israel, que será eliminado, derrotado y esclavizado por los asirios. Para los judíos este es un discurso inaceptable ya que, a pesar de sus debilidades, sus traiciones, y han hecho varias, a pesar de su alejamiento de Dios, se han considerado siempre el pueblo privilegiado, los predilectos del Señor. Ay de aquellos que se sientan así y después no corresponden con un compromiso. Podemos definir también a Oseas como el profeta del amor: ha tratado el amor en sus varios tonos de modo tal que, en sus escritos, parece verter su experiencia personal; de hecho, por aquellos que le conocieron, es considerado como una persona llena de gran carga emocional, afectiva y, a veces, apasionado y en el amor, todo esto hace que sea una relación viva y vital. Ahora detengámonos a reflexionar sobre el motivo por el cual Israel ha sido, en diversas ocasiones, conquistado y hecho esclavo por los enemigos, y además paganos. Oseas, profeta del amor, da una explicación sencilla basada sobre el hecho de que Israel no ha amado a Dios cuanto lo habría tenido que amar y lo dice de un modo muy claro comparando el amor del pueblo judío a algo poco consistente. “Vuestro amor es como una nubecilla matinal”. Oseas no dice que no exista, sino que es escaso, es como el rocío del alba que se esfuma. El rocío tiene vida breve, bastan los primeros rayos del sol, el primer calor matutino para que se desvanezca. Si el amor es escaso, evidentemente, lo que se da a Dios es escaso. A Dios se da amor en proporción del amor que tenemos, si tenemos un gran amor, a Dios le damos mucho, si tenemos poco amor, a Dios le damos poco; pero Dios no puede conformarse con poco, Dios ha de ser amado con todo el ser. El Señor debe ser la cúspide de la jerarquía del amor que tenemos ya que cuanto más fuerte, constante y robusto sea nuestro amor hacia Dios, más fuerte, constante y robusto será el amor que tenemos y mostramos a los demás, comenzando con los que están más cerca de nosotros: nuestra familia. Solamente Dios puede garantizarnos el amar a nuestra mujer, nuestro marido, a los hijos, a los amigos, a la comunidad. Si amamos a Dios, Él nos dará tanto amor que podremos derramarlo en el corazón de todas las personas y, además, habrá siempre un anticipo de amor que después nosotros podemos devolver a Dios. Este amor que viene a nosotros lo expandimos, lo difundimos a los demás y después vuelve a Dios. Muy significativo, con respecto a la afirmación de Dios: “Amor quiero y no sacrificio”. Empezad a daros cuenta de lo mucho que las Cartas de Dios están impregnadas de la revelación pública: “Primero aprended a amar después, rezad”. “Amor quiero y no el sacrificio”, son dos frases que tienen el mismo significado. Este debe ser el punto fijo de nuestra vida.
“En aquél tiempo, al salir de allí, Jesús vio a un hombre, llamado Mateo, sentado en la oficina de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió. Y estando en su casa a la mesa, muchos publicanos y pecadores vinieron y se pusieron a la mesa con Jesús y sus discípulos. Los fariseos, al verlo, decían a los discípulos: «¿Por qué vuestro maestro come con los publicanos y pecadores?». Jesús los oyó y dijo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id y aprended lo que significa: Misericordia quiero y no sacrificios; pues no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores». (Mt 9,9-13).
En el fragmento leído hoy Jesús, en el mismo día, da dos sonoras bofetadas a los que no amaban: los hipócritas y los fariseos. El que ama no finge ni recita ni mucho menos se expone, ama y basta, aunque ninguno lo sepa, aunque nadie lo vea, aunque nadie se entere, porque, para el que ama es suficiente la aprobación de Dios, la única que cuenta. Los fariseos, a los que les gustaba tener seguidores, tener discípulos, y cuantos más tenían más importantes se sentían, no habrían aceptado nunca, entre sus propios seguidores, uno catalogado públicamente como pecador. Jesús se comporta de manera diametralmente opuesta y llama a Mateo. Me gustaría que hoy vierais la llamada del apóstol en esta luz y en esta óptica. Obviamente hay la generosa adhesión por parte de Mateo que llegará hasta el martirio, pero lo que deseo subrayar y que, nunca ha sido puesta de manifiesto, es la lección impartida por el Señor. Después de esta primera lección, Jesús da a los fariseos incluso una segunda lección, un segundo bofetón. Cuando se sienta a la mesa, a su lado están los pecadores, y los habituales falsos hipócritas se escandalizan; también en este caso, muestran que son cobardes al no dirigirse directamente a Jesús, sino a los apóstoles: : «¿Por qué vuestro maestro come con los publicanos y pecadores?». Los apóstoles se lo cuentan a Jesús, el cual responde: “Misericordia quiero y no sacrificios”, “Amor quiero y no sacrificios”. El amor es una realidad polivalente, de mil facetas, y una de estas es la misericordia. La misericordia es amar, perdonar, ayudar y respetar a los que se equivocan. La misericordia es una derivación del amor, no puede haber misericordia si no hay amor. Aquí Jesús habla de sí mismo, quiero enseñarnos que, si él perdona nosotros que somos pecadores, con mayor razón, entre nosotros, tenemos que tener el mismo comportamiento que él hacia nosotros, que somos débiles y pecadores. Nosotros, por tanto, tenemos que mostrar misericordia hacia nuestros hermanos, con más razón del mismo Jesús, en cuanto estamos todos al mismo nivel. Jesús en cambio, está en un nivel infinito, inmenso e inconmensurable. Por esto dice: “Misericordia quiero y no sacrificio”. Tener misericordia significa ponerse al lado de los débiles, de los frágiles, de aquellos que tienen necesidades, sin ostentaciones, con delicadeza, sin hacer sufrir, sin hacer avergonzar aquellos hacia los que mostramos nuestros sentimientos y nuestro afecto, acordándonos siempre, y esto es hermoso y maravilloso, que Jesús dice: “Yo he venido por los pecadores”. Todos somos pecadores, pero con esta frase Cristo quiere decir aquellos que hacen enmienda y que se reconocen como tales. Cuando el hombre se reconoce y se siente pecador, Jesús lo coge en brazos, lo levanta más y más alto, cada vez más cerca del trono de Dios. Por lo que respecta a los demás, la respuesta nos ha sido proporcionada y está contenida en la parábola del fariseo y del publicano, de la que los fariseos salen con un pecado más sobre su conciencia: el orgullo. Al Señor no le gustan los comportamientos de superioridad con respecto a los demás, Cristo ha enseñado la fraternidad, quiere la fraternidad, la exige y, en la Iglesia, tiene que volver a ser preeminente la fraternidad. Fraternidad no significa no reconocer la diversidad de los servicios, sino que quien quiera ser el jefe que siga el ejemplo de Cristo y sirva. Jesús no ha dicho nunca que dominemos, son los poderosos de la Tierra, los reyes los que dominan; sus seguidores no tienen que dominar y, en el momento en el que un sacerdote, un obispo, un cardenal y otros dominan, podéis decir: “Tú no eres un auténtico siervo de Dios”, y podemos añadir: “Vete Satanás, porque en ti está la raíz de orgullo y de la soberbia”. Esto es el cristianismo, queridos míos. Hasta no hace mucho os he hablado del cristianismo usando tonos más dulces, suaves, pero es hora de acabar, ha llegado el momento de Juan el Bautista, ha llegado el momento de las denuncias que el mismo Cristo ha hecho, ha llegado el momento en el que, ante el mal, de cualquier parte venga, no podemos inclinar la cabeza, o ponerla debajo de la arena, sino alzarla y decir: “Esto no puede decirlo, esto no puede hacerlo”. Esto significa ser apóstoles. Nos asombramos y respetamos a los mártires y Dios nos llama también a esto: a un martirio más valeroso y más sufrido que el de los mártires que han dato la vida y, en poco tiempo, los han matado. A nosotros Cristo nos pide, no solo a nosotros como comunidad, sino a todos los cristianos, un testimonio fuerte, valeroso y perseverante. Si tenemos la constancia de hacerlo, como hemos visto en la carta de San Pablo, la constancia genera virtud probada, la virtud probada genera la esperanza. Estamos en el año de la esperanza y aprovechemos esta circunstancia para refrescar esta virtud teologal, porque solo cuando esté verde y florida, Dios sonreirá y dirá basta: “Preparaos porque yo vengo en medio de vosotros de manera poderosa y milagrosa”.
Sea alabado Jesucristo.