Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 9 abril 2009
Cena del Señor (Año B)
I Lectura: Es 12,1-8.11-14; Salmo 115; II Lectura: 1Cor 11,23-26; Evangelio: Jn 13,1-15
Nosotros somos la única comunidad, aunque pequeña, semejante al cenáculo en todos sus componentes. En el cenáculo estaban Jesús, la Madre de la Eucaristía, los apóstoles ordenados por Jesús y las pías mujeres, que por intercesión de la Virgen, fueron admitidas para participar en el Misterio Eucarístico. Pues bien, también aquí están presentes estos cuatros componentes. Jesús ahora está presente en espíritu, como Él nos ha prometido: "Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20), pero dentro de poco estará realmente presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Está presente la Virgen porque, como nos ha dicho tantas veces, está al lado del Obispo cada vez que celebra la S. Misa. Está presente, y lo digo con un poco de apuro, el único Obispo ordenado directamente por Dios después de los apóstoles, y finalmente están las pías mujeres. Por tanto, en nuestra pequeña comunidad están presentes todos los elementos para vivir auténticamente, como ha dicho la Virgen, el gran momento de la última cena.
En esta celebración revivimos dos grandes sacramentos y el gran mandamiento del Amor: el Sacerdocio es en función de la Eucaristía y la Eucaristía da fuerza al Sacerdocio. Estos dos dones, de hecho, están como protegidos y rodeados por el gran mandamiento de Jesús: la Eucaristía es amor y se comprende sólo con el amor. La Encarnación y la Pasión de Cristo, Hijo de Dios, son comprensibles sólo a la luz del gran Amor de Dios por el Hombre.
Os hago una confidencia: durante la oración de la mañana con Marisa, cuando le hago al Señor una petición espontánea, está siempre presente la Virgen y últimamente interviene también Dios Papá. Cuando está presente Dios Padre, está presente también la Santísima Trinidad: Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, así que esta mañana, dirigiéndome a Jesús, he dicho: "Querido hermano, Te felicito porque hoy es Tu fiesta, Te doy gracias en nombre de toda la Iglesia y de todos los sacerdotes por habernos hecho participar de Tu sacerdocio y deseo que Tú puedas ser cada vez más conocido y amado". Después, dirigiéndome a la Madre de la Eucaristía, he añadido: "Vosotros los del Paraíso nos habéis enseñado que cuando es la fiesta del Hijo, es también la de la Madre y así también a tí, querida Madre del cielo, te felicito para que puedas, junto a tu Hijo, pero subordinada a Él, porque este es tu profundo deseo, ser conocida y amada".
Hoy en la Iglesia están presentes el conocimiento y el amor a Jesús Eucaristía y a la Madre de la Eucaristía, pero tienen que ser fomentados aún más. Somos nosotros los que tenemos que amarlos más, tenemos esta responsabilidad, no pensemos en los otros.
Esta tarde, en la oración final del S. Rosario, que hemos recitado privadamente Marisa y yo, me he felicitado a mí mismo, al Obispo ordenado por Dios, para que pueda parecerme cada vez más a Jesús, como Sacerdote y víctima; he felicitado también a Marisa para que pueda parecerse cada vez más a la Virgen.
Esta tarde las felicitaciones están dirigidas a cada uno de vosotros, para que podáis conocer y amar cada vez más a Jesús.
Los vínculos entre el Obispo, la Víctima y cada miembro de la comunidad no se romperán nunca, mientras vosotros los mantengáis unidos. Aunque Marisa esté en el Paraíso y el Obispo esté en otro sitio, recordad que vuestro deber es dar testimonio con fidelidad, generosidad y humildad delante de Dios y del mundo entero, de que el renacimiento y la renovación de la Iglesia han empezado desde este lugar. Hoy os doy este mandato.
El fin de vuestra misión es defender y amar la Eucaristía. Los hombres de la Iglesia no han aceptado los milagros y por desgracia los han ensuciado y han ironizando sobre ellos. Si no se arrepienten, Dios será duro e inflexible con ellos. El Señor, de hecho, ha dicho: "Ay del que hable mal de mi Obispo" y este "Ay" se vuelve aún más fuerte contra los que han profanado la Eucaristía. Si no se arrepienten antes de encontrarse con Dios, no se podrán salvar.
En el fragmento del Evangelio de hoy Pedro no quería que el Maestro le lavara los pies, pero Jesús le dijo: "Lo que hago ahora tú no lo entiendes, pero lo entenderás más tarde" (Jn 13, 7). Pedro comprendió el significado de todo eso cuando empezó a ejercer el papel de papa, viviéndolo con espíritu de servicio, no con deseo de poder, triunfo o de superioridad en relación a los demás.
Hoy, sin embargo, si hacéis una observación a un vicario o a un sacerdote, os echan diciendo: "¿Quién es usted para decirme esto?, ¡yo he estudiado!"
Entonces Pedro, en el patio del sumo sacerdote, traicionó a Jesús. A mí no me gusta la expresión "traicionó"; de hecho Pedro tuvo miedo, porque en aquél momento se encontró solo. Si vosotros hoy os encontraseis en la misma situación, es decir, tuvieseis que defender solos el lugar taumatúrgico mientras todos los otros os acusan, muchos de vosotros os comportaríais como Pedro.
A pesar de esta debilidad, Jesús no se sintió traicionado por el apóstol, más bien lo confirmó: "Simón de Juan, ¿me amas más que estos?" (Jn 21,15). La Iglesia tiene que ser gobernada por pastores santos, no perfectos, porque sólo Dios es perfecto, pero santos.
Hoy, por desgracia, muchos sacerdotes en lugar de tener la fisonomía del buen pastor, tienen la fisonomía del mercenario. Estos buscan el honor, los privilegios, las riquezas y el poder y se sirven de la Iglesia para alcanzar sus aspiraciones. La gran enseñanza del lavatorio de los pies, que dentro de poco también nosotros repetiremos, significa, sin embargo, que nosotros los sacerdotes tenemos que servir a la Iglesia. De hecho, sería una ceremonia vacía y estéril si cada año se repitiese este rito sin entender el significado.
La Iglesia tiene que renacer y volver a ser como la primitiva. Los apóstoles tenían sus defectos y límites, que por desgracia se manifestaron también durante la última cena, cuando disputaron para designar el que sería el primero y luego dejaron solo a Jesús en Getsemaní. Pero después fueron todos mártires y padecieron luchas, persecuciones y crueldades. Alguna vez, la Virgen nos ha hablado de estas duras pruebas y nos ha contado que los apóstoles siguieron adelante a pesar de sus limitaciones, incluso si estaban cansados y apurados.
El 6 de agosto del año pasado, el día de la fiesta de la Transfiguración del Señor, cuando Pablo VI y Juan Pablo I fueron introducidos en el Paraíso de la Visión Beatífica, pasando desde el Paraíso de la Espera, Dios me preguntó: "¿Me amas tú más que estos?".
Esta pregunta me emocionó y comprendí el significado en un segundo momento. Dios puede dirigir la misma pregunta a cada uno de vosotros: "¿Me amas tú más que estos?" Cada uno de nosotros tiene una capacidad de amar diferente de los demás, sin embargo hemos sido llamados por Dios para que, utilizando todo nuestro potencial, perfeccionemos el modo de llegar a amar a Dios tanto como sea posible, por lo tanto el significado de la pregunta es: "¿Me amas con todas tus fuerzas?"
Cada uno tiene sus propias fragilidades y debilidades, pero si hay amor, hay también otras tantas acciones asombrosas. De este modo, os dais cuenta de la diferencia abismal que hay entre el modo de juzgar de Dios y el de los hombres. Si, por ejemplo, el Obispo realiza un acto de impaciencia, os volvéis fariseos y os escandalizáis, mientras que Dios no tiene nada que objetar.
Muchas personas, hacia las cuales, a veces, no tenemos ni estima ni admiración, para Dios, sin embargo, son verdaderamente santas. Es la Eucaristía la que da la fuerza, el valor y la luz para cambiar incluso el modo de pensar.
Cuando el Señor llama a una persona, no mira la inteligencia, la cultura, la riqueza, la posición social, el cargo eclesiástico o político que ocupa, sino sólo si el hombre ama o si hay un poco de amor en su corazón.
Muchas veces, como sacerdote y Obispo, me he sentido solo, traicionado y abandonado de mis hermanos y, creedme, me ha pesado mucho. No imagináis ni mínimamente cuanto hablo yo de mis hermanos a Dios, sobre todo de mis compañeros de seminario; rezo por ellos y cada Jueves Santo celebro la S. Misa para todos mis hermanos vivos y muertos.
En estos días de Semana Santa, en los que noto con más fuerza el sentido de la soledad, el Señor me ha dirigido diversas palabras, pero la más hermosa de todas es que en cada S. Misa celebrada por mí, se convierte en el sacerdote. No tendría que sentirme solo, por lo tanto, porque si con los ojos del alma miro atrás, veo centenares de sacerdotes a mi lado.
Hoy he hecho un discurso muy amplio, porque en mi corazón es como si latieran y se encendieran muchas luces al mismo tiempo, que no soy capaz de describir. Dios inunda mi alma como con rayos de luz, que tengo necesidad de analizar para explicároslo como me gustaría.
Termino confiando la Iglesia a la Madre de la Eucaristía y le pido que alargue su manto sobre ella. Deseo que Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, alargue sus brazos y ponga bajo su protección a todos los que la componen. No me refiero solo a la Iglesia institucional, sino también a la espiritual que abarca a los hombres de todas las razas, las religiones, las culturas y las condiciones sociales, y que tendría que ser una anticipación de la Iglesia Triunfante.
La Iglesia Triunfante está en el Paraíso, donde hay musulmanes, sintoístas, budistas y miembros de otras religiones. Aquí en la Tierra está la Iglesia Temporal, que tiene que parecerse a la Iglesia Triunfante. Eh ahí una nueva expresión: la Iglesia Espiritual, que abarca a todos los hombres que, independientemente del credo, de la raza y de todo lo demás, perseveran en amar al Señor.
La Virgen nos ha dicho que los ángeles han llevado la Eucaristía a los lugares de los terremotos, más devastados, como l'Aquila, Paganica y Onna; ésta podría no ser la primera vez que ocurre esto, más bien la Eucaristía es llevada continuamente del Paraíso a la Tierra porque con su presencia divina pueda santificar cada rincón. Quizás es ésta la tarea de los ángeles custodios: recibir de Dios la Eucaristía para llevarla a la Tierra. Recordad que Dios, con su sola Presencia, bendice y concede gracias y todo eso es motivo de consolación y alegría.
Ahora retomemos la celebración con el momento del lavatorio de los pies. Así como Cristo lava y limpia los pies de los apóstoles, pueda también lavar y limpiar el alma de todos los miembros del Clero y de todos los fieles de la Iglesia espiritual, para que se realice realmente lo que ya fue secundado en el Concilio de Trento: la renovación espiritual en el vértice eclesiástico y entre los fieles.