Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 11 enero 2009
Bautismo del Señor
I Lectura: Is 55,1-11; Salmo: De Is 12; II Lectura: 1Jn 5,1-9; Evangelio: Mc 1,7-11
El Obispo habla al inicio de la Santa Misa
Hoy celebramos el aniversario del anuncio, por parte de Dios, del Triunfo de la Eucaristía, del Obispo de la Eucaristía y de la Víctima de la Eucaristía, a toda la humanidad. Yo me comprometo públicamente, a hacer que el 10 de enero de cada año pueda ser introducida en la Iglesia esta fiesta. En la Iglesia existen fiestas, a mi parecer, más pequeñas y modestas. Por ejemplo, el 9 de noviembre es la fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan, el 17 de septiembre es la fiesta de los estigmas de San Francisco, el 7 de octubre es recordada la victoria de Lepanto por parte de los cristianos sobre los musulmanes. Pero estas fiestas y las otras palidecen frente a esta fiesta, que tendrá que ser introducida en la Iglesia.
Hace varios años, cuando la Virgen nos dijo que la historia de la comunidad entraría a formar parte de la historia de la Iglesia, nos sorprendimos y no lo creíamos plenamente, no porque dudásemos de sus palabras, sino porque nuestras dudas eran sobre nosotros mismos. De hecho, nos parecía absurdo que la historia de un pequeño grupo de personas pudiera convertirse en parte de la historia ya milenaria de la propia Iglesia. Y sin embargo es así, no se puede silenciar una intervención por parte de Dios tan grande y secundaria solo a la redención obrada por Cristo. Ante esta fiesta las otras deberían ceder el paso, porque aquí hay una acción directa por parte de Dios. Si en las otras fiestas pudo haber un simple consentimiento de Dios, aquí, en cambio, hay realmente una acción entendida en el más estricto término. Así pues un mañana, cuando Dios querrá, esta fiesta será celebrada no solo aquí en el lugar taumatúrgico con las pocas personas que forman parte de esta comunidad, sino en toda la Iglesia. Toda la Iglesia celebrará esta victoria y este triunfo. No debemos ser celosos, ni comportarnos como aquellos obreros de la parábola evangélica de la primera hora. Sí, es verdad, somos los obreros de la primera hora, pero debemos alegrarnos del hecho de que también otros se añadan a nosotros cada vez más numerosos, cada vez más entusiastas dando gracias y alabando a Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. Gracias, reemprendamos la Santa Misa.
Homilía
Estos tres fragmentos que acabamos de leer evidencian el estilo de Dios. ¿Y cuál es el estilo de Dios? Es la discreción, el silencio y la humildad. El evento esperado durante siglos, es decir, la Encarnación, ocurre en plena desatención por parte de todos. ¿Quién es el que es admitido a ser partícipe? Los sencillos y algunos personajes importantes y poderosos: los magos. Estos últimos, sin embargo, son humildes y realmente pertenecen a los puros y sencillos de corazón. El Triunfo de la Eucaristía, después de la redención, es la realidad más grande realizada por Dios. El Señor, ¿a quién se dirige para hacer triunfar la Eucaristía en toda la Iglesia? A pocas personas, sencillas personas: inicialmente a un sacerdote y a una muchacha, a continuación a un obispo y a una vidente, dos personas humildes, sencillas y que, como habéis oído hoy en la carta de Dios, no son siquiera conscientes de lo que han hecho, porque el mérito de todo esto es exclusivamente de Dios.
Eh ahí de donde nace mi gratitud y la de Marisa: Dios nos ha tomado y nos ha llevado a una altura tan elevada que nunca habríamos alcanzado por nosotros mismos, con nuestras propias fuerzas: éste es el estilo de Dios. Otros eclesiásticos luchan, se fatigan, realizan incluso cosas sucias con tal de llegar a lo alto, mostrando poder, vanidad, soberbia, pero todo esto no es de Dios. Por desgracia, todos estos comportamientos están todavía presentes en muchos miembros de la Iglesia y sobre todo en los grados más altos de la jerarquía eclesiástica. Entonces ¿es Dios el que se tiene que amoldar al estilo de los hombres o son los hombres que tendrían que amoldarse al estido de Dios? Nosotros hemos aceptado y vivido el estilo de Dios. Diciendo nosotros, no solo indico a Marisa y a mí, sino también a vosotros. Siempre he dicho que la garantía del éxito de todo lo que Dios ha hecho, sirviéndose de nosotros, es la humildad: ninguno de los dos ha codiciado los altos cargos. ¿Y qué ha ocurrido? Dios mismo nos ha llevado a lo alto: ved verdaderamente la grandeza de lo que Dios ha realizado. Lo confirmo otra vez; ninguno de nosotros tiene clara la grandeza del Triunfo de la Eucaristía. No podemos comprenderla porque, ante todo, es una obra de Dios. Por tanto es tan grande que la inteligencia humana no llega a comprender la grandeza, percibe solo algún efecto y ve algún signo. Entonces he pedido al Espíritu Santo que nos ilumine para dar un paso más en la comprensión de lo que Dios ha hecho y que nos ayude a ser instrumentos humildes, pequeños, pero, y esto lo subrayo, escogidos por Dios.
Pidamos al Espíritu Santo esta luz y esta capacidad de comprensión; vivamos en la sencillez que ha caracterizado siempre nuestro ser porque, cuánto más sencillos seamos, más seremos llevados en alto, no según el juicio humano, sino según el divino. Los que han sido condenados, humillados y que han sido objeto de vituperio, escarnio y burla serán llevados en alto mientras que los que los han combatido, tratando incluso de eliminarlos, serán echados fuera de Dios.
En la medida de lo posible, miremos hacia adelante con confianza y serenidad y hoy demos gracias a Dios. Marisa y yo podemos decir, como Nuestra Señora: "¡Grandes cosas ha hecho el Todopoderoso en mí!". Hemos hecho grandes cosas, porque Él así lo ha querido. El don del episcopado, querido directamente por Dios y el Triunfo de la Eucaristía, son intervenciones grandiosas, que habrían tenido que sacudir incluso las mentes de los más poderosos. No tengo miedo de afirmar que, si el Señor me hubiera dejado la elección de indicar a una persona como instrumento de esta obra maestra, ciertamente no me habría elegido a mí. Y vosotros sabéis que cuando hablo soy sincero, profundamente sindcero. Esto ha querido el Señor, yo no puedo hacer nada, Marisa no puede hacer nada y vosotros aún menos.
Meditad y gustad todo lo que os he dicho: esto es lícito hacerlo. No hablaré más, estad tranquilos.