Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 11 de junio 2008
Escuchar a Cristo que llama a las almas es tremendo. No he querido que se leyeran los versículos de la Resurrección porque, en este momento, estamos en plena pasión. Una carga enorme nos ha golpeado y nos golpea cotidianamente en las espaldas, probadas y cansadas con un cuerpo ahora frágil y consumido. Os hablaba de Abraham, pero quiero tomar prestadas las palabras de Jesús, cuando dijo: “La reina vino de los confines de la tierra para conocer a Salomón”; y aquí hay algo más que Salomón, creo yo. Aquí hay alguien que ha tenido pruebas más dolorosas y tremendas que las de Abraham, como ocurrió ayer. No es el momento de hablar, he hablado mucho, quizás demasiado. Es el momento de rezar y de suplicar a Dios: es este el motivo por el cual, incluso yendo contra una disposición litúrgica, he querido que Jesús presente en la Eucaristía que ha sangrado, estuviese con nosotros desde el inicio. Sé perfectamente que encima del altar Cristo está presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad desde el momento de la consagración, pero este es el mes dedicado a Su corazón y quería que nuestros corazones se dirigieran, ahora, directamente al suyo. Para ser mártires y tener la palma del martirio no hace falta derramar físicamente la sangre, hay muchos martirios que, sin haber derramado ni siquiera una gota de sangre, han sido cortados, triturados, machacados por el dolor y el sufrimiento, pero es humano decir, como Cristo en Getsemaní: “Pase de mía esta cáliz”. Él lo ha bebido, pero después de ni siquiera veinte horas ha vuelto al Padre. Puede suceder que Dios pida a alguien que beba el amargo cáliz, y no una, sino varias veces, y aunque se lo haga beber a sorbos, en momentos diferentes, es siempre el mismo cáliz. Con una diferencia: después de haberlo bebido pueden pasar semanas, meses, años, decenios y la situación sigue siendo la misma. Este es el momento de la oración. Es inútil que yo ahora os hable, sólo pondría amargura en vuestros corazones, hablad vosotros a Jesús y, el que quiera, que venga aquí, el que pueda que se arrodille, el que no pueda que se quede de pie y rece en voz alta. Pocas veces os he pedido así con tanta insistencia, casi mendigando, que estéis cerca, que estéis cerca de la vidente y del Obispo. Vosotros sabéis que, de caídas, antes del llegar al Gólgota, Jesús ha tenido más de tres y esto nos alegra porque nuestras caídas, como las de Jesús son muchas y son caídas de amor, pero llega el momento en el que es legítimo, es humano pedir ayuda a Dios. Por esto os pido, también a vosotros, que os unáis a nosotros y, estoy seguro también a todo el Paraíso, empezando por la Madre de la Eucaristía, para pedir a Dios no los triunfos, que en este momento no nos interesan, sino un poco de paz, de serenidad para poder estar mejor. Jesús está aquí presente y, si quiere, nos lo puede conceder, por eso haced que hable el corazón, no penséis en la sintaxis, ni en la gramática, haced hablar al corazón, no tengáis miedo, no seáis cobardes.