Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 12 marzo 2006
I lectura: Gen 22,1-2.9.10-13.15-18; Salmo 115; II lectura: Rm 8,31-34; Evangelio: Mc 9,2-10
Hoy me siento aquí cerca de vosotros, porque me gustaría realmente, a través de este gesto de acercamiento, lo que también me permite descansar un poco, para que esa unión, ese amor, esa caridad que nosotros, como llamados, estamos invitados a vivir cada día, emerja más fuerte y más profunda.
Muchas veces la Virgen ha conjugado juntos los dos verbos “amar y sufrir” y mi experiencia me confirma que esto es profundamente verdad. En la vida ocurre que cuando se ama profundamente se sufre mucho más; cuando dos cónyuges tienen una unión fuerte y profunda y uno de ellos falta, justamente porque ha sido fuerte la unión y el amor, el desprendimiento se siente mucho más. El sufrimiento de alguna manera forma parte del amor y yo lo veo en mi experiencia y en la de Marisa. Nunca pensé que para hacer renacer la Iglesia, para convertir a los sacerdotes, fuera necesario un sufrimiento tan profundo. Nunca hubiera pensado que, para alcanzar los dos objetivos establecidos por Dios, las criaturas tuviesen que llegar casi a su propia destrucción. No lo había pensado nunca. Nunca había pensado cuán alta y al mismo tiempo muy cercana a la misión de Cristo era la misión del Obispo y de la Vidente.
Vosotros conocéis el pasado, el próximo y el remoto, que nos concierne. El 9 de marzo fue una jornada serena, Marisa estuvo discretamente. Ya conté y no me repito, lo que ocurrió en aquel largo coloquio con Dios Padre, seguido de un coloquio con la Madre de la Eucaristía. Yo he preguntado a la Virgen, con la cual tengo más confianza: “¿Por qué no prolongáis durante algunos días este estado de mejora de Marisa, así podríamos reponernos también nosotros?”. La Virgen ha respondido: “Hablaré con Dios Padre” y la respuesta no ha llegado de su boca sino de los hechos. El 10 de marzo fue una jornada que vio el dolor humano unido al sufrimiento de la Pasión, pero ayer el dolor humano llegó a unas cimas tan altas y tan tremendas que duró horas y durante este período Marisa pedía a Dios: “Llévame, no puedo más” y yo me uní a su oración y decía: “Dios mío, Padre mío, llévatela, Te la doy. A Abraham le pediste que sacrificara a su hijo, yo Te ofrezco a mi hermana inocente, es una víctima que lleva sobre sí el mal del mundo y Te la ofrezco, porque ver sufrir así es un sufrimiento que desgarra el alma y tortura el corazón”. Esta mañana habéis tenido la respuesta, mientras nosotros la hemos tenido esta noche y es la misma: Dios ha querido estos sufrimientos siempre por el mismo motivo, el que ha constado el grito de Jesús: “Tengo sed de almas”. Almas sacerdotales o sencillas almas de fieles, son almas preciosas para Dios y eh ahí que esta sed de conversión de almas Jesús la manifiesta continuamente a sus amigos, a los cuales pide que se unan a él para aumentar el número de aquellos que puedan volver a la Casa del Padre.
Las lecturas de hoy nos dan todavía una ocasión, un empuje, para conocer bien el estilo de Dios. La primera lectura cuenta el conocidísimo episodio de la prueba a la que fue sometido Abraham, aunque yo me permito decir, con voz suave: él ha tenido una, pero hay quien ha tenido muchas más. No me interesa tanto detenerme en el episodio como en lo que dice Dios, que promete toda aquella serie de bendiciones por un motivo particular: “Porque has obedecido a mi voz”. Yo en esto he encontrado un alivio, porque creo poder afirmar que nosotros hemos obedecido siempre a la voz de Dios, incluso cuando nos pedía cosas que iban en contra de nuestra visión, de nuestro modo de ser, incluso cuando hemos realizado acciones que sabía que se retorcerían contra nosotros y esto lo sabéis. Incluso cuando hemos tomado posiciones, por las cuales la furia contra nosotros se ha vuelto peor, feroz y dura, hemos obedecido siempre a Su voz y esta noche yo pensaba en esto y decía: “Dios mío, a Abraham le prometiste grandes cosas que se referían a su descendencia porque te ha obedeció; a nosotros nos has prometido grandes cosas porque hemos obedecido. Por favor, Te lo ruego, aunque me has pedido que todavía tenga paciencia con el tiempo, al menos que estas pruebas se vuelvan menos dolorosas”, porque, creedme, destrozan el alma. No era necesario que esperase la respuesta de una intervención directa de la Virgen, de Dios Padre o de Jesús, porque es el apóstol Pablo, en la Carta a los Romanos, quien da la respuesta: “Él que no ha perdonado a su propio Hijo sino que lo ha dado por todos nosotros ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?”. A través de la Sangre de Cristo, a través de su Pasión, de su sufrimiento y de su muerte, hemos recibido la gracia, los sacramentos, la Palabra de Dios y la promesa de una eternidad feliz.
Hay todavía otra cosa que subrayar: ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?” y este “todas las cosas” no hace referencia solamente a la esfera espiritual o sobrenatural, sino que hace referencia también a la esfera humana. Nos dará todas las cosas, por lo que la vida debe transformarse en una vida más serena, en una vida más alegre. Incluso hemos tenido las enseñanzas de vivir en la alegría y también en el dolor, en el sufrimiento, pero no significa que siempre la vida de todos deba ser dolor y sufrimiento. Eh ahí porque para mí esta es una esperanza concreta, precisa por lo que en “todas las cosas” yo veo todas las promesas que Dios nos ha hecho y que el 9 de marzo ha prometido de nuevo que realizaría.
Sin embargo ahora el momento es aquél que es, yo he sentido que la Virgen ha dicho: “Rezad mucho”, después ha añadido: “muchísimo por el Obispo”, pero claramente también por Marisa porque todo éste presente es durísimo. Las energías físicas parecen abandonarnos, la salud es cada vez más sometida a duros golpes, las noches se vuelven cada vez más frecuentemente noches de pasión y sufrimiento, pero el Señor es dueño de todo y ciertamente está también en Su interés procurar que no nos derrumbemos. He tenido ocasión de decir más de una vez que el sufrimiento moral más grande que Cristo sintió no fue la cruz, sino el Getsemaní, cuando estaba solo, cuando también sus amigos, los apóstoles, dormían, además los escogidos, los predilectos que había querido materialmente, físicamente más cerca. También ellos dormían y Jesús sufría con Su Madre, la Madre de la Eucaristía, que ha sentido estas lamentaciones de Jesús, aunque diría el grito de Jesús, porque el corazón me dice que Jesús en Getsemaní ha gritado. Es Su naturaleza humana la que sale, la que se siente aplastada por el abandono, por la soledad y probablemente a un cierto punto esta soledad fue tan dura que Dios Padre quiso que también la visión de la Madre, no la presencia, desapareciese a los ojos de su Hijo. María estaba presente y su Hijo no la veía, ¿por qué digo esto? Porque esto a Marisa, a nosotros, nos ha sucedido varias veces, incluido ayer. La invocamos, la llamamos, la suplicamos, ella estaba presente, pero no era visible. Eh ahí, es una participación en el Getsemaní de Cristo, es una participación en la misión de Cristo, es una participación a la grandeza de Cristo que se manifiesta en el deseo de salvar las almas.
La Iglesia no puede dejar de renacer, primero porque Dios lo prometió, luego porque solo Dios es capaz de realizar y mantener Sus promesas y finalmente porque, en Su amor infinito, en la estima y respeto que tiene por sus hijos, pidió a algunos una unión dolorosa y sangrienta con su pasión y su muerte. Por eso podéis leer estas lecturas bajo el estandarte de la esperanza. Pablo dijo que Abraham creyó contra toda esperanza, pues bien, yo creo que esta expresión puede ser aplicada también a todos nosotros, porque si vosotros estáis aquí, en el fondo es porque creéis y tenéis esperanza en lo que ha dicho el Señor, en lo que ha dicho la Virgen; porque si en vosotros no estuviese presente la esperanza, entendida como certeza que Dios actualice sus promesas, ¿quién os obligaría estar aquí presentes?, porque tampoco para vosotros, no en el mismo modo e intensidad, la vida es fácil. Estar aquí es hermoso, gratificante, todos pensamos igual, todos aceptamos las mismas cosas, todos creemos en los mismos valores, pero fuera de aquí, en el mundo, incluso en vuestras familias, la situación es diferente. Sé que muchos de vosotros en la familia han encontrado oposición, incomprensión, incluso mofa, burla, pero seguís creyendo y esto asegurará que al final el Señor cumplirá todas las promesas que ha hecho gracias también a vosotros, a vuestra fe, esperanza y amor.
En el Seminario Romano Menor la Virgen es invocada como Madre de la Perseverancia, mientras que en el Seminario Romano Mayor es venerada como Madre de la Confianza, entonces nosotros ponemos a los pies de la Madre de la Eucaristía la virtud de la esperanza, nuestra esperanza, la virtud de la confianza, nuestra confianza, para que cerrando los ojos volvamos no solo a cantar, sino a vivir lo que dijo Jesús: “Padre Mío, me abandono a Ti”, aunque sepáis que después todo volverá a ser gris, duro, a veces oscuro, pero sabéis que al final, en el momento en el que Dios decida intervenir, las tinieblas cederán el paso a la luz, el sufrimiento cederá el paso a la alegría, la esperanza a lo que hemos sentido con amargura y desilusión.
Todo esto a Gloria de Dios, por el renacimiento de la Iglesia, por la salvación de las almas, incluidas las nuestras. Esto es lo que tenía en el corazón, os lo he dicho y lo confío a vuestro corazón. Sea alabado Jesucristo.