Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 12 abril 2009
Resurrección del Señor (Año B)
I Lectura: Hch 10,34a.37-43; Salmo 117; II Lectura: Col 3,1-4; Evangelio: Gv 20,1-9
Las tres lecturas de la S. Misa de hoy representan tres momentos diferentes de la realización de la Redención.
Al acontecimiento salvador por excelencia asistieron las almas del Paraíso y una sola persona viva de la Tierra: la Virgen. De hecho, en la narración del Evangelio no está descrita la escena de la Resurrección, sólo lo que ocurrió a continuación.
Después de la muerte de Jesús, los hombres eran indiferentes o más bien estaban satisfechos de haberse librado de un personaje que les molestaba, entre los cuales estaban los sacerdotes y los poderosos. Tal comportamiento se ha repetido una vez más en la historia de la Iglesia. Ni siquiera los humildes o los que habían recibido de Él la curación milagrosa estaban presentes, sólo había algunos soldados. Todo el Cielo, sin embargo, había gozado porque con el sacrificio salvador de Cristo se abrieron las puertas del Paraíso.
La Resurrección de Jesús ocurrió según una mentalidad netamente diferente de la terrena. Si, paradójicamente, nosotros hombres hubiésemos tenido que organizar el acontecimiento de la Resurrección de Jesús, habríamos llamado a los personajes más importantes, poderosos e influyentes del tiempo: los sacerdotes, el sanedrín, los jueces. Dios Padre, por el contrario, mandó a todo el Paraíso.
Este particular no ha sido manifestado nunca, pero es muy importante.
La Encarnación fue una acción querida por la Trinidad, por Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo y por tanto la Trinidad asistió a la Resurrección con su luz fulgurante, acompañada por cantos maravillosos, junto a todo el Paraíso. Como resultado, Cristo, el Hijo de Dios, en la naturaleza divina que constituye Su Persona, estaba allí con el Padre y asistió a Su Resurrección.
En el momento establecido por la Santísima Trinidad, la naturaleza humana y la naturaleza divina de Cristo se reunieron explotando en una luz tan fuerte que se propagó por toda la Tierra: todo el Paraíso, los ángeles, los santos (recién entrados en el Paraíso desde el viernes santo) y la Virgen acogieron al Hijo de Dios con cantos de alegría.
Creo que Dios nos dejará gozar también a nosotros de la visión de este maravilloso acontecimiento cuando vayamos al Paraíso. Por lo demás, Dios ha permitido ver todo esto a más personas, también a Marisa alguna vez; por eso, si algunos seres vivientes lo han visto, lo verán también todas las almas que gozarán del Paraíso. Preparémonos a gozar de este maravilloso espectáculo. Creo que asistiremos también a todas las otras escenas más significativas de la vida de Jesús, de la anunciación en Nazaret, del nacimiento en Belén, hasta la Resurrección.
Desde la muerte de Jesús hasta el Domingo de Resurrección, los apóstoles permanecieron juntos en el cenáculo y el Evangelio no nos cuenta ningún otro detalle, pero se puede hacer alguna deducción. Ellos se comportaron un poco como pulguitas alrededor de la Virgen: tristes, desilusionados y amargados, sin embargo, Jesús, muchas veces les había anunciado su pasión, muerte y Resurrección, pero no lo habían comprendido.
En el último versículo del fragmento moderno del Evangelio de Juan está escrito: "Todavía no habían comprendido la Escritura, que él tenía que resucitar de entre los muertos" (Jn. 20, 9). Los apóstoles no habían comprendido este concepto, aunque lo habían oído decir muchas veces, porque no eran capaces de entender cómo podría resucitar una persona muerta.
Era muy difícil de aceptar, habían asistido a numerosos milagros realizados por Jesús cuando estaba vivo, pero no estaban en grado de comprender en qué modo y quién le haría resucitar de la muerte.
La Virgen los habría podido consolar y recordarles las enseñanzas de Cristo, pero prefirió callar, porque era la voluntad de Dios que los apóstoles viviesen aquella espera con tensión, con amargura y con dolor para pagar aquel momento de debilidad, cuando huyeron, dejando sólo a Jesús. El sufrimiento a menudo tiene un valor terapéutico, para mejorar y reforzar el alma.
Los apóstoles, reunidos en el cenáculo, estaban tristes y sufrían, pero el dolor que cada uno de ellos sentía era proporcional al amor que alimentaba por Cristo; todos lo amaban mucho, pero no con la misma intensidad. La Virgen, a su vez, sufría al ver a sus hijos tan doloridos. Además, eran los últimos momentos antes de la realización de los designios de Dios.
La Madre de la Eucaristía, ciertamente, los animó a afrontar aquellos momentos dolorosos invitándoles a rezar. Muchas veces nos ha sugerido también a nosotros que rezásemos en los momentos duros y tristes.
Los apóstoles, a su modo, debían rezar y la oración más utilizada debía de ser la que Jesús les había enseñado: el Padre Nuestro. Seguramente también recitarían juntos los Salmos, leerían la escritura, aún sin comprenderla, en particular los anuncios de la pasión, sobre todo los del profeta Isaías, pero el miedo y la tristeza de haberse quedado solos, sin Jesús, había oscurecido sus mentes. Esperaban, y las horas eran lentas, interminables y cuanto más pasaba el tiempo más caían en el desánimo y en la depresión.
Cuando las mujeres anunciaron a los apóstoles que el sepulcro estaba vacío, Pedro y Juan se acercaron, porque temían que los enemigos se hubieran llevado el cuerpo de Jesús con el objetivo de que todo quedara en silencio definitivamente. De hecho, cuando los soldados habían contado al sanedrín que el sepulcro estaba vacío, los sumos sacerdotes les habían pagado, para que declarasen que habían sido los discípulos los que habían robado el cuerpo mientras ellos dormían.
Mientras los dos apóstoles corrían al sepulcro, no pensaban para nada que Jesús hubiese resucitado. Sólo lo comprendieron apenas hubieron entrado: "Entonces entró también el otro discípulo, que había llegado el primero al sepulcro, y vio y creyó" (Jn, 20, 8). Juan afirma: "Vio y creyó". El apóstol, de hecho, no podía no creer, porque lo había sepultado y había visto que las vendas y el sudario estaban enrollados y dispuestos de la misma manera en la que había sido envuelto del cuerpo. Jesús había pasado a través de las vendas y del sudario, dejándolos intactos y en la misma posición.
El primero en creer fuel el apóstol del amor, por lo tanto, para creer en la Resurrección, tenemos que amar a Cristo; no es posible creer en Dios y en sus obras si no lo amamos. El que ama a Dios cree en Sus intervenciones, el que no lo ama no cree en sus obras.
Si se compara la narración de lo que ocurrió después de la Resurrección de Jesús, en los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, surgen, aparentemente, diferencias. El motivo es que los cuatro evangelistas no hablaron con los mismos testigos y por tanto cada uno relató experiencias diferentes. Algunos pensaron que había sido el hortelano el que había cogido el cuerpo de Jesús y se lo había llevado; otros, al ver el sepulcro vacío, tuvieron miedo y prefirieron no decir nada.
Es hermoso leer el Evangelio y contrastar todas las diferentes reacciones humanas.
En los Hechos de los Apóstoles, el anuncio de la Resurrección es el tema central de la predicación apostólica. Los apóstoles habían organizado la catequesis para contar todo lo que Jesús había hecho y enseñado en su vida. El fragmento de la primera lectura de hoy, tomada de los Hechos de los Apóstoles, refiere el tema de Pedro en casa del centurión romano Cornelio: en aquel momento la Iglesia se volvía universal, porque era la primera vez en que la predicación evangélica era dirigida a los paganos. Ellos escucharon y creyeron, después fueron bautizados. Antes de eso, los apóstoles hablaban en el templo dirigiéndose solamente a los hebreos que ocupaban la zona más central y acogedora reservada para ellos, mientras que los paganos se encontraban en la parte más lejana.
En la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, el concepto de muerte es para que se entienda como pecado y la Resurrección como vida unida a Cristo. S. Pablo elabora una deducción lógica sorprendente: si queremos estar unidos a Cristo y formar uno sólo con Él en la Resurrección, tenemos que desear y dar prioridad a las cosas de Cristo y no a las de la Tierra, porque nos garantizarán la entrada en el Paraíso, abierto gracias a Su pasión, muerte y Resurrección.
Si el hombre se dedica con todas sus fuerzas a las cosas de arriba, tiene la posibilidad de realizarse y de llegar al máximo de sus potencialidades, como Dios desea. Todo esto es obra de la pasión, muerte y Resurrección que también nosotros vivimos, como María, Juan y las pías mujeres, durante la S. Misa.
Esto es el Cristianismo, esta gran verdad tiene que ser predicada con la incisión, la luminosidad y la belleza que le pertenecen. La arrogancia sacerdotal, por desgracia, es tan grande y repugnante que trata de vincular la Palabra divina a la palabra humana, porque a los hombres de la Iglesia les interesa que los propios fieles se conmuevan por sus palabras y no por la Palabra de Cristo; esto es aberrante, tremendo y decepcionante.