Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 13 abril 2006
Jueves Santo
I lectura: Is 61,1-3.6.8-9; Sal 88; II lectura Ap 1,5-8; Evangelio Lc 4,16-21
Hoy, Jueves Santo, las dos primeras filas están ocupadas por nuestras hermanas vestidas con una túnica de color. Esto no es por un motivo folclórico, sino para restaurar la realidad incluso en los detalles, para que el relato del Evangelio sea más completo.
El Evangelio es la enseñanza de Cristo transmitido por los apóstoles pero no han sido referidos todos los detalles. En el curso de los siglos, cada tanto, se ha desvelado el misterio y, a través de una luz nueva, se comprenden mejor hechos y acontecimientos evangélicos, que alegran y abren el corazón.
Vayamos con orden. El domingo pasado dejamos a Jesús mientras entraba triunfante en Jerusalén y ahora tratamos de seguirlo en esta su última semana, los últimos días de su vida.
Después de la entrada triunfal, Jesús vuelve a Betania, un pueblo que dista de Jerusalén apenas tres kilómetros, y él lo escogió justamente por este motivo. Probablemente es huésped de algún amigo, quizá de Simón el leproso, lugar en el que ocurrió la comida durante la cual María llevó los ungüentos con los que roció los pies del Señor; o quizá se hospedó en casa de sus queridos amigos María, Marta y Lázaro. No lo sabemos con certeza, pero es cierto que Jesús fue a Betania.
Durante los últimos días de su vida, los primeros de la última semana, alrededor de Cristo había una gran tensión y un deseo creciente de matarlo. De hecho, contra él se habían unido diferentes personajes, desunidos entre ellos, para tratar de hacerle quedar mal delante del pueblo que consideraba a Jesús un gran profeta.
Sin embargo, él da sus últimas enseñanzas en Jerusalén. Quiero citaros solo algunas. En el templo algunos escribas le preguntaron: “¿Con qué autoridad haces esto? ¿Y quién te ha dado esta autoridad?” (Mt 21, 23). Y Jesús los pone en serias dificultades, preguntando a sus adversarios: “También yo os haré una sola pregunta. Si me respondéis, también yo os diré con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan ¿de dónde venía? ¿Del cielo o de los hombres?” (Mt 21, 24.25). Sabéis cuál fue la reacción. Después hay una parábola muy hermosa y significativa, la de los viñadores infieles, los que matan al hijo del dueño pensando que se apropiarían de la viña. Y aquí, proféticamente, diría que de manera clarísima, se anuncia el misterio de la pasión y de la muerte del Señor.
Jesús, durante el día, predicaba en Jerusalén; la noche, en cambio, la pasaba con sus apóstoles, enseñándoles con amor y autoridad, dejando para ellos las últimas enseñanzas y retomando lo que les había dicho durante los últimos tres años de vida pública. Por tanto la noche estaba reservada a los apóstoles: he ahí porqué en la noche entre el jueves y el viernes santo, en Getsemaní, todos los apóstoles, incluidos los tres más cercanos afectivamente a él, se durmieron; habían transcurrido noches intensas de doctrina y de catequesis, por parte del Señor. No estaban borrachos ni llenos de comida, sino que simplemente estaban cansados, como lo estamos también todos nosotros después de haber transcurrido noches o parte de las noches en blanco.
¡Mirad el gran amor de Jesús! En los últimos días de su vida terrena quiso, durante el día, dar a los hombres de Jerusalén las últimas enseñanzas y, durante la noche, preparó a sus apóstoles para ser testigos del sacramento de la Eucaristía y para recibir el orden episcopal. Los apóstoles fueron preparados por Jesús para todo esto mucho tiempo antes, no ocurrió de manera improvisada.
De hecho, cerca de un año antes, él había pronunciado el discurso sobre la institución de la Eucaristía después de la multiplicación de los panes, cuando, los mismos discípulos, no comprendiendo el significado del misterio eucarístico, lo abandonaron y lo dejaron solo. “Desde aquel momento muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no iban con Él. Dijo entonces Jesús a los doce: “¿Queréis iros también vosotros?”. Le respondió Simón Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6, 66-69)
Los últimos días fueron densos de doctrina y de significado. Cuando empezó a amanecer, el Jueves Santo, día de la Eucaristía y de la institución del Sacramento del Orden, Jesús tenía claro en el corazón lo que ocurriría. ¿Celebró el Jueves Santo solo con los apóstoles? No. La certeza de esta afirmación está en las primeras líneas del octavo capítulo de san Lucas: “A continuación se iba por ciudades y pueblos, predicando y anunciando la buena nueva del reino de Dios. Estaban con él los Doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y de enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, la mujer de Cuza, administrador de Herodes; Susana y muchas otras, que le servían con sus bienes” (Lc 8,1-3). No se habla de la Virgen porque ésta fue una elección suya, quiso que se hablase de ella solo lo indispensable, lo necesario. Estas mujeres, por tanto, formaban la familia de Jesús, una familia extensa formada por los apóstoles y las mujeres. De Betania se desplazaron también ellas junto con Jesús y los apóstoles. He ahí que esta tarde, vosotras, mujeres que lleváis las túnicas de color, las representáis.
En esta ocasión descubrimos a Jesús como un perfecto organizador. Sabe que tendrá que instituir los dos grandes sacramentos y quiere que el lugar sea el adecuado, idóneo, solemne; así que manda por adelantado a Pedro y Juan, a los que les recomienda: “Al entrar en la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo hasta la casa donde entre, y diréis al dueño de la casa: El maestro manda decirte: ¿Dónde está la sala en la que voy a comer con mis discípulos la cena de la pascua? Él os mostrará en el piso de arriba una habitación grande y alfombrada; preparadla allí». Fueron y encontraron todo como les había dicho, y prepararon la cena de la pascua. (Lc 22,10-13)
Jesús no mandó a Judas, el tesorero del grupo, el que tenía la bolsa del dinero, porque éste había ya consumado la traición: de hecho, se había puesto de acuerdo con los jefes del sanedrín para venderles al Maestro. Mirad, es muy bella esta procesión, es la última que acompaña a Jesús antes de empezar su pasión. Jesús, como de costumbre, va delante y a Su lado está la que no quiere ser nombrada pero que nosotros, por respeto a la verdad, debemos nombrar: la Madre de la Eucaristía. Me gustaría invitaros casi a vivir, a contemplar esta imagen que ha sido descrita otras veces por el mismo Jesús y la Virgen en las cartas de Dios. Jesús, alto e imponente, se aferra a su Madre abrazándola y estrechándola a su corazón y juntos caminan delante, rezando y hablando. ¿Y de qué hablaban? Hablaban de la Eucaristía. De hecho, la Virgen sabía lo que ocurriría. Los apóstoles sabían que Jesús instituiría la Eucaristía y que serían ordenados obispos, pero no sabían cuándo. La Virgen, en cambio, sabía que el momento había llegado y empezó a rezar, para que este gran sacramento fuese aceptado de la mejor manera por los apóstoles y por las santas mujeres.
Jesús, la Madre de la Eucaristía, los apóstoles y este grupo de mujeres que se habían dedicado completamente a Jesús, entran en la habitación donde está el cenáculo. Jesús y la Virgen se recogen y se aíslan en una habitación. Es su tiempo: el tiempo de los últimos intercambios, de los saludos, de las últimas palabras y de las últimas manifestaciones de afectos que hay entre un hijo que es consciente de morir dentro de poco y de una madre que es consciente de tener que asistir a su muerte.
Mientras tanto, los apóstoles y las santas mujeres preparaban todo lo necesario: escogido y cocido el cordero, preparado las hierbas amargas y aquella salsa particular que tenía que ser consumida junto al pan ácimo. Todo estaba preparado para el gran momento.
El Evangelio cuenta sobre Jesús y los apóstoles, no hace ninguna referencia a María ni a las mujeres; y sin embargo, al cabo de algunas horas estarán bajo la cruz, irán al sepulcro y lo encontrarán vacío con la piedra movida. No es posible que Jesús se haya olvidado de estas personas que le han asistido con afecto durante el tiempo de la misión, dando incluso su propio dinero para cubrir las necesidades de los apóstoles. ¿Jesús es capaz de hacer esto? No. Eh ahí porque yo creo que, ciertamente, las santas mujeres estaban en el mismo edificio, probablemente en una sala adyacente.
¿Y la Virgen? Jesús la quiso cerca de él. ¿Os parece posible que la haya relegado lejos de su lado en el momento en el que ella se convierte oficialmente en Madre de la Eucaristía y le es confiada el cuidado y la defensa de este sacramento? Sería maravilloso intentar levantar aún más el velo del silencio y la discreción, entrar en el corazón de María y de Jesús, entrar en su alma.
Empieza la cena. Sabéis cuáles eran los alimentos, sabed que, durante esta cena, eran pasadas cuatro veces varias copas, precedidas de una oración de bendición. A medida que se acercaba el momento, del corazón de Jesús se liberaba un océano de amor, al igual que del corazón de la Madre de la Eucaristía, y se fundían juntos hasta formar un único océano de amor y de gracia. No tenían necesidad de hablarse porque sus miradas eran elocuentes pero, sobre todo, era elocuente el corazón, era elocuente el alma de la Virgen, que se abría a una gratitud y reconocimiento inmensos, porque su Hijo estaba a punto de darse a sí mismo en la Eucaristía a todos los hombres.
Y también hubo otros momentos, recuerdos y reflexiones que fueron provocados por la situación que se dio en el Cenáculo: los apóstoles se pelean entre sí por quién debería haber ocupado el primer lugar. Todo esto hizo venir a la mente de Cristo a todos los sacerdotes, pertenecientes a todos los órdenes jerárquicos, que a lo largo de los siglos servirían más a sí mismos que a Dios, que intentarían sobresalir antes que hacer destacar a Dios, que lucharían por ocupar los primeros lugares, aun a costa de otros mejores que ellos.
Pues bien, Jesús sufre por aquellos que serán mercenarios y no auténticos testimonios de Cristo, pero la situación empeora todavía más porque Judas ha consumado la traición: “En verdad, en verdad os digo: uno de vosotros me traicionará” (Jn 13,21). En medio de todos estos sacerdotes y obispos que se sucederán a lo largo de los siglos, existirán muchos otros judas, demasiados, diría yo. Y el corazón eucarístico de Jesús y el corazón materno de María no podían sino sufrir de manera indecible y tremenda. Jesús vio uno a uno a estos traidores. A pesar de todo, fue animado por su madre: “Ve hijo mío, ve adelante, porque al lado de Judas estará Pedro. Con su fragilidad, que se redimirá con su llanto y sufrimiento; estará Juan, el casto y el puro, el apóstol de la inocencia, estará Pablo, estarán todos los demás apóstoles, estarán todos los demás hijos míos que te amarán de manera alta, fuerte y poderosa. Adelante Jesús”. Y entre estos Jesús también ha visto nuestros rostros, Jesús ha encontrado nuestras almas, Jesús ha admirado nuestros corazones.
Y eh ahí que llega el momento más solemne de la noche. Imaginad a los apóstoles que comen y hablan; Judas ya se ha ido. “Lo que vas a hacer hazlo pronto” (Jn 13, 28). Jesús se ha quedado con los íntimos, con sus amigos, y se recoge en oración y en recogimiento, toma el pan y lo parte: “Tomad y comed; éste es mi cuerpo” (Lc 26, 26). Él también toma un trozo de pan. Nos podemos preguntar: ¿Por qué Jesús hace la Comunión? ¿Y por qué no? Es el Sacerdote que toma la Víctima. El segundo trozo de pan es para la Madre de la Eucaristía; esta Eucaristía permanecerá preservada en el corazón de la Virgen hasta el momento de la Resurrección.
Jesús ha sido muerto, ha padecido y está muerto, pero está igualmente vivo en el corazón de María. Los apóstoles estaban conscientes de lo que estaba ocurriendo, recordaron todas las enseñanzas recibidas, de manera particular las últimas que Jesús les dio en las noches del domingo, lunes, martes y miércoles. “Bebed todos, porque esta es mi sangre, la sangre de la alianza, derramada por todos, en remisión de los pecados” (Mt. 26-28). Toman el pan, beben del cáliz, y Jesús entra en cada uno de ellos en cuerpo, sangre, alma y divinidad. Los apóstoles han rezado. Yo querría detenerme sobre esto. No vivieron el momento con distracción, asombrándose. Comprendieron lo que estaba ocurriendo. Entonces tenéis que ver a estos apóstoles que inclinan la cabeza, se recogen en oración, la Madre de la Eucaristía que estrecha la Eucaristía que está dentro de ella. Tenéis que imaginar a Jesús mientras reza al Padre, porque los hombres ya tienen el camino del Paraíso abierto de nuevo.
La Misa es de Jesús y la Eucaristía es la Misa de Jesús, es anticipación de la pasión y de la muerte, es el sacrificio incruento que anticipa el sacrificio cruento. ¡Quién sabe si el Señor nos revelará aún algún otro detalle que se refiera a este momento tan grande para la Iglesia! La grandeza, la fuerza y el poder de la Iglesia nacen en el cenáculo, en la presencia de Jesús, de la Madre de la Eucaristía y de los apóstoles que aman a Jesús Eucaristía.
La Iglesia va adelante gracias a la Eucaristía, la Iglesia va adelante a pesar de la presencia, a veces numerosa, de los otros Judas, y va adelante porque está asistida por aquél que se ha inmolado por todos. Eh ahí, entonces, dirijamos nuestra atención también a las santas mujeres. ¿Creéis que Jesús las olvidó? No, las hizo venir también a ellas y se dio a sí mismo, les dio la Eucaristía. Oficialmente la Iglesia nacerá en la misma sala, en el mismo cenáculo, el día de Pentecostés, pero allí fueron puestas las bases.
De hecho, están presente los sacerdotes, los obispos, están presentes los fieles y, sobre todo, está presente Cristo; está presente su Madre, nuestra Madre. La Iglesia está a punto de nacer, está en gestación, el nacimiento tendrá lugar el día de Pentecostés, y es esta Iglesia que yo, hoy, recomiendo de nuevo a María, Madre de la Eucaristía. Puedo hacerlo, debo hacerlo.
Es una Iglesia que amamos, por la cual no ha sido ahorrado sufrimiento; es una Iglesia que está renaciendo gracias a las lágrimas y a la sangre derramada por almas inocentes y porque sus hijos rezan, imploran y esperan con fe, aunque las filas van disminuyendo, la gente cansada se aleja, y aunque hoy de vez en cuando Judas se asoma aún es reconocido y ahuyentado.
Mis queridos hijos, os entrego de nuevo la Eucaristía: defendedla, amadla, llevadla con vosotros, no tengáis miedo, no tengáis temor. Juan Pablo II, al inicio de su pontificado grito: “¡Abrid las puertas a Cristo!” Es hermoso este grito, pero yo me permito corregirlo y decir: “¡Abrid las puertas a Jesús Eucaristía!”, porque allí está todo. Está el Cristo que se alegra, está el Cristo que sufre y muere y está el Cristo que resucita. Entonces amemos la Eucaristía y, en estos días, sea verdaderamente el centro de nuestro corazón y de nuestra vida.
Id más frecuentemente y cuanto más tiempo podáis a la iglesia y arrodillaros ante Jesús Eucaristía, vivo. Espero que hayáis aprendido que los sepulcros son expresiones populares erróneas y, por desgracia, nunca correctas. La Iglesia debe purificarse y lo que se está haciendo hoy nos recuerda otro sentido y otra realidad.
La Iglesia debe sumergirse en una profunda humildad. Debe imitar a Cristo, rey, profeta, mesías, sacerdote, que se inclina ante sus criaturas, cuyos pies lava en señal de humildad. Recordad que cuánto más alto es el sacerdote, más humilde es; cuánto más grande es delante de Dios, más pequeño se siente delante de él y cuanto más ama a Dios, más ama a sus hermanos.
La Iglesia es amor, fe y esperanza; la Iglesia hace presente a Cristo, la Eucaristía, y la Iglesia somos nosotros. Así pues, adelante con Cristo, con la Madre de la Eucaristía, con San José, Custodio de la Eucaristía. Hoy, durante la aparición, se ha dicho públicamente que le he visto, pero yo estaba tan emocionada que no recuerdo bien aquella visión.
Deseo que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, Tres personas y un solo Dios, hagan pronto lo que han prometido: restituyan a la Iglesia aquella vitalidad que Cristo le dio y que los hombres han tratado de matar.
Sea alabado Jesucristo.