Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 14 mayo 2006
I lectura: Hch 9,26-31; Salmo 21; II lectura: 1Jn 3,18-24; Evangelio: Jn 15,1-8
En los designios de Dios nada es coincidencia y todo es providencia. Una vez más las lecturas de hoy, que han sido indicadas por los expertos litúrgicos, encajan perfectamente y están en perfecta sintonía con la celebración de hoy, en la que, como todos sabéis, elevamos todas nuestras oraciones por las almas consagradas. La consagración del hombre a Dios indica, ante todo, aquella elección de la que habla el Evangelio, cuando Jesús dice que el hombre no puede servir a dos señores, Dios y el dinero: o ama a uno o ama al otro, o bien odia a uno u odia al otro. En este sentido todos nosotros podemos entrar en el concepto de consagración porque, con el Bautismo, aunque seamos pequeños, en nombre nuestro, se hace una elección. Aquellas palabras que repetimos con cadencia, “renuncio, renuncio, creo, creo”, indican la primera elección que el hombre hace hacia Dios, pero la consagración es una realidad creciente porque se renueva en otros momentos de la vida. De hecho, puede ser consagración incluso la celebración del sacramento del matrimonio o un matrimonio que es solamente un contrato que, según la ley humana, incluso puede disolverse. Es consagración el momento en el que somos confirmados y elevados a la dignidad de soldados de Cristo al que escogemos como conductor en lugar de otro conductor. El matrimonio es una elección, una consagración, en la que el amor de los protagonistas tiene que estar orientado incluso en sentido longitudinal, además de vertical, porque tiene dos protagonistas y objetivos precisos: el cónyuge en lo que respecta al otro y los dos cónyuges en lo que respecta a los hijos.
El momento de consagración más elevada es cuando el hombre escoge servir exclusivamente a Dios porque, sirviendo a Dios, sirve también a sus hermanos y toda su vida es vivida con esta intención. El día de nuestra consagración es el momento de la ordenación sacerdotal, pero también hay laicos que se dedican completamente a Dios a través de un triple vínculo que es la emisión de los votos de castidad, pobreza y obediencia. Muchos consideran que este vínculo tan estrecho impide ejercer la propia libertad, sin embargo lo más hermoso en una relación de amor es la donación. Darse a sí mismos es inclinarse a la voluntad, sin pasar por un proceso de despersonalización, es la verdadera consagración y se da a Dios lo mejor de sí mismos: se renuncia a las seguridades de la vida con el voto de pobreza, se renuncia a la alegría legítima del matrimonio con el voto de castidad y se liga completamente a Dios y a los hombres, si están en sintonía con Dios, con el voto de obediencia.
La verdadera alma consagrada es la que se encuentra en la definición que Jesús mismo da cuando habla de la vid y los sarmientos: “Todo sarmiento que no da fruto en mi se le corta y todo sarmiento que da fruto se le poda, para que dé más fruto” (Jn 15, 1-3). Eh ahí que la consagración tiene, en sí misma, el concepto de inmolación, que significa la renuncia total de sí mismos, que comprende, si Dios quiere, la renuncia a la propia vida, en el sentido de ofrecerla a Dios, de tal modo que el Señor la recupere cuando crea, como crea y, sobre todo, después de haber pasado una larga prueba que comienza siempre con la tremenda prueba del Getsemaní, o del abandono, de no sentirse amados por Dios. Aunque no lo comprendamos, Dios nos ama y os confieso que yo mismo, a veces, me cuesta comprender que el amor de Dios está presente cuando veo solo gran sufrimiento.
Juan nos hace comprender, de manera clara, cuál es el amor de Dios y el hecho que es superior al amor del hombre: “Dios es más grande que nuestro corazón”. El corazón es emblema del amor, por tanto nos amamos a nosotros mismos, porque el primer objeto del amor es el sujeto que ama. Dios se ama a Sí mismo, el hombre debe amarse a sí mismo, pero Dios ama al hombre más de cuando el hombre pueda amarse a sí mismo. He hecho un vuelo pindárico, algo así es casi incomprensible, pero esta es la palabra de Dios que nos ilumina y aunque no haya un entendimiento completo, nos pone en condiciones de adherirnos a ella. Rezar por las almas consagradas significa rezar por los que son, cotidianamente, lámparas encendidas que arden delante de Dios. Es este el momento por el cual, amando y rezando hoy, de manera particular por nuestra hermana, que por desgracia se encuentra en una situación de total inmolación, recordándola con el amor más amplio, generoso y total, recordamos también a todas las almas consagradas, para que todas sean dignas de la llamada y del compromiso que han asumido. No es fácil ser una lámpara ardiente delante de Dios. Las lámparas, para arder, para iluminar, necesitan carburante, de otro modo la llama se extingue y muere. Si en el alma consagrada no hay amor, toda acción que realiza está vacía y sin significado. El verdadero amor tiene una fertilidad incomprensible, que supera incluso la misma inteligencia humana. Mirad como el lenguaje de las coincidencias se verifica incluso en la situación civil externa: hoy se celebra la figura de la madre. Quizás esta es, para muchos hijos, la única ocasión, aunque estimulada por los medios de comunicación y por los intereses económicos, en los que algunos de ellos se acuerdan de decir “gracias” a su madre, pero los hijos que aman el decir gracias lo saben expresar todos los días. Hoy fiesta de la maternidad resalta aún más la figura del alma consagrada: la madre es una persona que engendra y por tanto, en el caso de nuestra hermana, siendo una persona que engendra con su sacrificio y su sufrimiento, puede ponerse a la altura de una madre. El agradecimiento que cada uno de nosotros tiene motivos para decirle a Marisa, es una manifestación de reconocimiento por su servicio tan duro y sufrido. Cada uno de vosotros le ha pedido al menos una vez que rezara por una intención suya, por un miembro de su familia, por una enfermedad que aflige a uno mismo o a otras personas, por tanto hoy es el momento en el que, tal como los hijos dan las gracias a su madre, nosotros, como hermanos, digamos gracias a aquella que lleva en sí los signos de la pasión de Cristo y a la que añade la propia participación con la enfermedad y el sufrimiento, para el renacimiento de la Iglesia. En nombre nuestro este gracias es una expresión que debemos decirle a través de una oración constante, pidiendo al Señor que la llame inmediatamente o bien que le conceda estar un poquito mejor. Esto es lo que ha dicho hoy la Virgen y esto entra también en el designio de Dios, en el lenguaje de las coincidencias. Ha pedido que oremos, y lo haremos, para que se haga la voluntad de Dios, pero está claro que esta voluntad tiene dos lados donde confluir: o en el llevársela o en el dejarla aquí en la Tierra, pero en una situación en la que al menos pueda poder gestionar un mínimo su vida humana y personal.
La Virgen también ha dicho que estaría presente en bilocación. Ya que todavía no se ha hecho la consagración, no tenemos todavía la presencia de Jesús Eucaristía, pero tenemos, porque se nos ha asegurado muchísimas veces, la presencia de la Madre de la Eucaristía que está aquí al lado del Obispo en el altar. Hoy, mientras os comunicaba la carta de Dios, lloraba y abundantes lágrimas brotaban de sus ojos inmaculados, puros y castos. Ella es madre y entonces aprovechamos el hecho que está presente para darle gracias y para encomendar a su corazón materno a nuestra hermana, de tal modo que, cuando llegará Jesús en el momento de la consagración, que sea ella misma, que ha recogido todas nuestras oraciones, la que las presente a la Santísima Trinidad, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, presentes en la Eucaristía. De este modo, si nuestras oraciones tuvieran algún aspecto negativo, el amor puro de María podrá quitar todo lo que hay incluso lo mínimamente impuro y ofrecerle de manera generosa y hermosa a Dios que, ciertamente, acogerá nuestras oraciones presentadas por las manos y por el corazón de la Virgen. Ahora elevemos nuestra fe recitando el Credo.