Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 14 septiembre 2008
Hoy podría no hacer la homilía porque vosotros veis aquí reunido, delante de mí, en los escalones del altar, todo lo que se podría decir y que da origen a un discurso muy profundo y actual, pero para dar facilidades a todos, creo que es más oportuno pararse a reflexionar juntos. El punto de partida para esta reflexión mía lo tomo de la última frase del Evangelio de hoy: "Pues Dios no envió a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3, 17). Estamos habituados a considerar la historia dividida en dos partes, antes y después del nacimiento de Cristo. Pero hoy querría indicaros otro criterio de división: la cruz. Si miráis la historia del mundo, su evolución, los pueblos que se han sucedido y observáis todo esto antes de la cruz, antes de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, veréis que hay situaciones en las que, como máximo, se puede llegar a la justicia, a la comprensión y a la aceptación del otro, pero no a la santidad ni a indicar y mucho menos a vivir el concepto y la sustancia del amor. Podemos decir que el mundo está todavía ofuscado y sobre él están las tinieblas, la confusión, la incertidumbre y la incapacidad para orientarse. Luego imaginaros, con los ojos del alma, no con los del cuerpo, que sobre el mundo en un determinado momento domine una gran cruz: es la muerte, es la pasión, es la redención. La situación a los ojos profanos no cambia, pero a los ojos de Dios, los que cuentan, cambia radicalmente: las tinieblas son rechazadas y sustituidas por la luz. El respeto, la atención se acompaña o sustituye por el amor; la justicia, entendida en términos humanos, es sustituida por la justificación y la gracia de Dios. La primera obra maestra que sale de la cruz es María que es hija de la cruz, la obra maestra más hermosa de la redención, porque vosotros sabéis, y esto lo ha dicho también claramente Pío IX en la bula de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción, que ella ha sido redimida en cuanto le han sido aplicados anticipadamente los méritos de la cruz, de la pasión y de la redención. Y eh ahí que veis surgir, sobre este mundo lleno de tinieblas, la aurora, que indica la culminación plena de la redención. Ésta es la obra maestra de Dios, es la luz que empieza a entrar en el mundo, es el amor que se hace realidad en el corazón de María y después de ella, aunque menos dignos, menos santos, y menos perfectos, están todos los que han sido justificados y redimidos por las gotas de sangre de Cristo. Es la cruz la que cambia el mundo, esa es la cruz que derrota el mal, es la cruz, la que muchos consideran un instrumento de muerte, pero para nosotros que tenemos fe, se convierte en instrumento de vida.
¿Qué sería la vida sin la cruz? Estaríamos en las mismas condiciones de los Babilonios, de los Asirios, de los Fenicios, de los Griegos, de los Romanos y de las poblaciones que habitaban en el continente americano antes de su descubrimiento, o en el Asia o de cualquier otra parte. Haced la comparación entre la verdad que viene de Dios y la verdad que viene de los hombres: sólo la verdad que viene de Dios, sólo Su palabra tiene fuerza de justificación, de redención y de cambio. Y ahí está la cruz que destaca. Los hombres, además, han intentado impedir que los rayos que provienen de la cruz, iluminen el mundo, porque se han interpuesto entre la cruz y la humanidad y estos hombres son los sacerdotes, los pontífices, aquellos que deberían haber hecho amar la cruz, pero se han sustituido a esta, casi han vivido la experiencia de la torre de Babel: se han levantado para glorificarse a sí mismos, mientras el hombre, como dice Pablo, tiene que inclinarse ante Aquél que se despojó de los atributos divinos para tomar la naturaleza humana y ser semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado. Esa es la cruz, ¡eh ahí porque tenemos que amar la cruz! La cruz no nos tiene que dar miedo, porque la cruz nos habla del amor sufrido por Dios, la cruz nos habla de la encarnación de Dios en medio de los hombres finalizando con el sacrificio de la cruz. La cruz nos recuerda que, si podemos entrar en el Paraíso, se lo debemos solamente a ella. Yo creo poder decir que cuando nos presentemos ante Dios en el juicio personal después de la muerte, Él, para admitirnos en el Paraíso, querrá ver la cruz impresa en nuestra alma, querrá ver si está presente y si esta cruz da luz, calor y amor, porque tenemos la gracia y sólo en aquel caso seremos admitidos, pero si esta cruz está deteriorada o borrada, entonces el juicio de Dios nos indicará el purgatorio o, peor aún, el infierno.
Es la cruz que tenemos en el alma la que nos abre las puertas del Paraíso, es la señal de pertenencia a Dios, de adhesión a Dios, es el signo que indica que nos predisponemos a él, que aceptamos la redención y la cruz. En vuestra vida mirad la cruz, no paséis de manera distraída ante ella sin casi deteneros o sin echar una mirada, porque allí encontráis a Aquél que nos asombra por el amor que nos ha dado. Amadla, miradla a menudo, dirigíos a la cruz y entonces vuestras jornadas serán más luminosas y vosotros os sentiréis más fuertes, porque como de la cruz del famoso 14 de septiembre de 1995 salió la Eucaristía, de la cruz continúa saliendo el amor y la gracia de Dios. Estamos rezando por el renacimiento de la Iglesia y la Iglesia renacerá y vosotros sabéis a quién ha confiado Dios la tarea de cambiarla. Pero hoy nosotros la ponemos en el costado de Cristo. ¿Os acordáis que Tomás quería poner la mano? Nosotros hoy ponemos la Iglesia y ocurrirá lo que sucede en el maravilloso misterio de la maternidad: un inicio, un esbozo de vida que, lentamente, se prepara para convertirse en persona. Y esta Iglesia hoy humillada, herida, destruida en parte, de la que han usurpado beneficios y riquezas, nosotros la encerramos en el corazón, o mejor, en el costado traspasado del Hijo de Dios, donde permanecerá hasta el momento de la resurrección. Cristo resucita en la plenitud de su poder y de su potencia, la Iglesia renacerá en la luminosidad de lo que era en el momento de su fundación, pero todo parte de la cruz, todo se empieza en la cruz. En la cruz veis el rostro traspasado, el sufrimiento de Cristo, pero también el rostro glorioso del Redentor, porque la cruz indica siempre el momento siguiente, que es la redención.
Eh ahí porque hoy tenemos que exaltar la cruz, he ahí porque en este día tan hermoso y solemne Dios ha querido que reuniésemos lo que para nosotros, y sobre todo para Él, es motivo de alegría: el primer milagro eucarístico, obra suya como todos los sucesivos 184 milagros eucarísticos y la ordenación episcopal. Recordaréis que el 14 de septiembre de 1999 empecé oficialmente mi servicio episcopal por orden de Cristo en persona. En aquél día me revestí de las insignias episcopales, que no quería llevar, y vosotros lo sabéis. Pero también un 14 de septiembre, el año siguiente, y aquí en los escalones delante del altar veis la custodia que contiene el decreto que firmé, por orden de Dios, de que estas apariciones y estos milagros eucarísticos han sido reconocidos verdaderos y auténticos por la autoridad eclesiástica que, en aquél momento, por voluntad de Dios, estaba representada por mi modesta persona. En aquella preciosa custodia hay mi firma que no permanecerá aislada. Mirad bien lo que os estoy diciendo: al lado de aquella firma, cuando Dios querrá, habrá una segunda firma, que indicará al Papa querido por Dios y creo poder decir que será el primer documento que el nuevo Papa firmará al inicio de su servicio pontificio. Cuando al lado de la firma del Obispo ordenado por Dios, esté la firma del Papa querido por Dios, será verdaderamente el inicio de aquel momento de transformación de la Iglesia que en los primeros tiempos será doloroso, pero que terminará en la alegría, porque con Dios no se juega e incluso los más poderosos hombres tendrán que ser puestos en la situación de ineficacia, de incapacidad. Es verdad, se repetirán las palabras que ha dicho Jesús: habrá para ellos el llanto y el crujir de dientes y para los que han seguido a Dios, a la Eucaristía, a la Madre de la Eucaristía, y vosotros estáis entre los primeros, habrá la alegría plena de ser testigos del triunfo de Dios, que veremos todavía marcado por la presencia de la cruz.
La cruz es vida, la cruz es victoria, la cruz es triunfo. Amad la cruz.
Sea alabado Jesucristo.