Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 14 octubre 2007
I lectura: 2Re 5,14-17; Salmo 97; II lectura: 2Tm 2,8-13; Evangelio: Lc 17,11-19
Hoy, junto a vosotros, trataré de puntualizar tres temas. El primero está sacado del Evangelio de S. Lucas, el segundo de la segunda lectura de S. Pablo a Timoteo y el tercero de la carta de Dios recién escuchada. Quiero confiaros que la lectura del fragmento del Evangelio me ha entristecido, he sentido un gran sufrimiento, porque he pensado en cuantas veces se ha encontrado Cristo en la situación que se describe.
Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasó por entre Samaría y Galilea. Al entrar en una aldea, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y se pusieron a gritar: "Jesús, maestro, ten compasión de nosotros". Al verlos les dijo: "Id a presentaros a los sacerdotes". Y mientras iban quedaron limpios. Uno de ellos, al verse curado, volvió alabando a Dios en voz alta, y se echó a los pies de Jesús, dándole gracias. Era un samaritano. Pero Jesús dijo: "¿No han quedado limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No hubo quien volviera a dar gracias a Dios sino este extranjero? Y le dijo: "levántate, anda, tu fe te ha salvado".
Jesús llevó a cabo beneficios, realizó milagros, predicó, se interesó por los necesitados y por los pobres y ¿cuál fue el comportamiento respecto a él? La ingratitud. El Evangelio nos da a conocer uno de estos continuos y repetidos episodios de ingratitud hacia Cristo. Incluso en la cruz, nuestro Señor, volviendo la mirada en torno, no vio a ninguna de las personas a las que les había hecho milagros. Y sin embargo había realizado numerosas curaciones y muchos milagros, muchos más que los descritos y contados en los Evangelios.
Por desgracia el hombre, en relación con Cristo, continúa mostrando ingratitud. Nosotros los hombres nos dirigimos a Dios para pedir lo que necesitamos, pero si no nos escucha, o bien la puerta no la encontramos abierta, si cuando pedimos no se nos concede enseguida lo que deseamos, entramos en una fase pésima, zarandeamos al jefe y nos mostramos ofendidos con respecto a él. En su lugar, ¿por qué no ponemos nuestra atención y el foco de la crítica hacia nosotros mismos? Nosotros, los hombres, hemos recibido mucho: se nos ha dado el Hijo de Dios que ha abierto las puertas de la felicidad eterna e infinita del Paraíso. Cristo se ha encarnado para asumir nuestra naturaleza humana en relación con el sufrimiento, la pasión y la muerte. Y nosotros hombres, ¿cómo nos comportamos? ¿Cuál es nuestro comportamiento respecto a Dios? La pregunta quiere permanecer sin respuesta, al menos por mi parte. La respuesta la dará cada uno de vosotros, en el secreto de su corazón, después de haber hecho un serio examen de conciencia. No miremos a los demás, no nos preocupemos de ellos, pensemos en nosotros. A veces nos centramos en las acciones de los demás, pensando en cómo se comportan respecto a Cristo, para esconder nuestras responsabilidades. Sin embargo, tendríamos que interrogar seriamente a nuestra conciencia preguntándonos lo que hacemos nosotros por Cristo y cómo vivimos nuestra relación con Él. Tenemos que ser honestos y sinceros con nosotros mismos, aunque esta sinceridad nos costase mucho y nos hiciese sufrir. Pero es mejor sufrir hoy en la Tierra que sufrir en el futuro en el Purgatorio. Tenemos que ser verdaderamente sinceros y responder con humildad a esta pregunta: "¿Cómo he vivido los dones que he recibido de Dios?" nadie puede sentirse excluido de la misericordia, de la libertad y de la generosidad de Cristo.
Y ahora vayamos a la carta de Pablo, mi gran amigo y maestro, al cual me dirijo para tratar de imitarlo, tanto en la predicación como en la vida.
"Hijo mío, acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, del linaje de David, según el evangelio que predico, y por el que sufro estas cadenas, como si fuera un criminal; pero la palabra de Dios no está encadenada. Todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que tenemos en Cristo Jesús y la gloria eterna. Esta doctrina es digna de crédito: si morimos con él, también viviremos con él; si sufrimos con él, también reinaremos con él; si le negamos, él nos negará a nosotros; si nosotros no le somos fieles, él seguirá siendo fiel, pues no puede negarse a sí mismo".
Esta carta habla del período en el que Pablo estaba prisionero en Roma. Se trata del primer encarcelamiento sufrido por el apóstol. El desarrollo de su discurso empieza con una profesión de fe. Él, se inclina ante Cristo, porque lo reconoce como verdadero Dios y verdadero Hombre. Hombre porque participa de la estirpe de David, Dios porque, por su propio poder, y esta facultad sólo le pertenece a él, ha resucitado de entre los muertos. Pablo deseaba que en la profesión de fe que pronunció participasen también sus discípulos, y de manera particular, Timoteo, que él mismo ordenó obispo. ¿Cuál es la recomendación del Padre respecto al Hijo? Le dice: "Sé fiel a mi evangelio". Sabemos que los cuatro Evangelios son de Mateos, Marcos, Lucas y Juan. ¿Qué significa entonces: "sé fiel a mi evangelio?". Cuando Pablo habla de evangelio quiere decir el mensaje de salvación traído por Cristo a la Tierra y que él, como apóstol, predica y anuncia a todas las gentes y por el que ha padecido sufrimientos, persecuciones y acusaciones. Ha tenido que ponerse en una situación en la que ha pagado un alto precio de fidelidad respecto a Cristo. Pero él, hace que centremos la atención en su condición de prisionero, pero, como es habitual, con un fuerte impulso, llama la atención sobre el Evangelio. "Yo sufro estas cadenas, pero la Palabra de Dios no está encadenada", dice Pablo, "la Palabra de Dios vuela, la Palabra de Dios llega a cada rincón". Pablo ha sufrido prisión durante la cual podía también acoger y recibir a otras personas. Él predicaba tanto a los que iban a verlo, como a los que tenían que vigilarle para que no se escapase y no eludiera la prisión, es decir a los guardias carcelarios.
Detengámonos ahora en la última parte de la carta de Pablo. Se trata de una síntesis de la vida cristiana: "Si morimos con Él, viviremos también con Él". Estas contraposiciones, presentes también en el Evangelio de Juan, nos aclaran el siguiente concepto: si morimos al pecado, si renunciamos al pecado, estamos en condiciones de entrar en la verdadera vida. La muerte del pecado es la consecuencia de la vida de gracia. Por lo tanto, cada vez que el hombre se aleja del pecado se adhiere a la vida de Cristo, que ha dicho: "Yo soy la vida". Ésta es la condición base de la cual no se puede prescindir, no es posible ser cristiano sin tener la gracia. El cristiano es aquél que se adhiere a Cristo, aquél que comparte la vida de Cristo. Si el hombre no está en pecado se adhiere plenamente a Cristo. Ya que la naturaleza del hombre es débil, Jesús ha instituido el sacramento de la confesión. No hay excusas ni justificaciones: Cristo nos ha dado todas las posibilidades para poder vivir en gracia continuamente. E incluso, si por debilidad, cayésemos en el pecado, se puede volver a vivir en gracia, justamente porque el hombre, al arrepentirse, pasa a través del lavado del sacramento de la confesión.
"Si con él perseveramos, también con él reinaremos". Ser perseverantes significa hacer siempre nuestro deber en el respeto al decálogo que no ha sido abolido por Cristo, sino al contrario, ha sido confirmado. Ser perseverantes significa sobre todo respetar la ley del Nuevo Testamento, es decir el mandamiento del amor, sobre el cual, también hoy se ha centrado la Virgen.
La Madre de la Eucaristía ha hablado del amor numerosas veces. No hay carta de Dios en la que no se hable del amor y en la que no haya una invitación materna a vivir verdaderamente e intensamente la caridad. Recordemos las Palabras de Cristo "Por lo tanto, los que perseveren en la aceptación del mensaje, reinarán", "Entra siervo bueno y fiel en el gozo preparado para ti desde la fundación del mundo", "Si lo negamos, también él nos negará".
Pablo en este caso tiene en mente lo que dijo Jesús: "El que me niegue delante de los hombres, también yo lo negaré delante de mi Padre que está en los cielos" (Mt 10, 33). Esto significa que tenemos que profesar también externamente nuestra adhesión a Cristo. No es una cuestión que afecte sólo a nuestra vida íntima, personal o a nuestra conciencia, tiene que ser algo que surja de nosotros, de nuestras acciones y de nuestro comportamiento. Ser negado ante Dios significa sufrir la condena por falta de fidelidad. "Si nosotros somos infieles, él permanece fiel". Esto es un hermoso estímulo para todos aquellos que se sienten débiles, pecadores y frágiles. Puede ocurrir que tengamos momentos de debilidad, como lo ha sido para Pedro o para los otros apóstoles o personas que hoy están elevados a la gloria de los altares. También nosotros hemos conocido momentos de debilidad y espero que puedan disminuir hasta alcanzar, si lo queremos, una fidelidad perseverante y constante. Si nos damos cuenta de nuestra fragilidad, debemos tener la certeza de que Cristo sigue siendo fiel a lo que él ha prometido. Por lo tanto, si nos arrepentimos Jesús nos abre de nuevo sus brazos. Recordemos la parábola del hijo pródigo, el padre que además anticipa el retorno del hijo como deseo, como esperanza que cultiva en su corazón.
El tercer punto del que hoy deseo hablaros hace referencia a la carta de Dios. Quiero detenerme sobre dos temas. El primero, quizás algunos de vosotros lo habrán comprendido, se refiere al episodio del Papa y del seminarista. Justamente hoy han transcurrido desde entonces cuarenta y cinco años. El Papa es Albino Luciani, entonces Obispo en Vittorio Veneto y el seminarista es el que habla. Trabajé al inicio del Concilio poniendo mi disponibilidad al servicio de los obispos, para lo que tuvieran necesidad. En diversas ocasiones leí las intervenciones efectuadas durante la asamblea conciliar o en las reuniones restringidas a los obispos. Tuve también a continuación encuentros muy significativos con el futuro Pontífice Juan Pablo I ya que, después de mi ordenación sacerdotal, estuvimos viviendo juntos algunos meses. Durante la primera sesión del concilio Vaticano II, en el curso de mis servicios, me acercó al entonces obispo Luciani y logramos una cierta confidencia. Recuerdo perfectamente que me hizo leer su intervención y me pidió que le dijera lo que pensaba de ello, porque, amablemente, dijo: "Yo tengo que ser claro y hacerme entender, si me entiende un seminarista, me pueden comprender también los demás". En el cortometraje televisivo de la vida de Juan Pablo I, se evidencia este concepto: "Yo no quiero volar alto porque las nubes altas no traen lluvia, tengo que volar bajo, incluso si de todo lo que digo, las personas que me escuchan entienden sólo una parte, para mí esto es ya una gran satisfacción". El límite de los obispos y sacerdotes, a menudo reside en el querer parecer cultos y, para mostrarse como tales, recurren a estratagemas que cualquier persona puede utilizar. Se basan en las citas clásicas de grandes personajes, se usa un lenguaje refinado y difícil. Pero a las personas que escuchan, cuando termina la homilía, no les queda nada, ya que no han logrado comprender el discurso demasiado complejo y más allá de su alcance. Este gran Papa, desde obispo, nos enseñó a nosotros los sacerdotes que en la predicación es preferible usar un lenguaje sencillo, de manera que se nos pueda comprender por los fieles y es este el motivo por el cual la Virgen ha hablado hoy de ello, después de cuarenta y cinco años.
Vayamos ahora al segundo punto de la carta de Dios del cual os quiero hablar. Habéis comprendido a quien se refiere la Madre de la Eucaristía cuando afirma que no ha sido nunca mantenida al margen ni descuidada por Cristo. Un Padre ha faltado al respeto y al amor en lo que a ella se refiere, pero lo más significativo y fuerte es el juicio de Dios. Cuando el Señor dice: "Aquél que ha dicho estas cosas es mejor que deje su puesto y se retire a un monasterio", hay que reflexionarlo. Por qué lo ha dicho o en qué modo lo ha hecho, no tiene importancia, lo que cuenta es que, cuando nosotros los sacerdotes hablamos, tenemos que ser fieles a la revelación pública y, con humildad, para evitar estos errores, tenemos que respetar también la revelación privada, la verdadera, la auténtica, probada por los milagros y las conversiones. El motivo es simple: tanto la revelación pública, que es aceptada por fe, como la revelación privada tienen como autor y fuente a Dios. Cuando está presente Dios, cualquiera que sea el modo en el que se manifiesta y se revela, nosotros tenemos que inclinar la cabeza y mostrar gratitud, reconocimiento, respeto, docilidad y amor. Si esto no ocurre estamos fuera de la unión con Cristo, estamos fuera de la comunión con el Espíritu Santo, porque al no amar a Dios, Él no puede ver reflejado en nosotros la semejanza del Hijo. Ahora confiemos todas estas reflexiones y nuestras oraciones a la Madre de la Eucaristía. Sea alabado Jesucristo.<