Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 15 enero 2006
I lectura: 1 Sam 3, 3-10.19; Salmo 39; II lectura: 1 Cor 6, 13-15,17-20; Evangelio: Jn 1,35-42
Si queremos distinguir este domingo de los que le han precedido y los que seguirán, podemos identificarlo y definirlo como el de la llamada, de la vocación. De hecho, el primer pasaje sacado del Antiguo Testamento y el tomado del Evangelio de Juan hablan de manera nítida y clara de una llamada. El autor de la llamada, tanto en el primer caso como en el segundo, es siempre Dios, que se dirige a los hombres pidiendo su colaboración para llevar a cabo una misión Suya. Dios continúa llamando a los hombres para que colaboren con Él en la obra de la redención, aunque no tiene necesidad de nadie para llevar a cabo sus planes y sus designios, puesto que Él es infinitamente Omnisciente y Omnipotente. Por lo tanto, Dios no nos llama porque tiene necesidad de los hombres, sino porque, amándonos como un padre, desea que sus hijos puedan colaborar con Él. Por parte de Dios, esto es una señal de amor, de confianza y respeto hacia el hombre. Para que quede claro, quiero reiterar que Dios continúa llamando y llamará hasta el final de los tiempos y aquellos a los que llama se les conoce como profetas. También quiero reiterar una vez más que, en la concepción cristiana y en la concepción bíblica, el profeta no es tanto el que tiene la tarea de anunciar o filtrar, de alguna manera, hechos y acontecimientos del futuro, aunque a veces también hace eso, como hizo por ejemplo Isaías al indicar al siervo de Yahvé, sino que la tarea precisa del profeta es la de hacer respetar e indicar cuál es la voluntad de Dios, o lo que Dios quiere en el curso de los siglos o en el curso de la historia. El que hace esto es el verdadero profeta. Hay personas que han aceptado y después rechazado la misión, porque el encargo está siempre unido a una fuerte dosis de sufrimiento, pero también ha habido profetas, y por ello hay que estar agradecido a cada uno de ellos, que, a pesar del sufrimiento, han llevado a cabo la misión que se les ha confiado con un entusiasmo que nunca ha fallado.
Samuel, en el Antiguo Testamento, es el que en sí, en un cierto sentido, representa a todos los profetas. Es joven y entusiasta y desde que estaba en el seno materno fue consagrado a Dios por su madre que, como sabéis, no podía engendrar hijos, pero con la ayuda de Dios y por Su intervención, dio a luz a Samuel. Aquí, pues, está el entusiasmo: “Habla, oh Señor, que tu siervo te escucha”, y en esto me gustaría dar a entender y también indicar cuál es la actitud de todos los que escuchan lo que dice el profeta. En este caso estáis involucrados cada uno de vosotros. Cuando el profeta habla, los hombres tienen que escuchar con el mismo entusiasmo con el que el profeta escucha la voz de Dios. Las personas a las cuales el profeta se dirige tienen que saber acoger, con su mismo entusiasmo, lo que viene de Dios, aunque pase a través del instrumento humano. “Habla, oh Señor, que tu siervo te escucha”, éste debería ser la actitud interior que deberíamos tener siempre hacia la palabra de Dios, de manera particular hacia la Sagrada Escritura, hacia el Evangelio, porque es Dios el que habla, enseña y actúa como maestro con sus propios hijos.
En el Nuevo Testamento se describe la gran llamada de los primeros apóstoles. Tenéis que imaginar la escena del Jordán. Juan Bautista continúa su labor de bautizar y sabéis que su Bautismo tiene simplemente un significado de purificación, de reconocimiento de los pecados y de alejamiento de los pecados, no es el sacramento del Bautismo instituido por Cristo. Juan está realizando su labor con más entusiasmo, porque sabe que su misión está a punto de llegar a término. Su misión era la de indicar y preparar el camino al Mesías. El precursor casi había ultimado su tarea con un entusiasmo todavía más grande del que había tenido en los días precedentes, está prosiguiendo su misión, con un coraje aún más fuerte del que demostró al oponerse a los sacerdotes y a los fariseos cuando los llamó raza de víboras y sepulcros blanqueados. Juan es feliz porque su misión está a punto de finalizar, es el que dijo: “Yo debo disminuir y Él debe crecer”, y que manifestó su total adhesión completa a Cristo, hablando a sus discípulos, siempre con entusiasmo.
Ahora hay que hacer una pequeña precisión. Los rabinos, los maestros, en Israel eran diferentes y cada uno de ellos tenía un número más o menos relevante de discípulos que lo seguían. Los discípulos estaban tan aferrados a su maestro que nunca habrían hecho una elección diferente ni se convertirían en discípulos de otros maestros, porque cada maestro trataba de mantenerlos atados a sí mismo. En cambio Juan todo esto no lo hizo, de hecho, dijo: “Yo debo disminuir y Él debe crecer”, y lo manifestó incluso cuando hablaba con sus discípulos y cuando indicó, en este joven, que él mismo bautizó, al Mesías esperado por el pueblo. Por lo tanto Juan cumplió su tarea y, cuando levanta los ojos, imaginaos esta escena, y vuelve a ver, a los pocos días que bautizó a Jesús, al mismo Mesías acercándose, da la indicación: “Eh ahí el cordero de Dios”. Este es el motivo por el que sus discípulos, Juan y Andrés, van inmediatamente detrás de Cristo, que todavía no los ha llamado, pero ellos Le siguen enseguida porque fue el mismo Juan Bautista el que preparó el encuentro y los invitó a seguir al Maestro. Los dos discípulos de Juan van inmediatamente detrás de Cristo y, tratad de imaginar también esta escena, el Señor está contento porque empieza a llamar a los primeros apóstoles. El Señor ve perfectamente a estos dos seguidores del Bautista que van detrás suyo, sabe muy bien que Juan y Andrés se convertirán en sus discípulos y que a uno de estos, Juan, Él lo amará con un amor particular. Juan es el más joven de los apóstoles, el puro, porque no había tenido hasta entonces, ni tendría jamás, la ocasión de poderse casar. Jesús prosigue y estos dos discípulos van tras él y en cierto momento les dice: “¿A quién buscáis? ¿Qué queréis? Es una pregunta bastante clara pero la respuesta no parece responder a la pregunta de Jesús, de hecho le preguntan: “¿Dónde vives, Maestro?, responden, por tanto, con otra pregunta. “Venid y veréis”, les dice luego Jesús. Los dos futuros apóstoles de la posición de atrás se pusieron al lado del Señor y avanzaron y Jesús, como hará a continuación con todos los demás apóstoles, comienza a hablar a sus dos futuros discípulos. De hecho, la luz de su palabra se hizo fuerte y penetrante en ellos, por lo que decidieron quedarse el mayor tiempo posible con Él y, en los futuros apóstoles, se destacó algo que pudimos captar incluso en los pastores. De hecho, los pastores que fueron a Belén vieron, como les dijo el ángel, al niño en un pesebre y volvieron a casa alabando al Señor y hablando a todos de él. Por tanto, también los pastores fueron contagiados por el entusiasmo y, del mismo modo, también los dos futuros apóstoles, Juan y Andrés tenían un entusiasmo tan grande porque creyeron en las palabras de Juan el Bautista que les había indicado a Jesús como el Mesías pero sobre todo porque escucharon a Jesús y se convencieron de que era el Mesías. Por eso van a sus respectivos hermanos (Juan de Santiago, como se cuenta en el Evangelio, y Andrés de Simón) y les dicen: “Hemos encontrado al Mesías”.
Ahora nos detenemos en la figura de Pedro. Pedro, ciertamente, como cada judío, esperaba al Mesías y esta espera, que ya duraba diversos siglos, se había convertido en demasiado larga. Cuando Pedro oye a su hermano que dice haber encontrado al Mesías, no hace preguntas ni se resiste y también en este particular encontramos al acostumbrado Pedro, que encontraremos en otros episodios, lleno de entusiasmo: Pedro corre y se va, porque a estas alturas también él había sido golpeado por la luz del Señor que había entrado en su corazón. Imaginad cuál debió ser la actitud de Pedro cuando le dijeron: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, imaginad lo que pudo haber sentido Pedro, o mejor, Simón, en aquel momento. El entusiasmo, la adhesión, la fe y la aceptación de Cristo fue total, no planteó dificultades ni objeciones, no pidió explicaciones sino que aceptó completamente lo que el Maestro le decía con una mirada penetrante, aquella misma mirada de Cristo en la que, de vez en cuando, en el Evangelio se destacan la belleza y la grandeza, como en el caso del joven rico: “Lo miró y lo amó”. Esta grandeza de la mirada del Señor permanece, su mirada no se agotó durante su vida terrena sino que continúa obrando y se siente y se manifiesta incluso ahora. En el momento de la celebración de la Santa Misa, cada vez que nos encontramos frente a la Eucaristía, encontramos la mirada del Señor y sentimos una fuerza que brota de la corporalidad de Cristo que penetra dentro de nosotros. Quede claro, queridos míos, quizás no lo pensamos o nunca lo hemos pensado en profundidad pero, cada vez que nos arrodillamos en adoración ante la Eucaristía nos levantamos más ricos y diferentes porque la presencia del Señor en la Eucaristía en cuerpo, sangre, alma y divinidad es tan grande, tan generosa, que el Señor, cada vez que lo encontramos, deja en nosotros un signo de su presencia. Será una gracia, una fuerza, una iluminación porque cuanto más en contacto con Jesús Eucaristía estemos más podremos ser mejores. Esta es la razón por la que toda nuestra vida de cristiano tiene que girar en torno a la Eucaristía, porque sin ella no hay santidad.
Apenas lo menciono, porque el tiempo pasa inexorablemente, pero todo lo que el otro gran apóstol, nuestro amigo, afirma, lo hemos adquirido a través del conocimiento y la lectura de sus maravillosas cartas, todo lo que dice Pablo a los Corintios, es decir, la importancia del respeto del propio cuerpo y tratar al propio cuerpo como templo de Dios y del Espíritu Santo, porque es miembro del cuerpo del Señor, debe ser observado. De hecho este cuerpo, que sentirá el aguijón de la muerte, pero que será despertado a un esplendor particular por el poder de Dios, podrá vivir y encontrarse siempre en el respeto de la ley de Dios solo si en nosotros está presente de manera particular la Eucaristía. Y sabéis que la Eucaristía es la raíz y la fuente de nuestra futura resurrección, la Eucaristía nos da la posibilidad de vivir según la ley de Dios, de comportarnos como ángeles y estar delante de Dios puros y respetuosos hacia los demás.
Queridos míos, todo esto viene del Señor así pues démosle gracias porque nos ha dado la posibilidad de llegar a una santidad que en el Viejo Testamento no era ni siquiera pensable, por el simple motivo que la santidad es la presencia de la gracia de Dios en nosotros. La persona más santa es María, la llena de gracia, la que está más cerca de Dios, nosotros no podemos llegar a su altura espiritual, pero podemos colocarnos detrás de ella y, tomando ejemplo, tratar de avanzar y llegar a aquella santidad que es la llamada de todos.
Hemos dicho al inicio que hoy es la jornada de la llamada, pero hoy se puede decir también que es la jornada de la llamada a la santidad. Todos somos llamados a convertirnos en santos, algunos pueden ser llamados a convertirse en sacerdotes, otros a ser religiosos, otros pueden ser llamada a la vida matrimonial, otros también a la vida de celibato en el mundo. Son llamadas diversas pero todos somos llamados, igualmente, a convertirnos en santos y podemos hacerlo. Nada es imposible para Dios y si Él nos dice que es posible ser santos, debemos creer en ello y seremos capaces de captar la certeza de esto cuando nos encontremos todos juntos en el Paraíso, donde recordaremos el deseo que dio el Señor: "Sed perfectos como lo es vuestro Padre celestial que está en los cielos".
A gloria de Dios, por nuestra salación y el renacimiento de la Iglesia. Amén.