Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 15 septiembre 2007
I Lectura Hb 5,7-9; Salmo 30; Evangelio: Jn 19,25-27
Hoy en la Iglesia hay una nueva imagen de María Dolorosa que, según el estilo de Dios, es el de la sencillez y de la modestia. Es ella misma la que ha hablado de ello en la carta de Dios que habéis oído esta tarde. La Dolorosa que nosotros tenemos delante de los ojos por desgracia responde a una iconografía tradicional, o sea, con vestidos de luto, mantos negros, pañuelos en la mano, rostro completamente afligido y absorbido por el dolor y el sufrimiento y con las famosas y clásicas siete espadas que atraviesan el corazón materno de María. No es la primera vez que la Virgen habla del dolor que ha vivido junto a su Hijo. En el seguimiento de la historia de la Vida de la Virgen se escribirá también esto: ella estuvo al lado de su Hijo en los últimos días de Su vida de manera intensa y particular y cuando esto no era materialmente posible; cuando Jesús se encontraba preso en el Sanedrín o en el Pretorio para ser sometido al segundo interrogatorio o al suplicio, lugares donde ciertamente ella no podía tener acceso, estaba igualmente presente en bilocación, a Su lado. Vivió cada instante de la pasión de su Hijo y bajo la cruz recogió en su corazón Sus últimos momentos, como nos narra el Evangelio para nuestro consuelo. En un mensaje de la Virgen cuenta que, durante el trayecto hacia el Gólgota iba al encuentro de los que lloraban sinceramente por el atroz dolor y sufrimiento de Su Hijo y era ella misma la que los animaba, casi con una tímida sonrisa y con ejemplo fuerte: "Yo soy la Madre y acepto serenamente este dolor, aceptadlo también vosotros con la misma serenidad".
El término Dolorosa no nos permite comprender plenamente el estado de María en aquellos momentos pero ahora es ella misma la que nos ayuda a comprenderlo mejor definiéndose Dolorosa y Gozosa. Estaba presente en ella una alegría interior y espiritual que nacía del conocimiento de que con la muerte de su Hijo llegaría la redención y se volvería a abrir el Paraíso. En los largos y silenciosos años que transcurrió con Jesús en Nazaret, muchas veces Jesús habló a su Madre de este evento que cambiaría la historia del mundo. María estaba dispuesta a vivirlo del mejor modo, según su estilo silencioso, discreto y reservado, pero ciertamente lo que ocurrió había sido anteriormente objeto de conversación entre el Hijo y la Madre. El Hijo lo sabía todo en cuanto Dios, la Madre lo sabía todo porque el Hijo, verdadero Dios y verdadero Hombre, le había anunciado en detalle como empezaría y terminaría Su pasión. María se preparó para este acontecimiento y ha sido la única criatura que en el corazón, además del aguijón del dolor, sintió viva y palpitante la certeza de la Resurrección. Nosotros sabemos, por medio del Evangelio, que el Señor ha hablado muchas veces a los apóstoles de cómo sería conducido a la muerte y después resucitaría, pero ninguno de ellos se ha acordado. Sólo María tenía bien clara esta certeza que la ayudó a seguir adelante en el momento más trágico de su vida. Veía a su Hijo cubierto de sangre, pero veía también, como en una película, el acontecimiento que seguiría a continuación, es decir, la resurrección, realidad que envuelve, conquista y entusiasma. Es por esto que tenemos que pensar en María dolorosa y sufriente, pero al mismo tiempo serena, tranquila y confiada; todo esto puede coexistir en el corazón de María, porque es un corazón enorme e inmenso, inferior sólo al de Dios.
Toda madre, y yo me dirijo a las que lo son entre vosotros, si tuviera que asistir a un acontecimiento doloroso que se refiere a su hijo sentiría solamente dolor y sufrimiento; María, en cambio, tiene el corazón lleno del amor de Dios y por tanto, incluso viviendo en el pleno y total sufrimiento, al mismo tiempo es capaz de sentir serenidad y, me atrevería a decir, alegría, porque cuando su Hijo muere, todos los demás hijos renacen y resucitan. En la voluntad de Dios la resurrección espiritual de los hombres tenía que ser causada por la muerte de su Hijo y la que ha hecho de la obediencia y de docilidad a la voluntad de Dios, la norma y regla de su propia vida, ha sabido aceptar, sufriendo y viviendo justamente el sentimiento opuesto al dolor que es el del gozo. Eh ahí cómo tiene que ser considerada María bajo la cruz y cómo tiene que ser vista mientras acompaña a su Hijo hacia el Gólgota. La imagen que tenemos que tener de María es la de una madre fuerte, valerosa, sufriente y abierta al gozo, pero vista así sólo por el Hijo y no por la personas que lo flagelan y coronan de espinas,
Hay otra gran y maravillosa verdad de la que yo mismo alguna vez os he hablado y me hubiera gustado que os hablara ella misma: al lado del Rey está la Reina, al lado del Señor está la Señora, al lado del Redentor tiene que estar la Corredentora. Dios no tenía necesidad de los enormes méritos de María para realizar Su designio de redención, pero a él le gusta respetar al hombre de tal manera, que ha querido, incluso no siendo necesario, que a los propios méritos infinitos se le añadieran los inconmensurables de María. Él puede hacer lo que quiera: "Yo soy la Eucaristía, tu eres la Madre de la Eucaristía; Yo soy el Redentor, tu eres la Corredentora"; ningún hombre puede decir a dios lo que puede o no hacer, pero hemos llegado tan bajo que pretendemos enseñar a Dios su oficio. María Corredentora tiene que ser una verdad que tiene que entrar en el equipaje de fe de toda la Iglesia y yo deseo que empiece pronto a reconocer también este dogma. Espero que sea un papa enamorado de la Eucaristía y enamorado de la Madre de la Eucaristía que pueda poner sobre la cabeza de la Virgen esta última joya. Nosotros sabemos que a ella no le gustan las coronas, pero si Dios quiere esta corona de gloria, que es la manifestación de la más íntima, más viva y más rica participación en la pasión de su Hijo, esto se tiene que realizar. En esta santa Misa tendrá prioridad exactamente esta intención: que Dios ilumine a los hombres de la Iglesia, a los verdaderos, sabios y honestos pastores, para que trabajen para llegar a esta definición y en aquel momento seremos nosotros los que nos inclinarnos ante la que llamamos Mamá y la daremos gracias porque, por voluntad de Dios, ha compartido los sufrimientos de Cristo.
Ella ha sido la primera persona que ha vivido los dolores y los sufrimientos de la Pasión, ha sufrido el mismo y atroz dolor de la coronación de espinas, de las manos y los pies atravesados por los clavos en sus manos inmaculadas y en sus pies. Al igual que el costado de su Hijo ha sido traspasado, también lo ha sido el de la Madre y aquél látigo romano que se ha abatido sobre el inocente por excelencia, Jesús, se ha abatido también sobre la que es inmaculada y no ha conocido nunca ni siquiera la más pequeña imperfección. Jesús sufre y María sufre, Jesús es Redentor y María es Corredentora. Esto es algo que tenemos que empezar a sentir como posible, como algo que hoy Dios nos manifiesta y vosotros sabéis que cuando Él comunica en este lugar Su voluntad, consigue imponerla en todo el mundo y en toda la Iglesia. Así como ha impuesto y realizado el triunfo de la Eucaristía y el triunfo de la Madre de la Eucaristía, también conseguirá imponer el triunfo de la Iglesia y de los que la aman verdaderamente e impondrá también este último triunfo de María. Recordemos eso de lo que ayer habló Jesús, la cruz en el Paraíso, una verdad mística que no conocíamos y bajo aquella cruz que ondea en el Paraíso tendremos que ver, desde ahora, con los ojos del alma y en el futuro con los ojos físicos, a la que estaba en el Gólgota y recogió las últimas gotas de sangre y las últimas palabras de su Hijo. Diremos "María, Madre de la Eucaristía" y cantaremos "Ruega con nosotros" y aquél "Con nosotros" lo pronunciaremos y cantaremos con mucha fuerza y entusiasmo porque sólo entonces nos daremos cuenta verdaderamente de cuánto ha estado ella al lado de cada uno de nosotros. Sea alabado Jesucristo.