Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 16 abril 2006
Pascua
I lectura: Hch 10,34a.37-43; Salmo 117; II lectura: Col 3,1-4; Evangelio: Jn 20,1-9.
Hoy, ayudados por el Señor, trataremos de levantar un poquito más el velo de la discreción, del silencio que envuelve todavía el momento de la Resurrección pero, para que esté claro lo que se dirá, han de hacerse algunas premisas. Cristo es verdadero Dios y verdadero Hombre, es decir la naturaleza humana y la naturaleza divina, unidas juntas, formando una sola persona y todo lo que Cristo realiza en la naturaleza humana, incluso las acciones del sacrificio, de la fatiga, o de comer, tienen que ser atribuidas también a la naturaleza divina, por tanto tienen valor infinito. Cuando nosotros muramos, el alma se separará del cuerpo y volará hacia Dios, del cual será juzgada en base a lo que el alma haya realizado: será premiada o castigada o puesta en una zona intermedia de purificación que es el Purgatorio. Para Jesús, siendo Dios, la situación es completamente diferente. En el momento de la muerte de Cristo, el Alma y la Divinidad se separaron del Cuerpo y, como está referido en la escritura y es parte de nuestra fe, fue a los llamados infiernos, donde esperaban todos los justos del Antiguo Testamento que fueron recogidos y conducidos al Paraíso. Nunca se ha mencionado antes, pero el Purgatorio ya existía entonces, era donde todos aquellos que, encontrándose unidos a Dios, aún debían purificarse de los pecados cometidos durante su vida terrena. Habéis oído hoy que estas personas gritaban al Señor, además de Hosanna, ser conducidas también ellas cuanto antes al Paraíso. En el momento establecido por Dios, con la Resurrección, ocurrió algo que no está relatado en los Evangelios por un motivo muy simple: los Evangelios han descrito lo que fue visto y oído por los Apóstoles. La Transfiguración fue vista, fue objeto de experiencia de algunos de ellos por tanto ha sido descrito pero no la Resurrección. La virgen les contó a los Apóstoles cómo tuvo lugar el nacimiento de Jesús, pero en los designios de Dios se estableció que tenían que pasar muchos siglos antes de que supiéramos cómo se llevó a cabo la Resurrección. No sé por qué, pero todo es parte de la voluntad divina.
Hoy habéis comprendido que Jesús estuvo acompañado de todas las almas santas que están en el Paraíso, por los ángeles, pero también por los que estaban en el Purgatorio y en el momento de la Resurrección, cuando el Alma y la Divinidad de Cristo se reunieron con el Cuerpo, sucedió algo inmenso, maravilloso que los hombres, como ocurre cada vez que Dios obra, incluso a lo grande, no se dieron cuenta. Ante la tumba de Cristo se recogieron todos los ángeles, los santos del Paraíso, las almas salvas y María, la única persona todavía viva en la Tierra que, por voluntad de Dios, estaba delante del sepulcro en bilocación. El sepulcro es el segundo tabernáculo eucarístico que Dios estableció, mientras que el primero es el seno de María, Madre de la Eucaristía. Cuando el Ángel comunicó a María, consciente que tenía que convertirse en Madre de Dios, que ya había llegado el momento para que se cumpliera este misterio y la Virgen consintió en cumplir la voluntad de Dios, en su seno Dios se hizo presente y el Ángel, que estaba en posición erguida, se arrodilló en adoración porque, en aquel instante, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad entraba en el seno de María. Lo que se realizó en el momento de la Anunciación del Ángel se realizó por todo el Paraíso en el momento de la Resurrección, cuando el Alma y la Divinidad de Cristo se reunieron con el Cuerpo y la tumba se convirtió en un tabernáculo conteniendo a Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. En aquel momento los hombres no se dieron cuenta de nada, pero un poder, una luz fortísima inundó la Tierra, para indicar que la Redención prometida se había hecho realidad. En aquel instante los santos, los ángeles y la misma Virgen, que tenía a San José al lado de una parte y de la otra al Bautista, se inclinaron en adoración y los ángeles cantaron el Aleluya de manera solemne así como en el día del nacimiento cantaron el Gloria. La Madre de la Eucaristía estaba feliz, en adoración, porque Jesús es su hijo, pero Jesús es sobre todo Dios e Hijo de Dios y esta escena maravillosa nos debe sugerir una actitud reverente y de adoración cada vez que nos encontramos ante Cristo, pero sobre todo cuando lo adoramos presente en el silencio del sagrario.
Y ahora la misma homilía se transforma en oración. Deseo parafrasear las palabras que están contenidas en el primer capítulo de la Carta a los Colosenses, de la cual hoy habéis oído un fragmento. En el primer capítulo, del que hemos hablado durante nuestros últimos encuentros bíblicos, Pablo dice: “Cumplo en mí lo que falta a la pasión de Cristo”. Pues bien, yo hoy, oh Señor, quiero tomar nota de esta expresión, transformarla, adaptarla a la circunstancia que estamos viviendo, es decir que hoy podemos decir que participamos y cumplimos en nosotros lo que falta a la Resurrección porque participamos y nos adherimos con nuestro desprendimiento del pecado a una vida de gracia que es renacimiento y resurrección. Esta resurrección ve diferentes temas y Te pido, de hecho, grito con pasión y con amor: “Oh Señor, ¿cuándo sucederá la resurrección de Tu Iglesia?”. Es una Iglesia que amamos, por la cual hemos sufrido y orado, pero que todavía no ha resucitado y lo hará solo en el momento en el que estará limpia en cada componente en el amor, en la vida de gracia, en una adoración llena de fe, de esperanza y de caridad, en una adoración continua del misterio eucarístico. Solo entonces la Iglesia podrá definirse resucitada y las comunidades eclesiales y religiosas resurgirán solo cuando en ellas esté vivo, palpitante y sea puesto en práctica el mandamiento de Cristo, el mandamiento del amor: “Amaos como Yo os he amado”.
Cristo no ha dicho: “Amaos como hombres” sino “Amaos como Yo os he amado”, por tanto debemos amar como ha amado Cristo, que significa tener en nosotros la vida de Cristo y la vida de gracia. Si no hay vida de gracia en nosotros, no podemos amar como Cristo. Oh Señor, renacerán y resurgirán también las familias que Tú amas tanto y por las cuales has instituido el gran y maravilloso sacramento del matrimonio, también renacerán y resucitarán, cuando también ellas encuentren el camino del amor. En aquella estampa que se os ha dado está escrita la expresión “El amor es el pasaporte para el Paraíso”, pero también es el pasaporte para llegar al corazón de los cónyuges. De hecho, cada cónyuge debe tratar de llegar a su amado, a su amada, entonces no habrá aquellas cisuras a causa de las cuales vemos romperse tantos matrimonios. Vemos a nuestro alrededor tantas separaciones que después llegan al divorcio, a romper lo que Dios ha unido, en base a una mal interpretada sentencia, gritada a los cuatro vientos, según la cual el divorcio pertenece a lo civil y a la libertad de los hombres. En cambio el amor, queridos míos, como nos recuerda Jesús, no es una cadena sino un ascensor que lleva a lo alto y cuánto más amor hay, más nos levantamos, cuánto más amor hay, mejor vemos las cosas en la luz y en la realidad de Dios. Esto es lo que debe realizarse en la Iglesia, la Resurrección de Cristo. “Él ha realizado lo que el Padre había establecido”, murió, padeció antes de morir y resucitó y quiere unir a él en la Resurrección a todos los hombres de modo que se pueda completar el plan de salvación con la entrada definitiva en el Paraíso. Desafortunadamente esta entrada no será para todos los hombres, no porque Dios no mantenga sus promesas, sino porque los hombres en su libertad, a menudo, bajo la ilusión de afirmarlo, lo niegan renunciando a lo verdaderamente bello, a lo que es verdaderamente alto, la unión con Dios.
Hoy la Virgen, por enésima vez, ha extendido su manto sobre cada uno de nosotros, pero nosotros pedimos a la Madre de la Eucaristía que, en este momento, pueda extender su manto sobre toda la iglesia y sobre todo el mundo. Si nosotros invocamos a san José como “Custodio de la Eucaristía, Protector de la Iglesia y Patrono del mundo”, invocamos a la Madre de la Eucaristía y la reconocemos también con la calificación de “Madre de la Iglesia y Madre de todos los hombres” porque, no lo olvidemos nunca, los hombres le han sido confiados a ella por el Señor en el momento supremo de Su crucifixión, poco antes de morir y de volver al Padre. La Iglesia tiene necesidad de Cristo, el mundo tiene necesidad de Cristo y nosotros hacemos nuestro el grito de Juan Pablo II: “No tengáis miedo de Cristo”, expresión extraída del Evangelio, porque hemos visto que solo en compañía del Señor podemos realizarnos como personas y sin Cristo la humanidad no recibe los estímulos adecuados y aquella fuerza necesaria para realizarse.
Tenemos necesidad de Cristo y entonces, Señor, esta necesidad Te la manifestamos hoy, sabiendo que Tú vendrás al encuentro de nuestras necesidades poniéndote a nuestro lado, como Te has puesto al lado de los discípulos de Emaús, y nos hablas a nosotros como les has hablado a ellos. Los discípulos dijeron: “Cuando hablaba, nuestro corazón ardía”, entonces escuchemos a Cristo, solo a Cristo, exclusivamente a Cristo para alcanzar el camino de la salvación.
Sea alabado Jesucristo.