Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 16 septiembre 2007
I lectura: Es 32,7-11.13-14; Salmo: 50; II lectura: 1Tm 1,12-17; Evangelio: Lc 15,1-32
Os habréis dado cuenta de que cada vez que abordamos la lectura de un fragmento bíblico, afloran en nuestro corazón un número cada vez mayor de reflexiones, para que crezcamos en el conocimiento de la Palabra de Dios. Ésta, de hecho, es de una riqueza inestimable, de una profundidad incomparable y de una elevación sorprendente. La Palabra de Dios es tan rica que, siguiendo una expresión evangélica, podemos decir que pasarán los cielos y la tierra, pero no será nunca suficientemente explicada y comprendida. De esto estoy profundamente convencido y lo reafirmo: vendrán otros después de nosotros que, con la ayuda de Dios, de la lectura y de la meditación de la Palabra comprenderán cosas nuevas.
De hecho, con todo el respeto por los padres y los doctores de la Iglesia del pasado que, llenos del Espíritu Santo, han comentado de manera profunda la Palabra de Dios, nosotros tenemos que ir más adelante en la interpretación, porque ni hace siglos, ni nosotros hoy, hemos comprendido del todo la Palabra.
Pablo viene en nuestra ayuda y nos toma de la mano para conducirnos a alturas tan elevadas que, si inclinamos la cabeza y miramos hacia abajo, sentimos vértigo inmediatamente. La segunda lectura de hoy es una de las tres cartas pastorales que él ha escrito a sus más íntimos discípulos: Timoteo (dos cartas) y Tito. A éstos, él les ha dado la plenitud del sacerdocio, el episcopado, y los ha constituido cabezas de las Iglesias que él mismo ha fundado.
Sigamos a Pablo en el recorrido de su conversión en la I carta a Timoteo.
"Doy gracias a aquél que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio, a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero tuvo misericordia conmigo, porque obré por ignorancia careciendo de fe. Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús. Esta doctrina es digna de crédito y debe ser aceptada sin reserva: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, el primero de los cuales soy yo. Por esto he obtenido yo misericordia, para que Jesucristo demostrase en mí su paciencia para ejemplo de los que por creer en él conseguirán la vida eterna. Al rey de los siglos, inmortal e invisible, al único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén."
"Doy gracias a aquél que me revistió de fortaleza", muchas otras veces él ha utilizado la palabra "gracia", sin embargo en este versículo utiliza la palabra "fortaleza". De esta manera nos quiere hacer comprender que, para pasar de la realidad negativa del pecado a la positiva de la gracia, hace falta una gran fortaleza. De hecho la conversión se realiza gracias a la fortaleza que viene de Dios, a través de la cual se puede pasar de la situación de pecado a la de salvación. Sin la acción de Dios no hay una auténtica conversión, ni el cambio de hijo pródigo a hijo unido al Padre. "A mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente". Pablo se define blasfemo no como el que se ha rebelado ofendiendo a Yahveh, revelado en el Antiguo Testamento, sino más bien como el que no ha aceptado desde el inicio a Cristo como Hijo de Dios. Su blasfemia, por tanto, no consistes en expresiones blasfemas, sino que es precisamente el rechazo de creer y aceptar a Jesús de Nazaret como el Mesías, Hijo de Dios y Redentor, invocado durante siglos y prometido por Dios.
Pablo, ante Dios, tiene una justificación por su comportamiento en cuanto que antes no conocía a Cristo y, por tanto, no lo podía amar: "Pero tuvo misericordia conmigo, porque obré por ignorancia careciendo de fe. Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús". Aunque no se dice abiertamente, el apóstol implícitamente afirma: "Me encuentro en la situación de aquellos por los que ha rezado Cristo en la cruz: Padre perdónalos porque no saben lo que hacen". Pablo, por tanto, encaja en esta justificación: "Ni siquiera yo sabía, pero desde el momento en que lo he sabido y por su misericordia se me ha manifestado, he cambiado y con la fuerza de Dios he pasado de un estado al otro, con la fortaleza de Dios". Pablo, por tanto, nos manifiesta el amor y la paternidad de Dios.
Esta paternidad de Dios todavía hoy no es comprendida plenamente porque no es posible comprender completamente al Señor siendo él una entidad divina y por lo tanto infinita, pero podemos esforzarnos por comprender algún aspecto. El amor infinito de Dios es sorprendente, pero no es comprendido por los malos y ni siquiera por los buenos: la parábola del hijo pródigo leída en el Evangelio de hoy es un testigo: "Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; no soy digno de ser hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros" (Lc. 15,18-19). Él, sin embargo, no comprende que su padre lo ama con un amor abrumador, inmenso e inconmensurable. Ni siquiera los buenos conocen la infinita bondad y paternidad de Dios. Juan, en su primera lectura, define a Dios como "Amor" (1 Jn 4, 8) y, gracias a la revelación privada, podemos desarrollar y exponer mejor esta afirmación. Una vez más, Dios se coloca a nuestro lado, nos toma de la mano y nos dice: "No habéis comprendido quien soy Yo, entonces seré Yo el que os explique quien soy". He tardado treinta y seis años y vosotros menos, porque os lo he explicado, para llegar a invocar a Dios como Papá. Padre es un nombre austero y severo que indica autoridad, pero papá o papi, traducido en todas las demás lenguas, en expresiones equivalentes, manifiesta un amor incomprensible por parte de Dio: "Yo, Dios, soy vuestro Papá y quiero que me llaméis con este apelativo" (Carta de Dios, 2 de febrero 2007). Nosotros nos sentimos pequeños, Cristo quiere llevarnos en brazos, protegernos y ayudarnos; el gran amor de Dios sobresale también en la lectura del fragmento del Evangelio de hoy (se transcribe sólo la narración del hijo pródigo que el Obispo comentará).
Y continuó: "Un hombre tenía dos hijos. Y el menor dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde. Y el padre les repartió la herencia. A los pocos días el hijo menor reunió todo lo suyo, se fue a un país lejano y allí gastó toda su fortuna llevando una mala vida. Cuando se lo había gastado todo, sobrevino una gran hambre en aquella comarca y comenzó a padecer necesidad. Se fue a servir a casa de un hombre del país, que le mandó a sus tierras a guardar cerdos. Tenía ganas de llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos, y nadie se las daba. Entonces, reflexionando, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, y yo aquí me muero de hambre! Volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo: tenme como a uno de tus jornaleros. Se puso en camino y fue a casa de su padre.
Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y, conmovido, fue corriendo, se echó al cuello de su hijo y lo cubrió de besos. El hijo comenzó a decir: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: Sacad inmediatamente el traje mejor y ponédselo; poned un anillo en su mano y sandalias en sus pies. Traed el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido encontrado. Y se pusieron todos a festejarlo. El hijo mayor estaba en el campo y, al volver y acercarse a la casa, oyó la música y los bailes. Llamó a uno de los criados y le preguntó qué significaba aquello. Y éste le contestó: Que ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado porque lo ha recobrado sano. Él se enfadó y no quiso entrar. Su padre salió y se puso a convencerlo. Él contestó a su padre: Hace ya tantos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me has dado ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. ¡Ahora llega ese hijo tuyo, que se ha gastado toda su fortuna con malas mujeres, y tú le matas el ternero cebado! El padre le respondió: ¡Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo! En cambio, tu hermano, que estaba muerto, ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado. Convenía celebrar una fiesta y alegrarse".
Este amor sin límites no es comprendido por los hombres, ni de los malos ni de los buenos. El hijo primogénito, de hecho, no comprende el comportamiento de su padre, cuando vuelve el hermano que le ha hecho sufrir, le ha ofendido, ha consumido parte de la herencia y, además, no está ni siquiera completamente arrepentido, tanto que ya no quiere ser tratado como hijo. El Padre "conmovido, fue corriendo, se echó al cuello de su hijo y lo cubrió de besos." Pero el padre dijo a sus criados: Sacad inmediatamente el traje mejor y ponédselo; poned un anillo en su mano y sandalias en sus pies. Traed el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete". ¿Cómo es posible? Mirad, nosotros no comprendemos a Dios. Cuando la Virgen había anunciado que millones de almas del Purgatorio habían subido al Paraíso (en oleadas sucesivas han alcanzado la cifra de alrededor de trescientos sesenta y seis millones) y que, entre éstas, había diversos personajes notables, todos nosotros, empezando por mí, nos asombramos. Uno de ellos había convivido, el otro se había casado sólo civilmente, un tercero estaba divorciado, y sin embargo ¡fueron al Paraíso! Nosotros no hemos comprendido el amor de dios, nos hemos asombrado, nos hemos comportado como el primogénito. Entonces Dios nos ha respondido: "Éstos han amado, me han amado, en los pobres, en los necesitados, en los débiles". Habrían podido quedarse el dinero y las riquezas ganadas, sin embargo han dado en gran medida y a menudo a escondidas de manera que los demás no supieran. Quiero sólo citaros los últimos dos: el famoso tenor Pavarotti y el gran cómico Gigi Sabani, el primero divorciado y después casado civilmente, el segundo conviviendo. Queridos míos ambos están en el Purgatorio, porque han amado y dado a los pobres. No olvidéis que la misericordia de Dios llega donde nosotros no habríamos sido capaces de llegar: lo hemos sabido por la Madre de la Eucaristía, ved la importancia de la revelación privada.
Nosotros hemos afirmado siempre que, después de la muerte, hay el juicio de Dios y así todo ya está decidido, pero ¿quién somos para impones esta regla a Dios? Ninguno de nosotros ha muerto y ha tenido la experiencia de encontrarse con el Señor y poder contar lo que ocurre inmediatamente después de la muerte hasta el juicio con dios. Pero ¿nos damos cuenta de la estupidez y del orgullo que manifestamos con estas afirmaciones?
La Virgen nos ha hecho saber, en nombre de Dios, que Él ama tanto a sus hijos que, incluso después de la muerte, concede a todos todavía una ocasión de salvarse y pedir perdón. En cambio nosotros estamos dispuestos a condenar, negando los funerales religiosos a quien se ha suicidado, o bien a quien ha pedido que lo desenchufen. Nadie puede negar los funerales religiosos, ninguna sabe si Dios Papá ha acogido a esta alma en el Paraíso, o bien si la ha hecho esperar en el Purgatorio antes de presentarse ante él. Es fácil para el que está bien juzgar a quien, durante años, ha estado clavado sobre un lecho como sobre una cruz. No hemos comprendido el amor de Dios.
Después de dos mil años de cristianismo todavía hacemos juicios, aún nos comportamos como aquellos estudiantes a los que el profesor, ausentándose, les pide que escriban en la pizarra los nombres de los buenos y de los malos. Dios es amor, un amor que tiene que ser puesto de relieve en sensibilidad, en delicadeza, en paternidad, en proximidad, en diálogo, en conversación y ayuda. Éste es Dios y si los hombres lo conocieran se comportarían como Pablo que, primero no le gustaba Cristo, pero después, cuando lo ha conocido, ha hecho de él su razón de vida: "nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los Judíos, y necedad para los paganos" (1 Cor 1, 23), éste es Pablo.
Queridos míos, después de dos mil años todavía tenemos que descubrir el cristianismo, nos hemos hecho ilusiones de haber evangelizado todo el mundo. La evangelización no acabará nunca y tienen que ser evangelizados continuamente tanto los bautizados como los que todavía no forman parte de la Iglesia. Estos últimos tienen que ser respetados porque, como Dios nos ha hecho saber, incluso los miembros de otras religiones se pueden salvar y van al Paraíso, basta que le amen y le respeten.
No es verdad que un cristiano tiene mayores posibilidades de ir al Paraíso respeto de un hinduista, un budista o un musulmán. Poned atención, no quiero decir que no necesiten ser evangelizados, más bien Jesús ha dicho: "Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc. 16, 15). Tenemos el deber de evangelizar, pero si a algunas personas no pudiese llegar el anuncio del Evangelio, como le había llegado a Pablo, éstos no tienen culpa.
¿Quién somos nosotros para juzgar a nuestros hermanos que pertenecen a otras religiones?
Mirad hemos comprendido todo esto uniendo los dos grandes dones de Dios, la revelación pública y la privada. Gracias a estas dos riquezas, a estas dos fuentes, es posible afirmar la verdad de la que os he hablado hoy. La fuente, Aquél que habla, es siempre Dios y, aunque comunique de diferentes maneras, lo tenemos que escuchar. La revelación pública se ha terminado con la muerte del último apóstol, pero la privada continúa; demos gracias a Dios que ha tenido la paciencia de continuar estando en medio de nosotros.
Nosotros, los hombres hemos pateado a Dios y a la Virgen rechazando sus intervenciones en la historia, por desgracia varios sacerdotes han dicho: "No es verdad, no es posible, la Virgen no puede decir esto, Dios no puede decir esto otro"; y tú, hombre, ¿quién eres para decirlo?
Inclinemos la cabeza, arrodillémonos, levantemos la mirada y digamos: "Dios Papá gracias porque has tenido paciencia infinita con nosotros, con tus ministros. Has tenido paciencia con los que habrían tenido que reconocerte y, sin embargo, te han rechazado, gracias Dios mío, gracias Dios papá. Aunque te haya encontrado a los treinta, cuarenta, setenta años, te he conocido del mejor modo, porque has venido a mi encuentro, me has abrazado, me has puesto en Tu corazón y me tienes pegado entre tus brazos". Repetid todo esto ahora en la Santa Misa y, sobre todo, en el momento de la Santa Comunión cuando encontraréis a Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. Cada alabanza y gloria se da a Dios por todos los siglos de los siglos. Amén. Sea alabado Jesucristo.