Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 16 noviembre 2007
I lectura: Sab. 13,1-9; Sal 18; Evangelio: Lc 17,26-37.
La Madre de la Eucaristía ha subrayado que algunos de vosotros, cuando habéis sabido la causa que me ha empujado a celebrar este día, os habéis asombrado. Si os acordáis, en una de las cartas de Dios, la Virgen nos ha revelado que mientras acompañaba a su Hijo a lo largo del camino del Calvario, sentía en su corazón sentimientos contrapuestos. Por una parte el dolor desgarrador por la muerte de Jesús, por otra parte la alegría porque sabía perfectamente que otros hijos renacerían con la gracia, resucitados justamente por la muerte de Cristo. La idea de celebrar el 16 de noviembre (en este día del año 2002 llegó la carta de la Congregación de la Doctrina de la Fe y de la Congregación del Clero que comunicaba la reducción al estado laical del Obispo, n.d.r.) me acompañaba ya desde hace algunos días. Después, casi en la vigilia de esta celebración, en la mente se hizo claro el pensamiento que hasta ahora había sobrevolado sobre la importancia de este acontecimiento sobre el cual he escrito en la presentación del volumen "El último golpe de Satanás", después que hubiéramos hablado poco o nada. Se trataba de un acontecimiento que se tenía que poner de lado, eliminado de nuestra memoria. A continuación, sin embargo, he comprendido que es un día que tendrá que ser recordado, tanto por la generación actual y, lo sostengo sin presunción, también por las generaciones futuras, porque desde el 16 de noviembre del 2002 ha empezado la realización, aunque lenta en madurar, de los designios de Dios. Desde aquel día el triunfo de la Eucaristía se ha convertido todavía en más grande y visible, el triunfo de la Madre de la Eucaristía en la Iglesia ha sido grandioso y aceptado de un número cada vez mayor de personas. En nuestro corazón están presentes tantos sentimientos de sufrimiento como de alegría; después de cinco años, la preponderancia y la preferencia tenemos y queremos darla a la alegría. La intervención de Dios ha sido muchas veces anunciada y luego aplazada, justamente porque Él espera todavía la conversión de los laicos, como ha subrayado en numerosas ocasiones en los dos últimos años. Por lo que se refiere a la conversión de los sacerdotes, creo que se trata de un tema entre Dios y sus ministros, sin otros intermediarios. En cambio, lo que concierne a la conversión de los hombres, Dios espera todavía muchas, ya que ha dicho: "Soy un padre y no puede pensar en que me haya de privar eternamente de muchos hijos que, si no se convierten, irían al infierno". Aunque Dios haya aplazado su intervención y esté haciendo pagar dolorosamente y duramente esta larga espera, ciertamente intervendrá. Cuando murió el joven hijo de la viuda de Naim y la hija de Jairo, el jefe de la sinagoga, ninguno de los dos padres pensaba que Jesús resucitaría a sus hijos; lo mismo fue para Lázaro aunque las hermanas sentían un poco de esperanza, porque habían mandado llamar al Señor. Se trata de tres personas privadas de vida que han sido resucitadas por intervención directa de Dios. Sabemos que no es sólo la muerte física, la que San Francisco, en el Cántico de las criaturas, llama "hermana muerte". Existe también una muerte moral y es la más dolorosa, porque con la muerte física el que ha vivido en gracia y no tiene pecados que expiar, va al abrazo de Dios y a la felicidad eterna, en cambio, con la muerte moral se continúa viviendo físicamente en la Tierra pero en el corazón está continuamente presente un sufrimiento enorme. El mismo sufrimiento que yo, vuestro Obispo, he sentido exactamente el 16 de noviembre de hace cinco años, cuando me fue quitado el sacerdocio, la cosa más importante de mi vida. Aunque este triste acontecimiento ya había sido preanunciado, desde entonces el que os habla está moralmente muerto. Esto ha permitido la realización del tercer secreto de Fátima, del que Dios mismo ha explicado el significado. El hijo de la viuda de Naim, la hija de Jairo y Lázaro fueron resucitados poquísimo tiempo después de su muerte. Resucitar quien ha sido muerto moralmente es una empresa mucho más larga: han transcurrido cinco años, pero nosotros estamos seguros de que el triunfo del Obispo llegará, que él alcanzará alturas vertiginosas y alturas estupendas, no para enorgullecerse, sino porque ésta es la voluntad de Dios. El Señor pone a prueba, permite el sufrimiento siempre para el bien de sus hijos, incluidos aquellos a los que pide, porque a Marisa y a mí durante estos años ha pedido muchísimo. Hoy la Madre de la Eucaristía ha dado, al respecto, una indicación de gran franqueza y sinceridad, no sé si habéis comprendido cuando ha dicho: "El Obispo ha sido vapuleado por el Cielo y por la Tierra"; todo esto, justamente para indicar que Dios habría podido intervenir incluso para evitar esto, pero no lo ha hecho. A veces para nosotros es difícil entender el "por qué" de Dios, nos pone en dificultades, pero tenemos que aceptar Su voluntad. La Resurrección llegará. He ahí el motivo por el cual he querido celebrar este día: en mi corazón hay la esperanza de que nuestro largo Calvario, nuestro interminable Getsemaní, finalmente está llegando al final. Todos queríamos que el próximo año estuviese lleno de alegría, no es que yo desee obligar a Dios a cumplir determinadas obras, pero esperamos que verdaderamente éste sea el último periodo de muerte. Me gustaría también encender en vuestros corazones sentimientos semejantes aunque no tengáis ningún derecho de esperar algo, porque a vosotros no se os ha pedido un compromiso tan intenso, dramático y sobre todo tan largo como nos ha pedido a Marisa y a mí, un compromiso hasta la sangre, hasta las lágrimas, hasta la inmolación total de nuestra vida. Me gustaría esperar que, como Cristo ha resucitado a los tres difuntos mencionados, del mismo modo resucitará moralmente también al Obispo, manifestación ulterior de su poder. Que esta intención esté siempre presente en vuestras oraciones: que pronto Dios, finalmente, se decida a intervenir. Nos ha sido revelado que en el infierno son muchas las almas y que se agranda, como también el Paraíso, con la entrada de decenas de millones o centenares de millones de almas. Desde el veinticuatro de octubre del año pasado otros doscientos millones de almas han sido salvadas, pero no representan un número tan alto como podríamos pensar. Dios desea que muchos otros de Sus hijos se salven ya que para los que están en el infierno ya no se puede hacer nada. Para los que viven en la Tierra hay todavía la posibilidad de salvación. Esto es amor: la alegría se comparte con las personas queridas y cuanto más numerosas son las almas salvadas, mayor es la alegría. ¡Probad a pensar en qué proporción podrán alegrarse los que han colaborado y sufrido con Dios en la salvación de tantas almas! Éste será el premio eterno, pero nosotros somos hombres y, como los apóstoles, decimos: "Mira, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido". Jesús les responde: "En verdad os digo: no hay nadie que haya dejado casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijo o campos a causa mía y a causa del Evangelio, que no reciba ya en el presente cien veces tanto en casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y campos, junto a persecuciones, y en el futuro la vida eterna" (Mc. 10, 28-30). Nosotros estamos esperando eso y Dios no puede desilusionarnos, no tiene que desilusionarnos, tiene, ciertamente, que darnos todo lo que ha prometido. Esos son los motivos por los que he escogido celebrar el quinto aniversario del 16 de noviembre. He escrito en la introducción del volumen "El último golpe de Satanás", que los demonios, y esto lo dice S. Pablo, si hubieran sabido que, con Su muerte, Cristo habría redimido el mundo, no hubieran colaborado en su muerte; si los demonios hubiesen sabido que con la muerte moral del Obispo o de la Vidente, se habrían multiplicado las conversiones, no habrían trabajado para llegar donde han llegado. Pero de esto hablaremos después de la s. Misa. Por ahora en vuestro corazón, en vuestra alma, esté siempre presente la intención de "acelerar la Resurrección", porque, recordad, nosotros somos hijos de Dios Papá, hijo de la Madre de la Eucaristía, hijos de la Eucaristía, hijos de la muerte y de la Resurrección. La muerte es el paso obligatorio para llegar a la Resurrección, que es el último acto de la intervención de Dios.