Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 17 febrero 2008
I lectura: Gen 12,1-4; Salmo 32; II lectura: 2 Tm 1,8-10; Evangelio: Mt 17,1-9.
II Domingo de Cuaresma (AÑO A)
Hoy, segundo domingo de cuaresma, es el domingo de la llamada. Cuando hablamos de llamada tenemos que dar a esta palabra significados diferentes. Esa es siempre una iniciativa de Dios y entonces la llamada a la salvación es el primer significado que hay que dar a este término. No me detengo todavía sobre este argumento, ya que estoy hablando de él desde hace varios viernes durante la meditación de la explicación de la Carta de San Pablo a los Romanos: Dios llama a todos. Para vosotros esto ahora ya está claro, porque ha sido dicho por San Pablo de muchas maneras y ha sido repetido por mí en todos sus diferentes matices.
Pasemos a otro significado del término llamada: la de a la santidad. Aunque este significado es una verdad clara que está escrita en el Evangelio. “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 48). Para ayudarnos a comprender el modo de llegar a una santidad comunitaria, Jesús ha presentado y explicado la hermosísima y comprensible parábola de la vid y los sarmientos. Mientras estemos unidos a Cristo, en nosotros hay gracia y, por tanto, la santidad. En el momento en el que nos alejemos de Cristo con el pecado, ya no hay gracia, ya no hay santidad. Es un concepto claro y sencillo sobre el que nos hemos detenido varias veces.
Ahora hablemos del tercer concepto de llamada: la del sacerdocio y a la vida consagrada. Aunque de este tema ya hemos hablado ampliamente, sobre todo cuando hemos analizado el encuentro entre Jesús y el joven rico. Jesús, al encontrar a este joven, lo miró, lo amó y le llamó a que lo siguiera. El joven, ya que era rico, no lo hizo. Una mirada, un acto de amor por parte de Dios y las palabras que Jesús dijo a Pedro: “Te haré pescador de hombres” (Lc 5, 10), ésta es la llamada al sacerdocio que, en comparación con las demás, ve, entre los llamados, un número de personas en minoría.
Hay también un cuarto tipo de llamada que ve las criaturas involucradas en número mucho más pequeño y consiste en una misión particular que Dios confía sólo a algunos para el bien de toda la Iglesia. Estos son los profetas. Ha habido en el pasado, hay en el presente y, no hay que excluir, aunque nosotros no lo podemos decir de una manera irrevocable porque todo depende de Dios, que pueda haber también en el futuro. Son personas llamada por Dios para llevar a cabo una tarea particular. Un ejemplo de profeta es Santa Margarita María de Alacoque que, desde el silencio de un monasterio de clausura, difundió en toda la Iglesia la devoción al Sagrado Corazón y la práctica de los primeros nueve viernes de mes. Otros profetas son los pequeños pastorcillos de Fátima y no me refiero tanto a Lucía, que murió casi centenaria, sino a Jacinta y a Francisco que, incluso siendo muy jóvenes, difundieron en el mundo la devoción a los primeros cinco sábados del mes. Me gustaría también hablar del amor misericordioso de una humilde hermana enferma, sor Faustina Kowalska a la que, durante su vida, le fueron confiadas tareas humildes y modestas. Sor Faustina es otro profeta escogido por Dios para llevar a la Iglesia el amor y, sobre todo, el concepto del amor misericordioso.
Por tanto, en la Iglesia, ha habido profetas en el pasado y hay en el presente y todos tienen en común esos rasgos que hoy la Sagrada Escritura nos ha puesto claramente delante de los ojos.
Abraham es, según mi modesta opinión, el representante de la cuarta llamada y el de los profetas. En primer lugar Dios lo aleja de la situación, de la condición y del ambiente en el que viven porque, para usar una imagen clara, quiere que quemen los puentes a sus espaldas. Es un concepto, una imagen que quiere significar el hecho de que, según los designios de Dios, los profetas tiene que seguir siempre adelante, cumplir su misión y que, para ellos, no hay posibilidad de volver atrás. Esto a veces se ha realizado en otras ocasiones no, debido a la fragilidad y de la debilidad humana. Cuando Dios da una misión, no la retira y si, ésta no sigue adelante y no se completa es porque el hombre no responde. Abraham recibió la invitación de alejarse del ambiente en el que vive, pero este alejamiento es recompensado por Dios con algo grande. De hecho, el Señor lo convierte, en la vejez, en el fundador de un pueblo muy numeroso, mayor que el número de estrellas que están en el cielo, a través de su esposa, aunque ella ya era de edad avanzada. Cuando Dios llama, reserva exclusivamente para Sí, a su servicio, a la persona a la que llama y nadie puede reclamar para sí mismo o reivindicar para sí mismo la dignidad, el oficio, el trabajo de profeta, si no ha sido verdaderamente llamado por Dios. Jesús, en el Evangelio, pone en guardia a los cristianos diciéndoles: “Guardaos de los falsos profetas” (Mt 7, 15). Aquí hay una clara advertencia, pero por desgracia, en el mundo y en la Iglesia, ha habido muchos falsos profetas que han sembrado confusión, que han provocado división y que han tenido incluso seguimiento y reconocimiento. Pero Dios no estaba en absoluto con ellos. Al verdadero profeta a menudo, si no siempre, le está reservada una vida difícil y complicada porque a menudo es perseguido. El verdadero profeta es el que se parece al profeta por excelencia, Cristo; es aquel que cumple la voluntad de Dios; y quién mejor que Cristo, ha cumplido la voluntad del Padre, que consistía en la salvación de los hombres. Mirad, Cristo es profeta y los otros profetas, inferiores en dignidad, en oficio y en grandeza le deben imitar en la vida, en el compromiso y a menudo en el sufrimiento que puede llegar hasta el martirio. Estos son los verdaderos profetas entre los que está Pablo, el gran Pablo, que también hoy ha sido citado por la Virgen. Y esto os hace comprender la predilección, por parte de la Virgen, respecto a este apóstol con el que, ciertamente, se ha reunido durante su vida. Pablo no habla de ello expresamente, al igual que no hablan de ello las sagradas escrituras, pero vosotros creéis que Pablo, el apóstol de la pasión, del entusiasmo, del amor, de la fe y de la esperanza, no haya ido a ver a la Virgen? Desde luego que la conoció y escuchó lo que el corazón de esta madre puso a su disposición y, a su vez, lo ha enseñado a los que eran llamados a realizar y a continuar su misión de profeta. Como se desprende claramente del pasaje tomado de la segunda carta a Timoteo, no ha sido citado por casualidad, sino específica y claramente por la Virgen, Pablo dice: “Soporta conmigo tu parte de sufrimiento” (2 TM 2, 3). Mirad, vuelve a ser mencionado el verbo que a nosotros nos da miedo, que me da miedo y que a cualquier persona le da miedo. Sufre por el Evangelio, sufre por hacer respetar la palabra de Dios y hoy, no sé si os habéis dado cuenta, que también vosotros sois llamados a convivir la misión del profeta, cuando la Virgen ha dicho: “Haced un poco de apostolado, haced comprender qué es el S. Evangelio”. Hoy, también vosotros habéis recibido el mandato de llevar a cabo vuestra misión profética que, de por sí, está presente en cada bautizado pero que, lo ha exteriorizado a vosotros. De hecho, habéis sido llamados por Dios para dar este testimonio, no fácil, ni sencillo que hará sufrir, pero llevadla a cabo, no con la presunción de los que tocan las campanas y pretenden imponerse, sino presentando la belleza del Evangelio con sencillez y con humildad, haciendo comprender que, habiendo transformado vuestra vida, es posible que sea transformada también la vida de los demás. Vivid la tarea del testimonio con humildad, como ha dicho Pablo a Timoteo, el cual no ha sido llamado en base a las obras, sino sólo porque Dios lo ha querido. Ninguno de nosotros puede decir que esté a la altura de la misión, poner por delante los derechos o los méritos con los que decir a Cristo aquí estoy, llámame, porque yo estoy en mejor condición que mis hermanos. No sabemos, y la historia nos lo enseña, que los verdaderos profetas tienen todos en común la fragilidad, debilidad, sufrimiento, poco seguimiento y, además, poca credibilidad porque, si es difícil aceptar la palabra de Dios en el Evangelio, es mucho más difícil aceptar, porque estallan envidias, celos, incomprensiones, a aquellos que la anuncian. Vosotros profetas, llamados por Dios, ¿qué esperáis? Podéis encontrar la respuesta en el Evangelio. En la Sagrada Escritura se habla de la transfiguración de Jesús, pero está también presente la nuestra. Vosotros rezáis el rosario, los misterios que han sido aprobados por la Madre de la Eucaristía y, cuando llegáis al cuarto misterio glorioso, leéis: “La Virgen murió y fue enseguida transfigurada” y hablamos de una criatura humana. La transfiguración de la Virgen consiste en el hecho de que, su cuerpo, como ella misma nos ha dicho, ha conocido la muerte pero no la corrupción. La Virgen ha sido asunta al cielo en cuerpo y se ha convertido en hermoso, maravilloso, más esplendoroso que el sol, porque la presencia de la gracia inmensa se ha derramado sobre todo su cuerpo. El cuerpo de María era ya muy hermoso, pero se ha convertido aún más. No existe en la lengua italiana un término adecuado para representar la grandeza y la belleza de María, aunque Dios hay la posibilidad de añadir un grado al superlativo absoluto hermosísimo: gramaticalmente es un error, pero el cuerpo de María es muy, muy, muy hermoso. Bueno, creo que os he hecho comprender el concepto que quiero haceros entender. Este concepto no hace referencia sólo a la Virgen, sino también a nosotros, porque nosotros seremos transfigurados y tendremos un cuerpo, pero mucho más hermoso del que hemos tenido durante nuestra vida terrena. La garantía de cuando os estoy diciendo, es decir que el cuerpo no tendrá corrupción, nos la da Dios mismo. ¿Os habéis preguntado alguna vez el motivo por el cual Dios permite que los cuerpos de algunas personas no estén sujetos a la corrupción y, exhumados después de decenios, se presenten todavía perfectamente conservados? No es por un motivo de devoción, como se ha dicho, no es por una ostentación de santidad. Hay mucho más y mucho mejor. De este modo Dios nos recuerda y nos quiere decir: “Como yo mantengo este cuerpo intacto, así llevaré este cuerpo, junto a vuestros cuerpos, a una belleza, a una transfiguración maravillosa”. Ahora habéis comprendido cuál es el verdadero motivo por el cual, entrando en las Iglesias, podéis ver el cuerpo de un santo o de una santa, perfectamente conservados. No es en función del presente, sino del futuro. A nosotros no nos interesa estar colocados bajo los altares y expuestos a la visión, a veces curiosa, de los fieles y de los devotos, a nosotros nos interesa que nuestro cuerpo, después que haya pasado también la corrupción, sea transformado en la resurrección y llegue a aquella belleza por la que Dios mismo, mirándonos, pueda complacerse y decir: “He hecho una cosa hermosa”, como dijo en el momento de la creación, después de haber creado el mundo y lo que contiene. Veis, esta es la realidad, esta es la reflexión que hoy el Señor os confía a vosotros. Nos confía esta visión del futuro, del que formaremos parte, ciertamente, pero de la manera más hermosa, del mejor modo y más alegre. Ánimo, ahora gemimos, quizás incluso demasiado, ahora sufrimos, quizás incluso demasiado, ahora esperamos, quizás desde demasiado tiempo; que Dios se decida a hacer lo que ha prometido, pero cuando el cansancio, la amargura y la desilusión nos asalten y eso puede ocurrir frecuentemente y cotidianamente, entonces recordemos que la realidad será la que habéis aprendido hoy. Pensemos y recordemos que esta realidad será así sólo por el poder, la intervención, el amor y la gracia de Dios.
Sea alabado Jesucristo.