Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 18 enero 2009
I Lectura:1 Sam 3,3-10.19; Salmo 39; II Lectura: 1 Cor 6,13-15.17-20; Evangelio: Jn 1,35-42
Considero necesario dar una distribución lógica a las lecturas para entender mejor las enseñanzas que quiere transmitirnos el Señor.
El fragmento que hay que poner en primer lugar es el de Samuel, sigue el fragmento del Evangelio y en último lugar el fragmento tomado de la carta de Pablo a los Corintios. Estas lecturas tienen en común el tema de la vocación, una llamada que hace presentes necesariamente a dos interlocutores: Dios que llama y el hombre que responde. Esta respuesta la encontramos en el versículo del salmo responsorial: "E ahí que vengo, oh Señor, para hacer tu voluntad"; esta es la única actitud que el hombre tiene que tener cuando Dios lo llama.
Las llamadas y las vocaciones son diferentes y múltiples; hoy destacamos dos en particular y una en general. "En aquellos días, Samuel dormía en el tempo del Señor, donde se encontraba el arca de Dios. El Señor llamó: "¡Samuel!" y él respondió: "Heme aquí", después corrió donde Elí y le dijo: "Aquí estoy porque me has llamado". Él respondió: "No te he llamado, vuélvete a dormir". Volvió y se puso a dormir. Pero el Señor llamó de nuevo: "¡Samuel!"; Samuel se levantó y corrió donde Elí diciendo: "Aquí estoy porque me has llamado", pero él respondió de nuevo: "No te he llamado, hijo mío, vuelve a dormir". Aún no conocía Samuel al Señor, pues no le había sido revelada la palabra del Señor. El Señor volvió a llamar por tercera vez a "Samuel" y él se levantó y se fue donde Elí diciendo: "Aquí estoy porque me has llamado". Comprendió entonces Elí que era el Señor quien llamaba al joven y dijo a Samuel: "Vete y acuéstate, y si te llaman, dirás: Habla, Señor, que tu siervo escucha". Samuel se fue y se acostó de nuevo. Vino el Señor, se paró y llamó como las veces anteriores: "¡Samuel, Samuel!" Respondió Samuel: "¡Habla, que tu siervo escucha!". Samuel crecía y el Señor estaba con él y no dejó caer en tierra ninguna de sus palabras" (1 Sam 3,3-10,19).
El fragmento, tomado del primer libro de Samuel, patentiza la llamada por parte de Dios a la profecía, o bien, Dios llama a alguien a desempeñar el papel de profeta en la comunidad, en la sociedad y en la Iglesia. El profeta no tiene que ser entendido en el sentido pagano, romano o griego, como aquel que vaticina el futuro, que se esfuerza de varias maneras y con varios medios, en ver el futuro, para descifrarlo y desvelarlo a quien se lo pida. El concepto de profeta en el Nuevo Testamento es otro; la llamada a la profecía, de hecho, no ha cesado con la encarnación, sino que con ella, este carisma y este don se ha desarrollado.
El profeta es el que da a conocer al pueblo la voluntad de Dios. Mirad, pues, quién es el profeta. De todas las llamadas, la de la profecía es seguramente la más difícil. El profeta tiene que soportar, respecto a todas las demás vocaciones, la vida más atormentada. Si queréis tener confirmación, os será suficiente leer a los grandes profetas del Antiguo Testamento, sobre todo Ezequiel, Isaías y Jeremías. Descubriréis que efectivamente, su vida ha sido la más difícil; parece, además, que algunos de ellos han muerto de manera violenta padeciendo el martirio a causa de su vocación.
Uno se pregunta cómo puede ocurrir también esto en el Nuevo Testamento. Dios, en el Nuevo Testamento, ciertamente ha hablado de manera particular a través de Su Hijo, como dice Pablo, pero los que profundizan en la Sagrada Escritura, sobre todo en el Evangelio, son muy pocos; por esto Dios tiene piedad, misericordia y se preocupa por su pueblo e invita a sus profetas a anunciar Su Voluntad, a hacer entender mejor lo que Él ha dicho y que se propone en el Evangelio. Somos conscientes, sin embargo de que esta llamada en el Nuevo Testamente (cuando hablamos de Nuevo Testamento hacemos referencia también a nuestros días) es extremadamente incomprendida. También la Virgen ha hablado de ello: los hombres que tienen en el corazón el deseo de oponerse a Dios - no se explicaría de otra manera su forma de actuar - no pudiendo abalanzarse contra Él, se lanzan contra sus profetas. Intentan anular el mensaje que éstos traen, tratando de destruir a las personas por todos los medios, golpeándolas incluso físicamente con atentados.
Pero Dios no se deja impresionar y es tan grande su amor y su deseo de llamar a sí a todos los hombres, que continúa pidiendo a algunos de éstos una vida dura, y a veces tan sufrida, que los vacía, los agota y los consume antes, incluso antes de que puedan ser víctimas de cualquier atentado, llamándoles a ser profetas.
La segunda vocación que tratamos es la del sacerdocio, tan maravillosamente descrita por Juan.
"En aquél tiempo Juan estaba con dos de sus discípulos. Fijándose en Jesús que pasaba, dice: "He ahí el Cordero de Dios". Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús. Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: "¿Qué buscáis?" Ellos le respondieron: "Rabbí - que quiere decir "Maestro" - ¿dónde vives?" les respondió: "Venid y lo veréis". Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima. Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús. Éste se encuentra primeramente con su hermano Simón y le dice: "Hemos encontrado al Mesías" -que quiere decir Cristo. Y le llevó donde Jesús. Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas" -que quiere decir "Piedra". (Gv 1,35-42)
Es uno de los fragmentos en los que destaca la humanidad de Cristo; Jesús, de hecho, es verdadero Dios, pero también es verdadero hombre. He tenido ya ocasión de subrayar este particular: Cristo va al lugar donde Juan bautizaba y éste, viéndole llegar, da aquel famoso anuncio que nosotros repetimos en el momento de la comunión: "He ahí el Cordero de Dios". Son suficientes estas pocas palabras que Dios pone en el corazón del hombre, para hacer surgir el deseo de seguir al nuevo maestro. En aquellos entonces habían celos entre los discípulos de los diferentes maestros porque cada uno tendía a valorar al propio, pero aquí Juan, que había dicho: "Es necesario que yo disminuya para que él pueda aumentar", sabe bien quién es Cristo y no se coloca ni siquiera en la posición del esclavo, que es el adecuado para atar las sandalias de su patrón. Es suficiente el entusiasmo, el amor y la fe que emergen de estas palabras para empujar a dos de los discípulos de Juan a seguir a Cristo. Jesús está contento, porque efectivamente empieza a reunir en torno a sí a los que formarán el colegio de los doce apóstoles. Pues bien, Él camina y ellos van detrás, pero a Él nada se le escapa, sabe perfectamente que lo están siguiendo. Me gustaría ahora detenerme un momento para entrar en el corazón de Jesús y en el corazón de los dos futuros apóstoles. El Evangelio no habla de ello, pero nosotros tenemos la posibilidad, quizás también el derecho, de imaginar qué habría ocurrido. Jesús en aquel momento reza por sus primeros apóstoles y por todos los otros que llamaría a continuación; es el poder de la oración del Hijo de Dios, dirigida al Padre, la que determina la inmediatez de la respuesta de los apóstoles, incluso en las llamadas sucesivas. Este elemento merece ser meditado más largamente y con mayor atención.
Lucas ha demostrado en su Evangelio que Jesús, antes de llamar a los apóstoles, se ha recogido en oración. Si se ha recogido en oración cuando los ha llamado consigo, ciertamente se habrá confiado también a la oración cuando los ha llamado uno a uno o por parejas, como en este caso. La confirmación la encontramos en el Evangelio, pero no sabemos leerlo con suficiente inteligencia, fe y amor. Si fuésemos capaces de hacerlo, todo sería claro y nada sería oscuro. En el corazón de los futuros discípulos explota el entusiasmo, pero esto choca con la realidad. Dejan a un maestro consolidado como Juan y siguen a uno nuevo. Se han preguntado si sería otro tan fuerte, poderoso e importante, por lo que siguiéndole, también ellos serían importantes. Es la humanidad la que siente, es el deseo humano de destacar, lo que hay en el corazón de estos dos apóstoles, los cuales, mientras siguen a Cristo, experimentan un tumulto interior de pensamientos y reflexiones. Jesús se alegra de esto. Yo soy capaz de ver en los labios de Jesús una sonrisa de satisfacción, porque sabe que éste es el camino para llegar a Él. Para llegar a Cristo, de hecho, los que sentimos Su llamada, primero tenemos que despojarnos de nuestras seguridades, de nuestras ideas, de los valores en lo que creemos, vaciarnos de las realidades que nos interesan para llenarnos de las seguridades, de las ideas, de los valores y de las realidades que son de Cristo. En estos apóstoles se representa toda la categoría de los futuros sacerdotes. La auténtica respuesta es la que os he descrito yo, si después éstos no corresponden, o traicionan, o no son honestos con su propia vocación, es otra cosa.
Jesús sabe que, a través de la palabra y la enseñanza, existe la comprensión y el saber y ha invitado a dos apóstoles a quedarse con Él. No sabemos donde pernoctaba Jesús, con qué persona o de qué familia era huésped, pero sabemos que Él, durante todo el día, puso a disposición de sus dos discípulos no sólo su casa, sino a sí mismo. Esto permitió que su entusiasmo, que probablemente tuvo lugar durante el recorrido y su lucha contra las dudas de la determinación, se afirmaran de manera fuerte y maravillosa; de hecho cuando Andrés se encuentra con Simón, futuro Pedro, le dirá: "Hemos encontrado al Mesías". Después que Jesús hubo hablado con ellos y les dedicó importantes horas, éstos comprendieron y creyeron.
Los dos se dijeron: "Hemos encontrado a Cristo, hemos encontrado al Mesías". Jesús se presentó como lo que realmente era: el enviado del Padre, el Mesías tan esperado, el redentor sobre el cual se descargaban todos los pecados del mundo para ser purificados.
Hemos hecho alusión a algunas vocaciones individuales, pero ahora tomemos en consideración una de genérica: la vocación a la santidad. Ésta, es presentada en el fragmento de la carta de Pablo a los Corintios.
"Hermanos, el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor es para el cuerpo. Dios, que ha resucitado al Señor, nos resucitará también a nosotros con su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? El que se une al Señor forma con él un solo espíritu. ¡Huid de la fornicación! Cualquier pecado que comete el hombre queda fuera de su cuerpo; mas el que fornica, peca contra su propio cuerpo. ¿No sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido bien comprados! ¡Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo!". (1 Cor6,13-15. 17-20)
La llamada a la santidad no está dirigida solamente a algunas personas, sino a todos. Todos somos llamados a ser santos, a ser puros y sin mancha delante de Dios. El argumento que da Pablo es que considera que, tanto el cuerpo humano como el cuerpo místico, son de Cristo.
El cuerpo, entendido como cuerpo físico, tiene que ser respetado, no tiene que caer en la impureza que lo aleja de Dios, porque es templo del Espíritu Santo. A través de los gestos litúrgicos de la purificación con el incienso, se saca a la luz este concepto. En las misas solemnes, el Papa o el obispo, inciensa el altar y después devuelve el incensario al ayudante, el cual va a incensar a la asamblea. Estos gestos no han sido nunca lo suficientemente resaltados, pero expresan exactamente el concepto que os he expuesto. La Iglesia, a través de este rito, hace comprender que la incensación va dirigida al templo que acoge al Espíritu Santo y como es incensado el altar que acogerá a la Trinidad, que acogerá a Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre en cuerpo, sangre, alma y divinidad, igualmente es incensado el cuerpo de cada fiel que acepta, custodia y recibe a la Trinidad y de manera particular al Espíritu Santo.
Detengámonos ahora a considerar el cuerpo místico, del cual Pablo es maestro. Según Pablo sería absurdo y monstruoso pensar que pueda coexistir, en la santidad del cuerpo místico, cualquier miembro pecador. He ahí porque el cuerpo místico es la unión de todos los santos, unidos entre ellos y unidos a su vez al Santo por excelencia, que es Cristo: ésta es la llamada a la santidad. Nosotros estamos llamados a ser miembros vivos del cuerpo místico y es por esto que tenemos que empeñar cada fibra y energía nuestra en rechazar todo lo que pueda ensuciarnos u ofendernos a nosotros mismos como miembros, para exaltar y recibir la santidad de Dios. Todos nosotros estamos llamados a esto y es una cosa posible; es el tema de la redención, de la gracia. A Dios todo le es posible, por consiguiente, también el mantenernos tan santos, honestos y limpios como sea posible. Claro que en un mundo materialista y dedicado al placer, donde se anhela solamente alcanzar las cima más altas de poder, es difícil acoger y respetar las enseñanzas de Cristo, pero para nosotros, éstas tienen un gran significado y nuestro deseo es que este cuerpo místico pueda agrandarse progresivamente y abarcar a todos los hombres. Es la voluntad de Dios, la potencia de la redención, el trabajo del Espíritu Santo, el que tenemos que invocar; Dios Espíritu Santo tiene la tarea de ayudar a cada miembro del cuerpo místico a alcanzar la santidad. Invoquemos al Espíritu Santo, obedezcamos las enseñanzas de Cristo, habituémonos a hablar con el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo, anticipando lo que haremos en el Paraíso de la visión beatífica y, si acaso nos tuviésemos que quedar durante un tiempo en el de la espera, bienvenido sea también esto, porque sabemos que antes o después, seremos admitidos a ver y a gozar de Dios.
¿Os habéis preguntado alguna vez, cómo es Dios? Yo sí, pero nunca he sabido darme una respuesta, porque me parece limitado pensanLo en esta o aquella manera. Y sin embargo, tiene que ser algo infinitamente bello, que escapa a nuestra inteligencia y creo que el Señor permite que se nos escape para tener despierto en nosotros el deseo y la voluntad de querer ir a verlo tal como es realmente. Todos deseamos ver a Dios, pero sólo hay un camino: el de la santidad. Que nos ayude Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. Sea alabado Jesucristo.