Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 19 febrero 2006
I Lectura: Is 43,18-19.21-22.24-25; Salmo 40; II Lectura: 2Cor 1,18-22; Evangelio: Mc 2,1-12
Hoy quiero hacer una reflexión sobre el Evangelio y luego nos detendremos en las otras dos lecturas.
Jesús, a través de una intervención personal y divina, realiza un milagro, sana a un paralítico que había sido descolgado con una camilla desde el techo, después de haberlo levantado.
“Entró de nuevo en Cafarnaún después de algunos días, y se supo que estaba en casa. Acudieron tantos que ni a la puerta cabían; y él les dirigía la palabra. Le trajeron entre cuatro un paralítico. Como había tanta gente, no podían presentárselo. Entonces levantaron la techumbre donde él estaba, hicieron un boquete y descolgaron la camilla con el paralítico. Jesús, al ver su fe, dijo al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados». Algunos de los maestros de la ley se dijeron: «¿Cómo habla así éste? ¡Blasfema! ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?». Jesús, conociendo sus pensamientos, les dijo: «¿Por qué pensáis así? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados son perdonados, o decirle: Levántate, carga con tu camilla y anda? Pues para que veáis que el hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados, dijo al paralítico: ¡Tú, levántate, carga con tu camilla y vete a tu casa!». El paralítico se levantó, cargó inmediatamente con la camilla y salió a la vista de todos. Todos se quedaron sobrecogidos y glorificaron a Dios, diciendo: «Jamás hemos visto cosa igual». (Mc 2, 1-12.)
Me ha vendido espontáneo el comparar este acontecimiento con la situación vivida por San José que sufrió durante ocho años en la casa de Nazaret.
Poco a poco, somos capaces de saber algo respecto a los años vividos por Jesús antes de su vida pública. Él amó mucho a José, su padre putativo. Durante estos ocho años, el sufrimiento de José fue tan fuerte y tremendo, que varias veces lloró y se lamentó, y es justo que sea así. Estaréis pensando que Jesús estaba allí y habría podido curarlo o al menos hacer que los sufrimientos fueran más llevaderos, pero no lo hizo. La Virgen es la criatura humana más poderosa para interceder ante Dios. De hecho, durante la vida de Cristo, y por su intervención, ocurrieron los milagros. Recordamos solamente el de las bodas de Caná, pero ciertamente hubo muchos otros. También, por lo que se refiere al sufrimiento de su amado esposo José, no pudo nada y esto es difícil de comprender. Las únicas personas que habrían podido aliviar o curar la enfermedad de San José no lo hicieron, porque la voluntad de Dios era diferente. Muchas veces también a nosotros nos cuesta aceptar la voluntad de Dios, no por falta de respeto sino precisamente porque nos enfrentamos al misterio tremendo, lacerante y turbulento del sufrimiento y quisiéramos aliviar los sufrimientos de los que sufren. La casa de Nazaret fue testigo de los lamentos y de las lágrimas de San José, a las cuales, ciertamente, se añadieron las de su esposa y las de su hijo. Todos tuvieron que inclinarse ante un misterio que ciertamente no pasó por alto a Jesús, sino a María y José, por lo que tuvieron que inclinar la cabeza y repetir la famosa frase: “Que se haga la voluntad de Dios”. Quien tiene oídos para oír, entienda. Habéis entendido las referencias.
Ahora vayamos a la jornada de hoy: no es una coincidencia sino providencia. En esta jornada recordamos, aunque de una manera sencilla y modesta, uno de los 185 milagros eucarísticos, quizá uno de los más atacados y cubiertos de fango. Años más tarde, siendo obra de Dios, podemos ver los efectos de lo que se relata por escrito siete siglos antes del nacimiento de Cristo.
Creo que quien estaba presente el 18 de febrero de 1996 recuerda perfectamente la imagen del milagro en el que la Virgen pidió a Marisa que comiera hierba. También sobre esto se hizo ironía. En el gesto que Dios pidió a Marisa que realizara están presentes dos enseñanzas: la primera es que solo a través de la penitencia y la purificación el hombre se acerca a Él, y son necesarias para ayudarse a sí mismo y, por el principio de solidaridad, también los hermanos; el segundo es que, siendo éste un lugar taumatúrgico, todo lo que está presente y emerge en él es santo.
Nosotros hemos conservado esta hostia que veréis al final de la Misa, cuando os imparta la bendición a cada de vosotros. Os daréis cuenta, que después de diez años, ha permanecido íntegra, intacta y perfectamente blanca. Incluso en este caso las leyes de la naturaleza han quedado de lado y han sido superadas por Dios a través de una intervención Suya. De hecho, según el parecer de personas expertas, es imposible que sobre una hostia de pan después de un poco de tiempo no empiece un proceso de oxidación o similar, según el cual primero se vuelve amarillo y luego empieza a romperse; pero todo esto no ha ocurrido porque ésta es una obra de Dios.
Lo repito: los humildes, los pequeños y los sencillos han acogido, aceptado y agradecido las obras de Dios; por desgracia, los grandes las han rechazado y se han burlado, pero siempre ha sido así.
“¡No os acordéis de antaño, de lo pasado no os cuidéis! Mirad, yo voy a hacer una cosa nueva; ya despunta, ¿no lo notáis? Sí, en el desierto abriré un camino, y ríos en la tierra seca. El pueblo que yo he formado celebrará mi gloria. Mas tú, Jacob, no me has invocado; tú, Israel, no te has inquietado por mí. Sólo con tus pecados me has oprimido, me has agobiado con tus iniquidades. Soy yo, soy yo, quien tengo que borrar tus faltas y no acordarme de tus pecados”. (Is 43,18-19.21-22.24-25)
Mirad lo que dice Isaías, o mejor, lo que Dios hace anunciar a Isaías: “Voy a hacer una cosa nueva” (Is 43,19). La “cosa nueva” es la liberación y el retorno a la tierra prometida del pueblo judío, hecho que, después de un largo exilio en tierra extranjera, parece humanamente imposible. Solo Dios puede hacer que su pueblo purificado vuelva a la cuna y a la tierra que lo vio nacer. Él hará cosas grandes, como abrir caminos en el desierto y hacer surgir ríos en la estepa; donde la humanidad no es capaz, Dios Omnipotente y por encima de todos, puede.
Pero hay que poner atención, porque ante la gran intervención de Dios, la mayor parte del pueblo de Israel, sobre todo la clase culta, reacciona de modo negativo. “Mas tú, Jacob, no me has invocado; tú, Israel, no te has inquietado por mí”. (Is 43,22); “Sólo con tus pecados me has oprimido, me has agobiado con tus iniquidades” (Is 43,24).
Estas palabras de Dios son siempre actuales y se pueden referir a la intervención divina del 18 de febrero de 1996. De hecho, los que habrían tenido que acoger, los que habrían tenido que defender y sostener, se comportaron como Jacob e Israel: se rebelaron y agravaron cada vez más sus iniquidades ante los ojos de Dios.
Según la expresión bíblica y evangélica, los pequeños son los que se comprometen a utilizar todas sus cualidades para tener éxito en las intenciones sugeridos por Dios y saben que solo necesitan Su ayuda. Los pequeños son los que son juzgados débiles, por tanto inconsistentes pero, sin embargo, no caen en el compromiso. Pablo, en la segunda lectura a los Corintios escribe: “Dios es testigo de que no os decimos Sí y No al mismo tiempo. El Hijo de Dios, Jesucristo, a quién os hemos predicado, Silvano y Timoteo y yo, no fue Sí y No, sino que fue Sí” (2Cor 1;18-20). Quiere decir que no aceptó ningún compromiso. Dicen que aceptar los compromisos es una habilidad de los políticos. Para mí es astucia, pero quien tiene las ideas claras y las defiende, quien quiere alcanzar las metas que se ha marcado, nunca aceptará hacer concesiones para alcanzar la meta. Por eso los pequeños son los que resultan grandes: tienen en sí mismos una fuerza tan abrumadora, dada por la fe, capaces de realizar actos comparables a aquellos de los que habló el Señor, como arrancar árboles y plantarlos en el mar.
Esto lo puede hacer quien tiene fe. Vemos que sobre nuestra debilidad humana Dios ha apoyado sus planes, sus designios y los ha realizado. Una vez más Pablo viene en nuestra ayuda y nos dice: “Todas las promesas de Dios se cumplen en él” (2Cor 1,20).
¿Quién hubiera pensado, hace diez años, que la Eucaristía produciría un triunfo en toda la Iglesia y en todo el mundo? ¿Quién hubiera pensado que toda la atención de los hombres de la Iglesia se centraría finalmente en la Eucaristía y que volvería a ser, según los planes de Dios, fuente y cumbre de toda la vida cristiana?
Hace diez años, nadie podía pensar esto. La Eucaristía, como presencia real de Dios, era rechazada y, además, no aceptada por personas poderosas, cultas y fuertes que ejercían su poder en el ámbito eclesiástico. Además, estos no han podido detener la obra de Dios, porque Él ha mantenido su promesa: el Triunfo de la Eucaristía. Todo empezó en este lugar taumatúrgico y se difundirá y llegará a cada rincón de la Tierra. Y ahora, he aquí, que nos inclinamos reverentes y damos gracias a Dios de haber sido testigos de este evento. No nos interesa el mal que se ha hecho, nos interesa todo el bien que se ha hecho y lo que hemos visto.
Recordad que si no hubieran acaecido esos 185 milagros eucarísticos, incluido el que recordamos hoy, no estaríamos celebrando el triunfo de la eucaristía. Es Dios el que ha intervenido, es Dios el que ha obrado y ha cambiado las situaciones y los corazones de los hombres que querían convertirse.
Es obra de Dios y a él nada ni nadie puede oponersele. Dios puede esperar, incluso puede crear en sus enemigos la ilusión de haber vencido, pero cuando se sienten vencedores, serán llevados por la justicia del Señor y puestos en la situación que les corresponde.
Recordad el fragmento evangélico del rico que, después de haber llenado sus graneros, exclamó: “Alma, tienes muchos bienes para largos años; descansa, come, bebe y pásalo bien”, pero Dios le dijo: “Insensato, esta misma noche morirás. ¿Para quién será lo que has acaparado? Así sucederá al que amontona riquezas y no es rico a los ojos de Dios.” (Lc 12, 16-21). No deseamos la muerte a nadie, estamos por la vida física y espiritual, pero nadie es peor que los que rechazan vivir. Este rechazo está hecho de odio y de aversión hacia Dios, que es vida. El que rechaza a Dios, quiere morir; el que rechaza vivir, se pone en la tristeza de la muerte espiritual y no a la fuente de la vida. La fuente de la vida es solo y exclusivamente la Eucaristía.
Los tiempos se alargan, sobre esto probablemente tengamos razón. Sin embargo, los designios de Dios no cambian, pero Él ralentiza su acción porque los hombres, y a menudo aquellos más poderosos, se oponen a su acción y a su voluntad, como nos ha recordado hoy la Virgen. De hecho, lo habéis oído muchas veces, Dios es Omnipotente y no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta y se convierta; así les pide a los buenos que tengan paciencia, que recen y sufran para que muchas almas puedan aún tener la ocasión de salvarse. De otro modo, estos se encontrarían en la situación de sentir la terrible y tremenda palabra de Dios: “¡Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles!” (Mt 25, 41)
Queremos alegrarnos y queremos que nuestra alegría sea siempre compartida por un mayor número de personas, ahora en la Tierra y un mañana en el Paraíso. No queremos caer ni en la envidia ni en los celos, sino que queremos ser guiados por el amor. Sólo el amor salva, solo el amor nos hace encontrar a cada uno de nosotros con Dios; así después de habernos encontrado con Dios, cada uno de nosotros se encontrará con sus hermanos y siguiendo un rayo que se ensancha en este círculo, podremos incluir a todos los hombres para quienes esperar la salvación, desear el bien y esperar encontrarlos mañana en el Paraíso.
Sea alabado Jesucristo.