Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 19 marzo 2006
Fiesta del Sacerdocio
He decidido unir la fiesta del sacerdocio, que celebramos en el aniversario de mi ordenación sacerdotal, con la de San José. A la luz del día de hoy, creo que no es una simple coincidencia ni una elección oportuna, sino que creo que entra dentro de los designios de Dios.
Ayer, manifesté mi entusiasmo porque, a pesar de no haber comunicado nada a los que han ideado este diseño a los pies del altar, han sabido representar, de manera clara y nítida, el tema que, en estos días y sobre todo durante las largas noches, he meditado en mi mente y en mi corazón.
En el centro del diseño frente a vosotros está la Eucaristía. La Eucaristía es el sacramento que tiene una infinidad de definiciones, pero hay una que no hemos pronunciado nunca: el sacramento de la Eucaristía es el sacramento que lo une todo. Por tanto, lo que aparentemente parecía distante, como el sacerdocio por una parte y San José por otra, en realidad tiene puntos en común. San José no es un sacerdote, pero recordad siempre que ha sido el padre del Sumo, Primer y Eterno Sacerdote. Padre no natural, así como María es Madre natural, él es padre legal y, por tanto, aquel al cual Jesús se ha dirigido con afecto, llamándole con el dulce nombre de “Abba”.
La Eucaristía une y nosotros invocamos a San José como “Custodio de la Eucaristía”. Esperemos que esta invocación se pueda difundir pronto en la Iglesia, como todas las otras actividades nuestras, reflexiones, compromisos y dibujos que hemos hecho. Esta invocación hacia San José debería ser pronunciada cada vez, como hago yo, durante la celebración de la Santa Misa.
Para algunos teólogos, esta invocación les podría hacer fruncir el ceño y despertar cierta sospecha. Por desgracia, los que no tienen en sí la luz del Espíritu Santo, aunque sean cultos, no son capaces de ver las alturas a las que Dios llama a menudo a las almas más sencillas. Si María ha sido invocada por Juan Pablo II y por una multitud de otros cardenales y obispos como “Madre de la Eucaristía”, significa que este título ha sido reconocido como teológicamente correcto y válido.
María es Madre de Jesucristo y en la Eucaristía está presente Jesucristo con Cuerpo, Sangre, Alma y divinidad; igualmente, la definición de San José “Custodio de la Eucaristía”. Si José es el custodio de Jesús y Jesús es la Eucaristía, en consecuencia San José es el “Custodio de la Eucaristía”.
Por tanto, José es el “Custodio de la Eucaristía”, el que protegió a Jesús Eucaristía, el que trabajó y se afanó para dar una vida y un hogar, aunque modesto, alimento, aunque pobre, al Hijo de Dios, a Jesús Eucaristía. ¡Éste es José! Recordad: el hombre de la cruz y la cruz nos lleva a la Eucaristía.
La Eucaristía es celebrada por los sacerdotes, llamados también Ministros de la Eucaristía; por tanto, ved como la Eucaristía une a José con el sacerdote y luego José se pone también como protector de la Iglesia. De hecho, como fue custodio de Jesús Eucaristía, también debe proteger a la Iglesia, instituida por Jesús, de todos los ataques diabólicos, de las debilidades y de las enfermedades espirituales de sus ministros, que a menudo estremecen su cuerpo afligido y dolorido.
La Eucaristía es celebrada por los ministros de la Eucaristía y los sacerdotes, que tienen el orden sagrado en la triple jerarquía de diaconado, presbiterio y episcopado, deben mirar a José como modelo. ¿Cómo es posible que un sacerdote tenga como modelo a un laico? Podemos definir a San José como el primer fiel laico de la Iglesia. Tenía un enorme amor por Jesús. Creo poder decir que la grandeza de José, su fe profunda, su amor ilimitado, son inferiores solo al de su amada y casta esposa María. El gran amor de San José se refleja en las más pequeñas acciones que distinguían la jornada de este humilde siervo del Señor.
Él veía ante sí a una humilde, débil y pequeña criatura necesitada de cuidados, de afecto, de protección y de servicio. San José tomaba en brazos a esta pequeña criatura que, como cualquier niño, gemía y lo abrazaba contra su corazón. Después de haber prestado servicio y asistencia se ponía en posición de adoración: arrodillado y adorando en un profundo silencio y recogimiento ante el Niño Dios. Todo esto ¿no os recuerda la relación que debemos tener con la Eucaristía? La Eucaristía es lo más materialmente débil y frágil que podemos tener delante de nosotros; sin embargo está la presencia real y misteriosa de Jesucristo, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, que no podemos ver con nuestros sentidos, pero que somos conscientes de ello por la fe.
Por desgracia, a veces, la Eucaristía es confiada a las manos indignas de algunos ministros de la Eucaristía y, muy a menudo, es asumido por personas que no están en gracia, cometiendo un sacrilegio. Así aunque la Eucaristía es aparentemente débil y necesitada de protección, por lo que los ministros de la Eucaristía deberían tener, como dice la escritura: “Manos inocentes y puro corazón” (Sal 24, 4), para celebrar el misterio Eucarístico, para acercarse a la Eucaristía y llevar a los fieles, que les están confiados, también a la Eucaristía.
Custodio de la Eucaristía, San José; ministro y custodio de la Eucaristía, el sacerdote. Ved como la Eucaristía une y he insistido en este aspecto: “Manos inocentes y puro corazón” (Sal 24,4).
La castidad de José fue una ofrenda total que, este primer y gran santo, confió a Dios. En el mundo judío la vida casta de los hombres no estaba ni contemplada, ni era aceptada. De hecho, según la cultura judía, un hombre sin hijos no tenía la bendición de Dios. A pesar de esto, San José presentó y ofreció a Dios su castidad.
En la vida de la Virgen está confirmado aquello que parecía pertenecer a una leyenda presente en los evangelios apócrifos. El episodio es una intervención milagrosa que el Señor hizo hacia este gran santo. El sumo sacerdote buscaba un digno pretendiente para casarlo con María, por lo que recogió palos entregándolos a los diversos pretendientes y el único que floreció milagrosamente fue el que estaba en las manos de José.
José es el hombre puro, el hombre casto por excelencia, que vivió en una castidad perfecta, junto a la pureza hecha persona que es María, Madre de la Eucaristía. Cada sacerdote debe amar, defender y proteger su voto de castidad. Solo si es casto, puede ser pastor eficazmente porque, a través de la castidad, el sacerdote recuerda al mundo, como os he dicho otras veces, cuál será la condición final de todos los hombres delante de Dios: inocentes y castos sin tener necesidad de tomar ni esposa ni marido. Esta es la situación final del hombre y, el sacerdote, con su castidad, debe recordar todo esto.
Para acercarse a la pureza, a la castidad, a ser infinitamente inmaculados, realmente es necesario tener una conducta que haya sido probada y confirmada durante años, es necesario estar dispuestos a vivir con un desapego total o completo de los placeres de la carne. Esto recuerda José a los sacerdotes de hoy. San José, por tanto, a través de su pureza, puede ser aquel que tiene derecho a elevarse y puede ser elevado y ser el modelo perfecto para cada sacerdote. En la novena escrita en honor de San José, se pueden añadir estas referencias.
Por otra parte, el sacerdote es aquél que debe imitar a José también en otras pruebas.
José también experimentó un gran sufrimiento y una profunda turbación cuando vio que su amada esposa tenía los signos de un embarazo incipiente. ¿Qué ocurrió? José se atormentó, no pensó ni mínimamente que su mujer le hubiera sido infiel, porque sabía que también María había ofrecido a Dios su castidad y estaba absolutamente seguro que ella no había transgredido la pureza. Sin embargo, los signos exteriores estaban. Mirad, ¡esto es muy importante! San José se confió a Dios, creyó en la inocencia de su esposa, aunque las apariencias demostraban y resaltaban lo contrario. Esta laceración duró bastante y José se abandonó completamente a Dios, pidiéndole que le ayudara a superar esta situación en la que había dos realidades en conflicto, que luchaban la una contra la otra. Pues bien, Dios intervino y premió el abandono. Nosotros los sacerdotes y obispos, si no tenemos esta virtud del abandono, solo podemos declararnos fracasados, porque ante un aparente fracaso, a menudo Dios, como ha sido mi caso, proclama la victoria en voz alta. Aunque los hombres lo consideran débil, derrotado y fracasado, solo a través de la virtud del abandono, de la que José es un ejemplar único y luminoso, se puede llegar a ver lo contrario.
Mirad, aquí está la Eucaristía que ilumina, que da fuerza, gracia y luz. Así el amor salía de Jesús y llegaba al corazón de José. La gracia, la fuerza, el amor y el valor salen de la Eucaristía y entran en el corazón de cada sacerdote. Sin Jesús Eucaristía, la vida de José no habría tenido significado. Sin la Eucaristía la vida de cada sacerdote no tiene significado. Solo cuando el sacerdote está profundamente unido a la Eucaristía su vida adquiere un significado profundo y real.
Ojalá se pudiese llegar a hacer que cada persona que forma parte de la Iglesia, aunque tenga una tarea diferente, siempre se pudiera distinguir con el complemento de especificación de la Eucaristía. El título más hermoso que el Señor, en su bondad infinita, ha querido darme es “Obispo de la Eucaristía”. Se puede ser el “niño de la Eucaristía”, “el joven de la Eucaristía”, ”el adulto de la Eucaristía”, “el hombre de la Eucaristía”, “la mujer de la Eucaristía”, “el fiel de la Eucaristía”. ¿Cómo se puede tener este título y presentarlo al Señor? Amando profundamente la Eucaristía, creyendo en esta presencia real, divina y misteriosa, alimentándose del Pan Angélico, inclinándose ante una frágil hostia que puede ser rota incluso de las débiles manos de un niño: sólo así se puede ser hombre o mujer de la Eucaristía.
Mi mayor deseo, mi más profunda ansiedad, mi sueño recurrente es llevar a la Eucaristía a la mayor cantidad de personas y el Señor, en parte, ya ha escuchado este deseo, porque hoy la Eucaristía ha triunfado en toda la Iglesia y lo digo con sencillez, sin orgullo. Repito lo que me fue dicho el 10 de enero del 2002, cuando triunfó la Eucaristía gracias al coraje del Obispo y de la Vidente. Esto es lo que diremos al Señor, cuando nos presentemos a Él. Pedro abrirá de par en par las puertas del Paraíso, uso una imagen repetida, primero a Marisa y luego a mí: nos recibirá con una sonrisa amplia y serena y le dirá a Marisa: "Entra al Paraíso, Víctima de la Eucaristía” y cuando llegue mi turno: “Entra al Paraíso, Obispo de la Eucaristía”.
Mi deseo es que, cuando llegue vuestro turno, San Pedro pueda decir también a cada uno de vosotros:” Entra en el Paraíso, alma amante de la Eucaristía”. Y así la cita será en el Paraíso. La vida discurrirá, seguirá adelante y los caminos recorridos por cada uno de nosotros, serán según el designio y el proyecto de Dios. Lo que cuenta es que cada uno de nosotros haga como Isaías que, cansado, afligido y perseguido, se fortaleció con el pan que un ángel le trajo. Nosotros tenemos la posibilidad de ser fortalecidos por la Eucaristía y seguir por nuestro camino que a veces es doloroso, a veces muy sufrido y confuso, pero si estamos en compañía de Jesús Eucaristía nunca debemos temer a nada. Si ahora nos inclinamos ante el Pan Eucarístico, que es la presencia real del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, un día en el Paraíso nos postraremos ante la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, la de Dios Uno y Trino, a quien nuestra alabanza irá por toda la eternidad, en unión con María, Madre de la Eucaristía, José, Custodio de la Eucaristía, nosotros y todos aquellos que la han amado profundamente, por toda la eternidad, en una alegría finalmente conquistada, en un amor que se expandirá cada día más, en un conocimiento profundo y luminoso de la acción y presencia de Dios.
Felicidades a cada uno de vosotros, os devuelvo las felicitaciones que me habéis hecho a mí. Felicitaciones de santidad, felicitaciones de amor, de fe, de esperanza y de gracia. Esto en nombre y a alabanza de Dios.
Sea alabado Jesucristo.