Habla el Obispo - 19 junio 2009
Puedo considerar estos últimos ocho días, incluyendo también mañana, como los días de nuestra vida más ricos en amor e inmolación, en sufrimientos y conversiones, en milagros físicos y pruebas espirituales, igual que si estuviésemos en Getsemaní. Para que podáis entender el sentido de lo que os digo, lo tenéis que comparar con las experiencias que vivís en vuestras vidas. Cuando sabéis que una persona sufre, y tenéis sensibilidad y corazón, participáis de este sufrimiento, pero sin que vuestra vida cambie. Quizás alguno sonreirá si os recuerdo la prueba que Dios pidió a Abraham, pero ¿cuántos de vosotros ofrecería su propio hijo si Dios se lo pidiese? Está claro que os echaríais a tierra gritando piedad e invocaríais compasión, pero cuando la situación no se refiere a vosotros personalmente seguís adelante. De la misma manera os habéis habituado al tremendo sufrimiento del Obispo y sobre todo al de la Vidente, puesto que son tantos años que oís hablar de ello. Vosotros continuáis vuestra vida, ciertamente rezáis y pensáis en nosotros, pero es una realidad que no os involucra totalmente. Sin embargo, cuando tenéis algún problema, entonces estáis convencidos que nos comprendéis más. Os digo que no lo podéis hacer de verdad porque aquella intensidad de sufrimiento al que hemos llegado nosotros no ha llegado nadie: me resulta difícil hablar porque me veo obligado a revivir momentos tremendos, pero de cualquier modo tengo que sacar todo lo que tengo en mi corazón, de mi mente y sobre todo de mi alma. Os habréis dado cuenta que el domingo pasado, el Obispo y la vidente estaban muy mal. Marisa, a pesar de toda la ayuda prometida por Jesús, se ha visto obligada a volver a casa porque no podía más y yo he llevado a término la función sencillamente porque de lo alto me han ayudado y me han sostenido, de otro modo me habría derrumbado definitivamente. ¿Pero qué había ocurrido que era tan terrible? El sábado pasado, por la mañana, Marisa me dio a conocer un secreto que guardaba desde hacía muchos años y que consistía en algo tremendo y atroz a lo que se habría tenido que someter. He definido como cruel esta prueba porque estaba seguro que no podía venir de Dios. Desde el sábado por la mañana he empezado a estar mal, pero por la tarde, cuando la Virgen ha confirmado palabra por palabra lo que me había dicho Marisa, me he encontrado con que tenía que vivir una experiencia terrible. Vosotros sabéis y se ha dicho a menudo, que la Virgen tenía siempre gran sufrimiento en su corazón porque conocía desde el inicio que su Hijo habría tenido que vivir una Pasión atroz. Vosotros mismos, si estuvierais en situación de saber de antemano los sufrimientos de vuestros hijos, ¿los aceptaríais? Pensad durante cuántos años Marisa ha vivido guardando este atroz secreto mientras que a mí me han bastado algunas horas para desolarme. Después, cuando he comunicado a los sobrinos lo que Dios había pedido a su tía, mi herida se ha alargado posteriormente, porque he viso en sus miradas y en sus almas un sufrimiento inaudito. A veces, creedme, estar solos en el dolor es una ganancia, porque ver reflejado en los otros los tonos tremendos del sufrimiento es humanamente más destructivo. He estado mal yo, han estado mal ellos. Yari tuvo que comprar lo que hacía falta para poner en práctica lo que Dios había pedido, e imaginad con qué estado de ánimo, él y su mujer, lo hicieron. El sábado no fui capaz de pegar ojo, he ahí porque el domingo no podía ni siquiera caminar. Veía continuamente la escena delante de mis ojos, me asaltaban las preguntas: ¿por qué, cómo es posible? No he descansado ni siquiera cinco minutos y cuando bajé el domingo, tanto para la procesión como para la Adoración Eucarística y la Santa Misa, ha sido para mí como revivir la pasión de Cristo. Luego llegó el lunes por la mañana: obedecer a Dios es difícil, pero cuando pide cosas que parece imposible que provengan de Él, hay una lucha espasmódica que te destruye. No dormí ni el sábado ni el domingo. Cuando llegó el lunes, yo tenía que ser el verdugo de la persona a la que más ligado estaba. He participado, he estado presente, pero materialmente no era capaz de realizar el trabajo. Estaba Clara conmigo y le estoy agradecido; ella hizo lo que tenía que haber hecho yo. No podéis ni tan siquiera imaginar cuanto hemos llorado en aquellos momentos y dentro de mí se ha desencadenado un verdadero vendaval de preguntas: Dios mío, ¿por qué pides esto? ¿Por qué nos quieres destruír, por qué nos quieres aniquilar? ¿Y luego dices que nos amas? Te lo ruego (ya había empezado esta oración el sábado), haz como con Abraham: has pedido, él ha aceptado, pero luego no has permitido que se realizara lo que Tú mismo habías pedido. ¿Pero qué nos había pedido a nosotros? ¡Helo aquí! (El obispo vacía una saquito en el escritorio). Son cien metros de cuerda con la que Marisa tenía que ser atada. Y de hecho, ha sido atada empezando por debajo de la planta de los pies, los tobillos, las piernas, el tronco, los brazos y siguiendo hasta la cara. Si no he muerto, y habría preferido morir, es sólo porque Dios me dio la ayuda, pero no podía apretar los nudos. Cien metros, ¿os dais cuenta? Marisa está ya sufriendo tanto que incluso la simple costura torcida del pantalón de un pijama le hace daño, dejándole vistosas señales en la piel; ¿cómo habría podido, así atada, comer, ir al baño o estar solamente en la cama? Dios me mostraba su cuerpo desgarrado y su sangre. Clara y yo continuábamos llorando. Ella, feliz de sufrir, con rostro estático nos animaba diciéndonos: "¡Ánimo, hagamos la voluntad de Dios!". Cuando con sufrimiento, fatiga y dolor, la cuerda ha llegado a la parte superior de la cabeza (Marisa ya estaba sufriendo por los dolores) ha intervenido la Virgen y ha dicho: "Hijos míos, Dios ha aceptado las oraciones y las lágrimas del Obispo y os ordena que la desatéis. Es como si ya se hubiese hecho lo que Dios ha pedido. ¡Vosotros no imagináis cuantas almas laicas, religiosas, sacerdotales y episcopales se han convertido! Muchos laicos y muchos jóvenes". Sí, esta es una alegría, pero el terror vivido ¿quién lo puede olvidar? No tenéis ni idea de cómo la Virgen, la Abuela Yolanda y San José, que estaban presentes, lloraban; creo que ni siquiera ellos sabían que Dios diría basta. Y yo que les gritaba que fuesen ante Dios y le suplicaran, me han respondido que Dios les había ordenado que se quedaran allí y que no podían hacer nada. El martes Marisa todavía tenía fuertes dolores, consecuencia del martirio causado por las cuerdas, junto a los que ya tenía en los huesos, en el estómago, en el aparato digestivo y así sucesivamente. El miércoles fue atacada de tales dolores y sufrimientos que gritaba, y yo nunca la había oído gritar así. Poneros en nuestro lugar y preguntad a Dios el motivo de esta aparente crueldad. Solamente en la noche del miércoles al jueves supe el motivo de este último sufrimiento, pero ella ya lo sabía. Vosotros sabéis que el Señor me hace entender sólo cuando lo decide. Dios pidió todo este último sufrimiento para quitar, por segunda vez, un tumor en el colon que tenía el Obispo. ¿Pero teníamos que llegar a esto? Ningún miembro de mi familia ha sufrido o sufre de enfermedades tumorales, pero vosotros sabéis que a veces es el sufrimiento y el dolor el que conducen a esta tremenda enfermedad, y yo la he contraído por dos veces y por dos veces el Señor me ha librado. Pero sólo gracias a los atroces sufrimientos de Marisa. Por otro lado está claro cuando ella misma escribe en aquella oración que ha leído con motivo de la fiesta del Corpus Domini: "La parte más valiosa y bella de este ofrecimiento (su ofrecimiento), lo he reservado para mi hermano Claudio, sin que él lo supiese, durante los largos años de seminario y los primeros años de su sacerdocio. Cuando nos hemos encontrado, le he confesado con sencillez que le había acompañado paso a paso para que fuese un sacerdote según Tu Corazón".
Desde entonces hemos formado una pareja, sacerdote y víctima, y esta pareja ha seguido adelante durante 38 años. El próximo 15 de julio serán 38 años; ¿llegará Marisa al treinta y ocho aniversario de nuestro encuentro? Yo deseo que no, y también vosotros, si la amáis, deberíais desear esto. ¿No creéis que ha llegado ya el momento de que arríe las velas, como dice Pablo, y alcance finalmente el premio prometido? Alguno, al entrar y no conociendo nuestra historia, podría asombrarse y además escandalizarse, pero yo digo lo que oigo: el sufrimiento de Marisa es superior incluso al de Jesucristo, tanto por intensidad como por duración. Ningún santo puede compararse con ella, y los que más veces han hablado con ella lo han reconocido, como Padre Pío, que muchas veces le ha dicho: "Hermanita mía, yo no he sufrido nunca tanto como tú". Mañana será el último día de esta prueba, lleno de gracias, conversiones, milagros físicos, de amor y de sufrimiento, pero ¿cómo terminará? ¿Habrá la llamada por parte de Dios? ¿Habrá el canto "Y ahora Señor deja que tu siervo se vaya en tu paz"? Mañana es la fiesta del Corazón Inmaculado de María, que se celebra en el mes del Corazón Sacratísimo de Jesús; mañana es el cumpleaños de Marisa; mañana es el décimo aniversario de mi Ordenación Episcopal y yo tengo el derecho de pedir a Dios un regalo; uníos a mí para pedir este regalo. No me hagáis más preguntas, no me preguntéis nada más porque me costaría responder; pido sólo que si alguno de vosotros, ya que mañana es sábado y no se trabaja, si en su casa quisiera ofrecer a Dios un poco de tiempo, que lo haga y Dios estará contento de esto. Tenemos que arrancar a Dios esta gracia. Marisa ha arrancado a Dios tantas gracias para nosotros y muchos de vosotros las han recibido espiritualmente y físicamente; ahora tratemos nosotros de arrancarla a Dios, y el que viva verá.
Pero ahora quiero dejaros con una sonrisa y un poco de serenidad: os hago partícipes de un encuentro con los de arriba, ocurrido el 8 de junio de este año. Eran ya las 23,45, uno de los frecuentes momentos de los sufrimientos de Marisa, y vino Dios y dijo cosas que se refieren también a vosotros:
Abuela Yolanda: ¿Quieres hablarme?
Marisa: Sólo a ti mamita.
Abuela Yolanda: Hija mía adorada, estrella del cielo, pequeña, ángel mío adorado, mantén la calma, quédate tranquila, haz lo que te dice la Virgencita, ¿qué puedo decirte yo? Que amo mucho al Obispo y le quiero.
Marisa: No quería oír esto, mamita, quería que me dijeras que me llevabais, no me importa el Paraíso, también en el purgatorio estoy igualmente bien.
(Ved, es tanto el sufrimiento que uno renuncia al paraíso con tal de que se acabe el infierno de la tierra)
Marisa: Te lo ruego, mamita, Virgencita bella, llévame al purgatorio, venid allí a hacerme un poco de compañía, porque soy yo la que ha pedido ir al purgatorio, si no veo a Dios, no importa, verá a mi madre y a la Madre de la Eucaristía, llevadme al purgatorio, os lo ruego, no puedo más, no puedo más.
Marisa: ¿Claudio?
Obispo: ¡Aquí estoy!
Marisa: Te lo ruego, dile también tú que me lleven al purgatorio porque no puedo más.
Obispo: Sólo Dios te pueda dar un poco de alivio, no me digas esto, por favor. Me parece absurdo ir al purgatorio después de una vida de total sufrimiento.
Marisa: No me importa.
Obispo: Me dirijo con afecto y respeto a la Virgen: tú, Madre del cielo, puedes ayudar a Marisella porque en tus manos tu Hijo ha puesto Su poder, tú puedes arrancar a tu Hijo la gracia. Has arrancado tantas, a partir de las bodas de Caná, hazlo también ahora por esta hija tuya que está sufriendo muchísimo, se está derrumbando, o mejor, nos estamos derrumbando. ¿No ves, querida Mamá del cielo, en qué situación tan terrible estamos?
Nuestra Señora: Estad tranquilos, no la llevaré nunca al purgatorio, su lugar es el Paraíso, cerca de Dios, muy cerca de Dios.
Marisa: ¿Cuándo, cuándo, cuándo? Parece que os burléis de mí. Dios ¿por qué me has abandonado? ¿Qué te he hecho, que te he hecho?
Obispo: Dios, sólo tú tienes en tus manos la solución para dar un poco de alivio a esta criatura que durante todos los años de su vida te ha ofrecido, día tras día, sufrimientos, privaciones e inmolaciones. Dios mío, te lo hemos pedido muchas veces, pronuncia aquella palabra. Jesús, tú que eres su esposo divino, acuérdate que dentro de pocos días celebraremos el primer año desde que te pedí que pusieras al lado de la palabra "basta" una palabra de ánimo y Tú has dicho "pronto". ¿Te parece pronto un año y sobre todo un año tan tremendo y terrible? Nuestra vida es imposible, es una vida que nos consume, que nos está casi aniquilando, uno tras otro caemos como bolos de billar, nosotros y no los hombres de la Iglesia. Mejor dicho, lo absurdo es que ellos parecen cada vez más fuertes, más poderosos y tienen más adeptos, nosotros en cambio estamos probados, cansados y desmoralizados. Yo grito desde lo hondo de mi alma: Dios mío, se que estás aquí, pero yo grito igualmente ¿dónde estás, dónde estás, Dios mío? Has querido que te llamásemos Papá, entonces trátanos como un Papá. Cuando un hijo se dirige al papá para pedirle ayuda y consuelo, el papá no se echa atrás y nosotros Te lo estamos pidiendo. Deja a parte, Dios mío, la Iglesia, los sacerdotes, los seminaristas, las hermanas, los videntes, los misioneros y míranos. Esto no es egoísmo, míranos a nosotros que hemos sido puestos a prueba desde hace mucho tiempo. Dios, Tú sabes mejor que yo cuantos años terribles hemos vivido, y sin embargo hemos tratado de serte siempre fieles, pero ahora estamos cayendo como bolos uno tras otro. Yo ya no tengo fuerza para mantener en pie a aquellos que me has confiado porque estoy demasiado probado y postrado, ya no tengo la energía para ayudar y sostener a los demás. Dios mío, para ti un día antes o un día después ¿qué cambia? Para nosotros muchísimo. El pensamiento de que mañana será como hoy, que pasado mañana será como mañana me aterroriza y me hace estar también mal. Nunca como en estos últimos días he estado tan mal; ¿cómo puedo ayudar a quien está peor que yo si yo mismo no puedo más? ¿Me oyes, Dios? Yo no pretendo que Tú me respondas, pero espero que des permiso a la Virgen para que nos diga alguna palabra de consuelo y que nos restaure a todos. Míranos, Marisa, yo, Laura y Yari estamos destrozados, moralmente y físicamente; la sonrisa se ha apagado en nuestros labios, la serenidad ha desaparecido de nuestro corazón, la paz ha huido del alma y los ojos están tristes e implorantes. Imploramos que Tú, Dios mío, nos saques de esta tremenda situación, a ti no te cuesta nada. Repito, deja a parte todo lo demás y piensa en cada una de las personas que forman parte de esta familia. Me viene a la mente el decir Dios mío, ¿por qué nos has abandonado? Mira ahora todos estamos sufriendo, faltan sólo los niños, al menos a ellos dejémosles dormir, dejémosles descansar, dejémosles vivir serenos y tranquilos; juegan y bromean, a veces se pelean, pero son pequeñas peleas de niños que se acaban pronto. Mi Dios, ¿ves en qué condiciones estamos nosotros cuatro?, a veces parece que la lámpara de la fe vacile de tal manera que parece que esté a punto de apagarse y la esperanza nos está abandonando. Y sin embargo, a pesar de todo, nos esforzamos en amarte y en hacer Tu voluntad, pero nos gustaría sentir Tu amor y saber que sales al encuentro de nuestras presentes y difíciles situaciones. ¿Qué tenemos que hacer, Dios mío; pasar otra noche como las precedentes? Y mañana ¿dónde encontraremos la fuerza de sostener a quien está mal? Repito: no pido, no me atrevo a pedir tu intervención directa, pero espero en una intervención a través de la Madre de la Eucaristía.
(Sin embargo llegó Dios Padre)
Dios Padre: Yo no os he abandonado, este es el camino que tenéis que hacer, pero Yo no os he abandonado, Yo os amo y os he amado siempre, a pesar de los sufrimientos os he amado siempre. Yo soy Dios y no os puedo abandonar y no os he abandonado. Estoy siguiendo un camino que en el futuro generará una verdadera felicidad para todos vosotros. Yo soy Dios, no os puedo dar enseguida lo que queréis, estoy siguiendo un camino para vosotros, os amo mucho.
Cuando habláis de una cierta manera sufro, pero Yo os amo, el camino que estoy siguiendo es para todas aquellas personas que me han amado, que os han amado y que os aman.
Dio Padre: Ánimo, ánimo, no decaigáis, no os abandonéis, sed fuertes como lo ha sido mi Hijo Jesús.
Marisa: Perdona Dios si me permito, pero tu Hijo Jesús ha estado tres horas en la cruz y yo estoy desde hace varios años.
Dio Padre: Marisella, me esperaba esta respuesta, pero no es así y lo sabes bien. Jesús tenía que reabrir el Paraíso, tenía que salvar a los hombres y tú sigues su camino; su camino, no lo olvides, es demasiado hermoso. Cuando subas al Paraíso verás la alegría, la felicidad y todo lo que en la tierra no te esperabas y está en el cielo, para todos vosotros. Quereos como Yo os quiero. ¿Pensáis que Yo no os quiero, que me olvido y me desintereso de vosotros? No, no es así: Yo os amo, os quiero y quiero llevaros al Paraíso. Es inútil, Marisella, que continúes diciendo que quieres ir al purgatorio, tu no irás al purgatorio.
(En este punto Dios Padre nos dice cosas muy personales y luego prosigue)
Dio Padre: Deseo una buena noche a todos y rezo por vosotros para que podáis pasar una noche serena, una noche feliz. Pero si esto no sucede, no depende de mí, yo lo intentaré todo para que tengáis una noche feliz. Los dos jóvenes tendrán una noche feliz porque ellos pueden dormir más fácilmente, vosotros dos no. Así pues Yo rezaré por vosotros dos y por los que os aman para que paséis una noche feliz y serena. Cuando Marisella - y esto ha ocurrido varias veces - haga ver que duerme, lo hará por ti, Excelencia, porque tú tienes que descansar.
Obispo: ¡Esto no lo permitas, Dio mío!
Dio Padre: Tienes que aceptarlo, porque es su trabajo. Junto a mi gran Obispo ordenado por Mí, Yo Dios os bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Felicidades a todos.
Obispo: ¿Puedo pedirte una cosa?
Dio Padre: Claro.
Obispo: ¿Nos das la absolución, Dios mío, a los cuatro?
Dio Padre: ¿Te sientes en pecado?
Obispo: No, pero el sacramento concede otra gracia.
Dio Padre: Tú eres un espabilado. La otra vez te he dado la absolución porque me has dicho que con quién vas a confesarte, no tengo tiempo de salir, no puedo salir.
Obispo: Es verdad, eso he dicho.
Dio Padre: ¿Y Yo que te he dicho? Te he dicho ven a Mi, Dios Padre. Mira, he venido a ti. Ahora Yo os absuelvo a los cuatro de vuestros pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Ahora tú, Excelencia, da la bendición a estos hijitos.
(El Obispo bendice.)
Dio Padre: Has sido mejor que Yo, porque has pronunciado bien la fórmula mientras que Yo he dado la absolución sin recitar la fórmula entera.
(Pero Dios no necesita palabras, basta con los hechos)
Dio Padre: Y ahora id a descansar, estad contentos porque habéis recibido la absolución de Dios.
Mirad, he querido leeros este coloquio para animaros un poco.