Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 20 enero 2008
I lectura: Is 49, 3.5-6; Salmo 39; II lectura:1Cor 1,1-3; Evangelio: Jn 1,29-34
Y me dijo: Tú eres mi siervo, Israel, en quien me glorificaré. Y ahora ha hablado el Señor, que desde el seno me formó para ser siervo suyo, para hacer que Jacob vuelva a él y reunir con él a Israel -pues glorioso era yo a los ojos del Señor y mi Dios era mi fortaleza-; y dice: Poca cosa es que seas mi siervo para restablecer las tribus de Jacob y traer de nuevo a los supervivientes de Israel. Yo te he puesto como luz de las naciones, para que llegue mi salvación hasta los extremos de la tierra. (Iª Lectura)
Una vez más el profeta Isaías, uno de los más grandes del antiguo Testamento, asume una figura gigantesca y nos anuncia algo hermoso, grande e importante. A estas alturas ya estáis habituados a conectar los fragmentos de las Sagradas Escrituras que se presentan en los días de fiesta o el domingo, de manera que resulte claro el esquema de la homilía que luego trataré de desarrollar junto a vosotros. Isaías abre un gran tema, el fragmento sacado del Evangelio de S. Juan lo continúa y el sacado de la primera lectura de S. Pablo a los Corintios, lo concluye. Con vosotros deseo captar la claridad, la importancia y la grandeza.
En este fragmento tenéis que hacer una distinción respecto a la palabra “siervo” del cual escribe el profeta: inicialmente tiene un significado acumulativo, comunitario. El “siervo” al cual se refiere Isaías, tiene que ser entendido como el conjunto del pueblo judío, sin embargo, la perfección, el retoño más bello que saldrá de la raíz de Jesse, el Mesías, representa el auténtico, exclusivo y único “Siervo de Dios”, Aquél que es agradable al Omnipotente. El pueblo judío, como resalté el viernes pasado durante el encuentro bíblico, es un pueblo pequeño, modesto, no tiene ambiciones de conquista, mejor dicho, a menudo ha sido conquistado, después de ser derrotado en la batalla con los enemigos limítrofes. A pesar de eso, con este pueblo débil y, varias veces, incluso infiel respecto a Él, Dios ha estipulado un pacto. A través de las vicisitudes del pueblo judío, como cuenta Isaías, Dios manifiesta su gloria. En este preciso contexto, la gloria de Dios se manifiesta con la vuelta del exilio de aquella parte del pueblo que había sido capturada, desarraigada de la tierra de Israel y conducida lejos. Sólo Dios puede intervenir y cumplir lo que humanamente es imposible, haciéndolo posible. La gloria y el poder de Dios se manifiestan en esta vicisitud, que según la lógica humana habría tenido que seguir un recorrido y según la lógica de Dios sigue uno opuesto respecto al de los hombres que presumían de identificar y saber. El poder de Dios se muestra a la gente tanto como se revela a través del auténtico y verdadero "Siervo de Dios", que es Cristo, el Mesías. De hecho, este fragmento tiene un sabor exquisitamente mesiánico. A Dios no le gustan compromisos y claroscuros, cuando tiene que comunicar algo lo hace con tanta lucidez y claridad que puede ser entendido incluso por los más inexpertos, por los más pequeños y por los más sencillos. En este caso, Dios, a través del profeta Isaías, nos hace comprender y nos manifiesta que el Siervo de Yahvé no tiene una tarea política, ni social o cultural, sino que tiene una exclusivamente religiosa: tendrá que vencer las tinieblas, es decir, el pecado. La fuerza, el poder de este Siervo es tan inmensa, tan incomprensible al hombre que no puede dirigirse solamente al pueblo judío, sino que tiene una amplitud, una extensión que llega a cada rincón de la Tierra. Aquí se ha concretizado la ideal del Mesías verdadero Hombre y también verdadero Dios, porque sólo Dios, o una acción Suya, pueden tener resonancia sobre toda la Tierra. Con esta esperanza por parte de Dios, el pueblo judío, entre altos y bajos, entre fidelidad e infidelidad, entre servicio a Dios y servicio a los falsos dioses, ha seguido adelante en su historia y ha sido depositario de tal promesa, transmitiéndola. La mentalidad humana, a menudo, está contaminada por ideas y conceptos estricta y miserablemente humanos. Para comprender la acción de Dios, tenemos que vaciarnos de las ideas humanas y llenarnos de Sus ideas. Jesús viene, se manifiesta, pero nadie comprende realmente que, aquel pequeño Niño que hemos amado y adorado en el período de Navidad, que acaba de finalizar, es el Siervo. Nadie entiende que ese Niño, que es tomado en la noche y es llevado a un lugar seguro, porque Herodes quiere matarlo, es el Santo de Dios. Nadie comprende que aquel niño de doce años es el Mesías. Incluso manifestando asombro y maravillándose de Su ciencia, los doctores y los sacerdotes no llegan a esa conclusión porque en ellos no está presente la luz de Dios, están cerrados a ella, son obtusos para discernir, comprender realmente las acciones de Dios y percibir Su presencia. Nadie comprende que aquel jovencito que se vuelve cada vez más maduro y se convierte en hombre, es el Hijo de Dios. Sus mismos conciudadanos, cuando saben que la fama de Jesús se está extendiendo, porque obra milagros, se asombran: “¿Este no es el hijo de José el carpintero? No han comprendido, pero en algunos, en pocos, ha permanecido intacto, inalterado, el auténtico concepto y me refiero a los ancianos. ¿Quién reconoce al Niño? Anna, la anciana sacerdotisa y el viejo Simeón. Hay, por parte de Dios, una toma de posición a favor de los ancianos que, a menudo, son olvidados y, a veces, hacia ellos se falta al respeto, se piensa que no entienden porque son mayores. Dios va en contra de los estereotipos también en esta situación: trata a los ancianos con respeto, los ama y los llama sus perlas, los define las perlas de Dios; para los hombres no tienen importancia, pero para Dios tienen mucha.
Al día siguiente, Juan vio a Jesús que venía hacia él, y dijo: «Éste es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es de quien yo dije: Después de mí viene uno que es superior a mí, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía; pero si yo he venido a bautizar con agua es para que él se dé a conocer a Israel».
Y Juan atestiguó: «He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y posarse sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Sobre el que veas descender y posarse el Espíritu, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo. Yo lo he visto y doy testimonio de que éste es el hijo de Dios». (Evangelio)
El Señor se manifiesta a aquél que es llamado para anunciar al Hijo de Dios, el precursor, que ha esperado muchos años. Es coetáneo de Jesús, tiene seis meses más, lo que significa que lo ha esperado cerca de treinta y tres años, no treinta, como erróneamente se sostiene. Vio a Jesús por segunda vez, la primera fue con ocasión del Bautismo del Señor. Jesús vuelve al Jordán a encontrar a Juan, el cual, ya lo indica por lo que es: el Cordero de Dios. Lo esperó mucho tiempo aunque no lo había encontrado antes físicamente, lo reconoció y lo amó. Lo esperó solo, ya que sus padres murieron cuando él tenía pocos meses y fue confiado al cuidado de los ángeles. La Virgen misma estuvo en contacto con el pequeño Bautista, del modo establecido por Dios. Cuando Juan ve acercarse a Jesús mira Su rostro radiante de esplendor y belleza, ve un hombre fascinante que tiene una mirada magnética, es poderoso, en él hay fuerza y calma, poder y dulzura, palabra profunda y palabra sencilla. Este es el Cristo que Juan ve avanzar y aproximarse. Os he invitado siempre a leer el Evangelio viviendo lo que leéis no como si leyerais un libro común o una revista, sino dando importancia a cuanto leéis. Juan al pronunciar: “Eh ahí el Cordero de Dios”, quiere significar: “Te he encontrado finalmente, objeto de mi deseo, de mi amor, de mi servicio”, y hay un amor que explota. Además, había sucedido algo similar hacía unos treinta años, cuando María había viajado desde Nazaret a Ain Karim, el lugar de nacimiento de Juan el Bautista, para servir a su prima Isabel, y los dos neonatos en los vientres maternos habían gozado recíprocamente el uno de la presencia del otro. Se ha verificado una alegría grande por parte de Juan cuando estaba en el vientre de Isabel, y esto es Palabra de Dios, aún mayor fue su alegría en esta ocasión. Por este motivo aconsejo de conservar siempre la Palabra de Dios y tenerla siempre unida porque podéis saborearla mejor, entenderla más y profundizarla. Y ¡eh ahí el Cordero de Dios! Lo que es capaz de hacer lo explica S. Pablo de una manera inteligible incluso para los pequeños entre nosotros.
Pablo, apóstol de Cristo Jesús por designio y llamada de Dios, y el hermano Sóstenes, a la Iglesia de Dios que está en Corinto, a los consagrados por Cristo Jesús, santos por llamada, por vocación, con todos los que invocan en cualquier lugar el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro; os deseo la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y de Jesucristo, el Señor. (IIª Lectura)
Cristo santifica y la santidad es la ausencia de pecado y la presencia de la gracia. Hay grados de santidad diversa, según la cantidad de gracia presente en cada uno de nosotros. María es la Santa más alta, ya que es la más rica en gracia. La persona inmediatamente inferior a María como santidad y superior a todos los demás santos es San José, lo ha repetido hace apenas dos días Dios Padre. Cuando yo oigo esto soy muy feliz porque, lo sabéis, amo con un amor inmenso a San José y conocer estas verdades, que son auténticas, porque provienen de Dios, me llena el corazón.
Cerremos el paréntesis y sigamos adelante. “Santos por llamada, por vocación”. Hoy la Madre de la Eucaristía ha hablado de la santidad, veis como todo está conectado, y ha dicho que no es difícil; es comprometido pero posible. La cosa aún más hermosa es esta: el que ama verdaderamente a Dios, el que tiene un amor exclusivo por Dios, goza, se regocija, es feliz al saber que la santidad está presente en un número cada vez mayor de personas. Cuanto más santas son las personas más se regocija el Santo. S. Pablo expone justamente este concepto: Los “santos por llamada” son todos los que invocan el nombre de Jesús, es decir que reconocen a Jesús como Dios, se abren a Su acción y se sienten objeto privilegiado y respetado del amor de Dios. Me gustaría haceros una invitación: cuando, dentro de pocos minutos oigáis al Obispo que, mostrando la Eucaristía, dirá. “Eh ahí el Cordero de Dios”, pidáis a Juan el Bautista que os ponga en vuestro corazón el mismo amor que ha sentido él cuando pronunció “Eh ahí el Cordero de Dios”. Nosotros somos más afortunados que Juan el Bautista. El precursor de Cristo se ha limitado a indicarlo, nosotros, en cambio, podemos hospedar a Jesús Eucaristía en nuestro corazón y con Él, hospedamos también al Padre y al Espíritu Santo, lo que significa: la Trinidad está presente en nosotros mientras duran las especies eucarísticas. Dios papá, Dios Hermano, Dios Amigo, Dios Uno y Trino está presente en nosotros, no metafóricamente, no simbólicamente, sino realmente. Pensemos en esto, tenemos que estar convencidos, si lo estuviésemos no veríamos a tantas personas que se acercan a la Eucaristía o, peor, celebran la Eucaristía con distracciones, con descuido y negligencia. No es posible no concentrarse, no manifestar fe y amor cuando se está en presencia de Dios o mejor Dios está presente en mí. ¡Cuánta paciencia tiene Dios con el hombre! Todos nosotros, ministros de la Eucaristía, desde la más alta autoridad hasta el último sacerdote, tendríamos que repetir siempre las palabras de Juan el Bautista: “Yo no soy digno de desatar sus sandalias” y recordad, éste era el servicio más humilde, reservado al último esclavo. El esclavo menos importante tenía que desatar las sandalias a su amo. Esta es la actitud que tendríamos que tener y sin embargo hacemos teatro, nos presentamos como actores que se revisten de ricas vestiduras para la propia gloria, para la propia manifestación. No somos capaces de comprender que cuando el sacerdote celebra la S. Misa, incluso cuando está solo y sin ningún fiel presente e incluso si es anciano, tembloroso y débil, está componiendo una acción ante la cual todo el Paraíso se inclina reverente y en adoración. La grandeza de la S. Misa no depende del cargo o del oficio del que la celebra, porque delante de Dios la celebración eucarística del Papa y la S. Misa del sacerdote más modesto, son idénticas, no hay diferencia, somos nosotros los que las creamos, suscitando la sonrisa de Dios. Eh ahí porque yo sueño, espero y deseo que, por lo que concierne a la celebración de la S. Misa, no haya diferencia entre el Papa y el último sacerdote, pero éste es un trabajo del cual tendrá que ocuparse la autoridad futura. Nosotros los sacerdotes y obispos tenemos que comprender que en aquel momento somos todos siervos delante de Dios. No hay un siervo más importante que el otro. Cuando lleguemos a comprender esto o a preguntarnos: “¿Soy digno de celebrar?”, cuando digamos: “Dios mío, me has llevado a una altura tan elevada que tengo vértigo”, sólo entonces seremos verdaderamente siervos de Dios y ministros lo menos indignos posible de la Santa Eucaristía.
Sea alabado Jesucristo.