Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 20 junio 2006
I Lectura: 1 Re 21, 17-29; Salmo 50; Evangelio: Mt 5, 43-48
Si alguien, antes de 1971, me hubiese deseado que me convirtiera en obispo, en aquellos años lo hubiera creído porque, humanamente hablando, tuve varias oportunidades para emprender la carrera eclesiástica que antes o después llegaría, como lógica conclusión, al episcopado. En los años siguientes, de 1971 a 1998, por el contrario, consideré una locura la idea de ser obispo porque desde el punto de vista humano no había ninguna condición.
Cuando el 26 de julio de 1998 Jesús me anunció que sería obispo, no pude decirle que se había vuelto loco o deliraba. He creído ciegamente, como siempre lo he hecho; tenía solo la duda sobre quien me nombraría y como sería el nombramiento. Casi tomo prestadas las palabras de Juan Pablo I, cuando dijo que la mañana que fue a votar en el cónclave nunca hubiera imaginado que sería nombrado Papa; así que yo tampoco me hubiera permitido nunca pensar que Dios mismo me hubiera ordenado obispo, porque todo esto no encajaba en mis categorías mentales.
El 25 de abril de 1999 estábamos fuera de Roma, en casa de Nadia, que está aquí presente y lo puede testificar. Ocurrió una aparición imprevista de la Madre de la Eucaristía que, dirigiéndose a mí, anunció: “Dios me ha dicho que al finalizar la guerra, si los hombres no cambian, Te ordenará directamente y personalmente Obispo”.
Vayamos al 20 de junio de 1999. Las obras de Dios se realizan sin son de fanfarria, sin alabanzas, sin himnos, sin cánticos; todo ocurre de manera silenciosa. Jesús nació en silencio, murió en silencio, resucitó en silencio e instituyó la Eucaristía en el silencio, con pocas personas: ésta es la característica de Dios. Su estilo no decayó ni siquiera en esta intervención suya que definió como única después de la ordenación de los apóstoles e irrepetible en toda la historia de la Iglesia. Aquel día solo yo comprendí cuanto fue dicho y en esto fui un buen profeta. De hecho, estaba seguro de que una ordenación realizada desde lo alto, en lugar de garantizar serenidad y alegría porque era un don de Dios a su Iglesia, suscitaría toda esa oposición que aún persiste siete años después.
También vosotros habéis tenido la posibilidad y la ocasión de daros cuenta de esto al encontraros con los sacerdotes. Recuerdo que diversas veces yo mismo, alguna vez también Marisa, hemos preguntado a la Virgen el motivo de esta ordenación, para qué serviría sino para ponerme en una situación difícil de choque con los obispos y con los sacerdotes. Y la respuesta es esta: cuando el Señor encomienda una misión, también da toda la ayuda necesaria para que se lleve a cabo hasta el final.
Y, en este caso, a su divina voluntad e omnisciencia le ha parecido indispensable la gracia del episcopado. El sacerdocio es el segundo escalón del orden sacro, de hecho primero está el diaconado, después el presbiterado y luego el episcopado. Con solo la gracia que brota del ministerio sacerdotal, no en toda su plenitud, no habría tenido aquella fuerza necesaria para llevar a cabo la misión.
Dios prepara sus obras en silencio y hace partícipes solo a quien quiere y cuando quiere. De hecho, ni siquiera yo, que era el directo interesado, he sabido esta realidad episcopal hasta un año antes.
Ciertamente también esto entraba en uno de los secretos que Marisa tuvo que guardar celosamente. Puedo afirmar que este episcopado no habría existido si no hubiera sido por su inmolación y su condición de víctima.
También de esto he tenido hoy la ocasión de agradecerle varias veces, aunque todo esto la avergüenza, es justo y correcto que el agradecimiento se exprese públicamente.
Este episcopado y su inmolación y su sufrimiento están estrechamente unidos.
La Virgen, hoy, ha afirmado que yo soy la causa principal, no la culpa, de los sufrimientos de Marisa. Ella sufre voluntariamente porque sabe que su inmolación es en beneficio de mi episcopado y de alguna otra cosa que vendrá después. Por lo tanto es un episcopado estrechamente ligado a su rol de víctima.
Ahora puedo revelar, y a alguno ya se lo he dicho, cuál es el motivo por el cual había sugerido el 29 de junio como día de partida de nuestra hermana Marisa para el Paraíso; Jesús me cogió de sorpresa cuando el domingo pasado reveló públicamente este deseo mío. Os explico el motivo de tal elección. El próximo 15 de julio, el día de mi cumpleaños coincide con el treinta y cinco aniversario de mi primer encuentro con Marisa. El 20 de junio es el día del cumpleaños de Marisa, así había pedido al Señor que mi ordenación episcopal ocurriese en esta fecha que nos compete personalmente, signo de nuestra unión espiritual. Y vosotros sabéis que Jesús mismo dispuso que la fiesta de mi ordenación episcopal se celebrara el 29 de junio; así que me habría gustado que cada año en el día en el que celebraría el episcopado, celebrara también su justo premio, su justa recompensa en el Paraíso.
Pero como siempre ocurre, no sé si Dios aceptara todo esto. Lo que sé, y es la primera afirmación que ha hecho hoy la Virgen, es que Marisa tendrá que sufrir todavía mucho; por tanto, su rol de victima tendrá que continuar todavía aunque está exhausta y cansada. Ella está dispuesta a aceptar, heroicamente, esta inmolación y sufrimiento por el Obispo ordenado por Dios, el cual, a su vez, tendrá que trabajar para que la Iglesia renazca.
Deseo celebrar esta S. Misa exclusivamente por Marisa. Es un modo para decirle gracias, de manifestarle mi gratitud; y es también un modo para pedir al Señor que sea esta la fecha para su partida, junto a la Madre de la Eucaristía, a la abuela Yolanda y a todos los otros amigos nuestros que están en el Paraíso.
Luego, como he dicho durante la aparición, si esto no tuviese que ocurrir, estamos dispuestos a hacer la voluntad de Dios. Este es un regalo más precioso que el que le hice ayer, es la S. Misa que va acompañada también por las oraciones de todos los participantes. Os invito a todos a escuchar y participar de esta celebración eucarística con esta intención. Ciertamente cada uno de vosotros aquí presente tiene diversos motivos para dar gracias a nuestra hermana, motivos de orden espiritual, físico y material. Y aquí pues, como para nosotros la oración es lo máximo que podemos dar, se ofrecerá por ella.
Esto es cuanto os tenía que decir, esto es cuanto confío a vuestras oraciones y a vuestro corazón. Han transcurrido siete años de episcopado, cuantos le seguirán solo Dios lo sabe. Una cosa es cierta, se me ha dicho que yo no me jubilaré nunca sino que seré Obispo hasta el final, esta es la voluntad de Dios. Además, ordenaré muchos otros obispos y creo que sería maravilloso empezar en la Iglesia una nueva serie de ordenaciones de manera que se interrumpa, incluso siendo válida, aquella cadena de ordenaciones episcopales en las que hay varios anillos podridos, llenos de herrumbre que hay que reponer absolutamente. Esto solo puede ocurrir con la ayuda de Dios y la asistencia de su gracia. Bueno, esto es todo.
Pensad en lo bueno que es el Señor. Hoy he pedido a la Virgen; “Ya que has pisado tantas veces la cabeza de la serpiente, ¿por qué no pisar también a aquella serpiente de Ruini?”Sí, he pedido esto y la respuesta no podía ser diferente. Este no es el estilo de Dios, el demonio es una cosa, los hombres otra. Todo este tormento acabará con la muerte de Ruini y de Benedicto.
Espero que antes que vengan luchas y enfrentamiento dentro de la Iglesia ocurran otras cosas, también porque el Señor ha atribuido mucha importancia a vuestra misión, ha dicho que ha sido muy importante y positiva. No nos detengamos sobre los casos que hayan sido negativos y es normal porque hay sacerdotes masones, pedófilos, homosexuales, heterosexuales, sacrílegos, excomulgados y aún más. Después, sin embargo, Dios tendrá que poner en marcha un mecanismo por el cual ciertamente tendremos resultados muy positivos.
Alabado sea Jesucristo.