Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 20 junio 2007
Aniversario del anuncio del episcopado
He querido hablaros ahora, después de la Misa, para que podáis hacer frente el gran acontecimiento de la ordenación episcopal hecha directamente por Dios. Eh ahí el motivo por el que yo me he puesto los hábitos que son típicos de los obispos, no por exhibición, sino sencillamente para que podáis poneros fácilmente frente a esta realidad, no solo físicamente como sucede en este momento, sino también moralmente y espiritualmente. Ninguno de nosotros, incluido yo, puede decir con sinceridad que haya sido capaz de comprender en toda su grandeza el don que Dios ha hecho a la Iglesia, ordenando personalmente a un obispo. Es algo tan grande, además de superior a nuestras posibilidades de comprensión, que ante la grandeza de este don la mayoría de las veces nos escondemos detrás de lo obvio, lo banal y lo repetitivo. Sería suficiente pensar y hacer un cálculo, incluso aproximativo, de todas las veces en las que Dios Padre, Jesús, el Espíritu Santo y la Virgen han enfatizado sobre esta ordenación hecha por Dios, por no decir que no ha habido semana o mes en la que este concepto no haya sido reiterado. Esto porque el Señor quiere dar a entender, en primer lugar a mí, indigno de tanta grandeza y de tanto don, a vosotros y a toda la Iglesia, que Él ha realizado algo tan grandioso que los historiadores hablarán de este don durante mucho tiempo en la historia de la Iglesia.
Sabéis que una de las afirmaciones teológicas que se refieren al episcopado es esta: si hay transmisión apostólica, el sujeto es ordenado legítimamente obispo, o bien una sucesión que va de anillo en anillo a los apóstoles; todos los que se encuentran en esta sucesión son válidamente ordenados por un obispo y estos obispos a su vez han ordenado otros. Esta es la sucesión apostólica. Pero yo quisiera haceros una reflexión: ¿cuál es el motivo por el cual estamos tan apegados al término “sucesión apostólica”? Los apóstoles no son la causa determinante y eficiente por la que se ha dado el episcopado. Antes que ellos, la causa eficiente que ordenó a los apóstoles obispos fue Dios. Después de dos mil años tenemos que reflexionar sobre el por qué no hablamos de sucesión divina. Cristo es Dios, es Él el que ha ordenado a los apóstoles; entonces ¿Por qué hablamos de los apóstoles y no hablamos de Cristo? ¿Por qué no hablamos de Dios que ha ordenado obispos a los apóstoles? Ahora que se ha dicho os parece una cosa evidente, pero todavía ahora en la Iglesia se continúa repitiendo el concepto de sucesión apostólica. No podemos no tener presente en esta sucesión episcopal a Aquél que ha ordenado a los apóstoles y el hecho de que se haya excluido es una cosa que hay que corregir. Por otra parte, si miramos a lo largo de los siglos estos anillos, es decir los diversos obispos que se han sucedido válidamente en las ordenaciones, la historia nos da la confirmación y demuestra que muchos de estos anillos son indignos; válidos consagrantes, pero indignos, porque su conducta no ha sido conforme al evangelio. Esto no significa que no hayan ordenado válidamente, pero son obispo que ciertamente ni en el ministerio, ni en su vida se refirieron a las enseñanzas de Cristo.
Habéis oído hablar frecuentemente del renacimiento de la Iglesia. Esta expresión es un término que abarca muchos conceptos y uno de estos, que por primera vez se expone esta tarde, es exactamente el siguiente: siendo el mismo Dios que dio la ordenación episcopal, desea comenzar una sucesión para dejar de lado todos esos anillos indignos. Esto lo podéis ver en nuestra situación: que Dios ordena directamente obispo a un sacerdote. Ahora comprendéis por qué se ha librado una terrible batalla contra él, y sin restricciones, que también incluye intentos de asesinato. Este obispo es incómodo, porque tira por tierra tantas seguridades, pero Dios es omnipotente y desde lo alto de los cielos, tal como cuando viene a la tierra, como esta tarde para felicitarnos, puede reírse de estos jueguecitos que hacen los hombres y puede frustrarlos con extrema facilidad. La Iglesia tiene que renacer, pero para hacerlo tiene que volver a ser la Iglesia primitiva. Leer los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles, allí encontraréis exactamente cuáles son las características de la Iglesia: constituida en torno a los apóstoles que predican, en torno a la Eucaristía, en el amor y en la caridad. Hay que volver a esto. Hay que preguntarse si Dios es o no el cabeza de la Iglesia. Nadie puede decir lo contrario, nadie puede decir a Dios que se quede en el Paraíso porque de la Tierra nos preocupamos nosotros. Si solo alguien se atreviera a pensar esto sería blasfemo, un irreverente, alguien que ofende a Dios y está del lado del demonio. El renacimiento de la Iglesia pasa también a través de una sucesión episcopal que, volviendo a la fuente, sea restituida en toda su pureza, generosidad, honestidad y caridad. Es por esto que Dios ha ordenado un obispo y es por esto que a su vez el obispo ha ordenado otros 51 obispos. Empieza una nueva sucesión, no porque la primera no sea válida, sino porque Dios quiere que la segunda sea limpia, honesta, recta. Hay pastores que desde un punto de vista sacramental han sido ordenados válidamente, pero tienen el alma de mercenario, buscan el poder, la riqueza y a menudo también placeres ilícitos. En cambio Dios ha ordenado un obispo, que a su vez ha ordenado obispos y estos ordenarán otros a su vez. ¿Cómo podríamos llamarla a esta sucesión que ya ha empezado? A mi me gusta definirla, y no es una usurpación, “Sucesión Divina”.
Volviendo atrás entre doscientos o quinientos años, y volviendo a la fuente, todas estas corrientes que se han formado deben volver a la fuente, que es Dios, aquel agua pura, no contaminada. Esta es la reflexión que hoy he hecho y que seguramente el Señor ha puesto en mi corazón.
Dios está trabajando muchísimo y pide la contribución de los hombres porque quiere que sean sus colaboradores, pero no porque tenga necesidad de ello. Dios no tiene necesidad de mí, ni de vosotros, ni de nadie, pero nos llama, nos ama, nos respeta y quiere que colaboremos con Él. Eh ahí el cuidado, la atención y el compromiso que Dios ha puesto en la formación de este primer obispo. Reflexionaba también sobre el hecho de que los apóstoles han sido formados y educados por Jesús durante tres años y medio, Pablo más o menos el mismo tiempos durante su retiro en Arabia, pero para el obispo ordenado por Dios ha necesitado 28 años, quizás porque soy más difícil o más duro, no lo sé. Os digo esto para haceros entender cuán preciso por parte de Dios fue el trabajo de formar a este obispo. El cuidado de la formación Dios lo ha reservado para Sí mismo y para la Madre de Jesús, Madre de la Eucaristía, que ha hablado de aquel famoso 15 de julio de 1971 y coloquios posteriores. En ese momento estaba a mil millas de distancia de pensar que sería ordenado obispo, además por Dios, incluso si desde un punto de vista humano no faltaron oportunidades. Os he hablado de cuando el cardenal Ottaviani, junto a otros cinco cardenales, me instó a entrar al Vaticano para hacer carrera, pero Nuestra Señora dijo: “No, no es este el momento para entrar en el Vaticano, entrarás un día…” Yo me preguntaba qué quería decir y cada poco la Virgen volvía a hacer referencias: “… serás importante, serás reconocido, serás poderoso…” Está bien, pensaba yo, y a medida que pasaban los años sucedía que el interesado no estaba al tanto de todo, mientras que a Marisa se le confiaron algunos secretos y uno de estos, de los que ahora podemos hablar, fue mi ordenación episcopal. Después de pocos años de nuestro encuentro, la Virgen reveló a Marisa obligándola al secreto, el futuro de Don Claudio Gatti. Los designios de Dios se realizaron lentamente hasta aquel 26 de julio de 1998 cuando, en Cerdeña, estábamos en el mar y Jesús en persona dijo que sería ordenado obispo, pero aún no había comprendido por quién y dijo también otras cosas. El año siguiente, el 25 de abril, la Virgen volvió a confirmar: “Dios me ha dicho que si los hombres no te ordenan obispo, lo hará Él mismo”, y esto empezó a agitarme un poco; me preguntaba: “Pero cómo, ¿Dios me ordena obispo?”. Llegamos así al 20 de junio de 1999, cuando hubo el anuncio y nadie comprendió nada, justamente porque nadie tenía que comprender. Se puede decir que sucedió de manera pequeña como con la Virgen en el momento de la anunciación: cuando el arcángel Gabriel anunció a María que sería la madre del Mesías, como sabéis la Virgen ya lo sabía, pero no conocía el momento de la realización de la promesa. El que habla ya sabía, porque ya se le había dicho también en otros encuentros que sería obispo y además que sería ordenado por Dios, pero no conocía el momento en el que llegaría esta ordenación. Cuando llegó, exteriormente no cambió nada y cuando a continuación, en los días 24 y 27 de aquella semana, Jesús os lo repitió a vosotros y a los que estabais presentes, casi os da un síncope; os quedasteis sorprendidos y estupefactos. Las cosas nacen en la pobreza, de hecho el obispo ordenado por Dios no tenía ni siquiera una cruz y así me puse una crucecita prestada por Marisa, pero lo que quizás no sabéis es que mi primera cruz en propiedad costaba poco dinero. Era una cruz de aluminio y en lugar de la cadena de oro había una cuerda de plástico; de esta cruz la Virgen habló muchas veces y representa este sentido de pobreza, porque la Iglesia cuanto más pobre es, más poderosa es, porque se apoya en Dios.
Estas son las reflexiones de hoy que, fraternalmente y paternalmente, he querido presentar, comunicar y regalaros también a vosotros. Me gustaría verdaderamente que esta jornada terminase con un compromiso por parte vuestra, que se tendrá que repetir todos los años: del 20 de junio, aniversario del día de la ordenación, al 29 de junio, día de la celebración de esta ordenación divina; vosotros y los que vendrán después de vosotros y que están en cualquier parte del mundo ligados a estas apariciones, cada año rezaréis por el Obispo ordenado por Dios y por los obispos ordenados por el Obispo ordenado por Dios. Estos nueve días son como los nueve días de los apóstoles que, en espera de la venida del Espíritu Santo, estaban unidos en oración con María. Por ahora estos obispos son uno más cincuenta y uno, pero en los próximos años se convertirán en cientos, millares y finalmente veremos una sucesión divina que verá a todos los pastores como el cumplimiento de la promesa que Dios hizo en el Antiguo Testamento en Jeremías: “Os daré pastores según mi corazón y estos os apacentarán con inteligencia y sabiduría”. Esta es la realización, nosotros tenemos que llegar a esto, porque Dios a esto quiere llegar. Recordad, y los más jóvenes se lo pasarán a los que vendrán: cada año a partir de este año empieza una novena de intensa oración caracterizada por un gran momento eucarístico que se consumará en la Misa y en la comunión. Este anuncio será puesto también en internet y en el próximo opúsculo, de manera que colaboremos del modo más activo posible al renacimiento de la Iglesia. Por tanto nos veremos en los próximos años, pero la cita más hermosa es la que nos daremos cuando estemos finalmente todos en el Paraíso. Recordad lo que han dicho Jesús y la Virgen: “Os vendré a buscar en el momento de la muerte y os llevaré enseguida al Paraíso”. El que vaya primero que vaya a preparar el sitio. Yo, por desgracia, tardaré algún año, esto me ha sido dicho, pero que se haga la voluntad de Dios. A medida que subáis al Paraíso, los primeros que preparen el sitio a los segundos y los segundos a los terceros. Imaginad cuando lleguéis al Paraíso cuantas personas vendrán a vuestro encuentro felices, contentas y os llevarán delante del trono de Dios que finalmente veremos en la Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, con la Madre de la Eucaristía delante de nosotros, de rodillas delante de Dios que le da las gracias porque otros hijos han entrado en el Paraíso, cuya población, queridos míos, tiene que aumentar mucho. Por desgracia creo poder decir que son más numerosos los que están en el infierno, pero nosotros tenemos que cambiar la situación y hacer de manera que sean más numerosos los que están en el Paraíso, porque esta es la victoria de Dios que quiere también que colaboremos en conseguirlo. Por ahora rezad, estad atentos y vigilantes lámparas delante del altar, palpitad de amor y poned continuamente en estas lámparas el aceite de la caridad, de la oración, de la fe y de la esperanza.