Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 21 enero 2007
I lectura: Ne 8,2-4.5-6.8-10; Salmo 18; II lectura: 1Cor 12,12-31; Evangelio: Lc 1,1-4; 4,14-21.
El Señor habla, ha hablado y continuará hablando en su Iglesia, pero los hombres, por desgracia, comenzando desde los escalones más altos de la jerarquía, continúan ignorando sus palabras. Si todos los hombres, empezando por los altos cargos de la Iglesia, hubieran sido dóciles, obedientes a la palabra de Dios y a sus enseñanzas hoy la situación sería completamente diferente y muchas páginas de la historia de la Iglesia que gotean sangre y lágrimas no se habrían escrito.
Detengámonos a meditar el fragmento tomado de la primera lectura a los Corintios porque es de una claridad excepcional, emana una luz que no deslumbra sino que guía a las personas.
“Del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, forman un cuerpo, así también Cristo. Porque todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, fuimos bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido del mismo Espíritu. Porque el cuerpo no es un miembro, sino muchos. Aunque el pie diga: «Como no soy mano, no soy del cuerpo», no por eso deja de ser del cuerpo. Aunque el oído diga: «Como no soy ojo, no soy del cuerpo», no por eso deja de ser del cuerpo. Si todo el cuerpo fuese ojo, ¿dónde estaría el oído? Si todo oído, ¿dónde estaría el olfato? Pero Dios ha dispuesto cada uno de los miembros del cuerpo como ha querido. Y si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Hay muchos miembros, pero un solo cuerpo. El ojo no puede decir a la mano: «No te necesito»; ni la cabeza a los pies: «No os necesito». Más aún, los miembros aparentemente más débiles son los más necesarios; y a los que parecen menos dignos, los rodeamos de mayor cuidado; a los que consideramos menos presentables los tratamos con mayor recato, lo cual no es necesario hacer con los miembros más presentables. Y es que Dios hizo el cuerpo, dando mayor honor a lo menos noble, para evitar divisiones en el cuerpo y para que todos los miembros se preocupen unos de otros. Así, si un miembro sufre, con él sufren todos los miembros; si un miembro recibe una atención especial, todos los miembros se alegran.
Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte es miembro de ese cuerpo. Y así Dios ha puesto en la Iglesia en primer lugar a los apóstoles; en segundo lugar, a los profetas; en tercero, a los maestros; luego, los que tienen el poder de hacer milagros; después, los que tienen el don de curar, de asistir a los necesitados, de gobernar, de hablar lenguas extrañas. ¿Son todos apóstoles? ¿O todos profetas? ¿O todos maestros? ¿Tienen todos el poder de hacer milagros? ¿Tienen todos el don de curar? ¿Hablan todos lenguas? ¿O todos las interpretan? Ambicionad dones más altos. Pero os voy a mostrar un camino, que es el mejor”.
El razonamiento que hace Pablo se refiere a una realidad que está bajo los ojos de todos y esta realidad tiene que ser comprendida. El apóstol sigue el ejemplo de Jesús, el cual, para hacerse entender de manera clara por las personas incluso las menos cultas y menos dotadas intelectualmente, recurría a la parábola. La parábola es diferente de los cuentos de hadas: los cuentos de hadas cuentan historias cuyos protagonistas son de fantasía, la parábola, en cambio, cuenta realidades cuyos protagonistas pertenecen a la vida de cada día. Pablo, que ha sido guiado por el Señor a partir de la conversión, después en el período de la formación y durante su apostolado, ha tomado de él esta gran enseñanza. El apóstol, a su vez, propagó, amplió y dio esta enseñanza a las almas que trajo a la luz de Dios, con fatiga y sufrimiento, pero con mucho amor. El razonamiento de Pablo es claro y sencillo y parte de lo que está bajo la mirada de todos los hombres: habla del cuerpo. La razón por la que detiene su atención en el cuerpo e invita a los demás a hacerlo, es para llegar a una conclusión evidente y lógica: la unidad del cuerpo, que está formada por diversos miembros, tiene que llevarnos a pensar en la unidad del cuerpo místico que es la comunidad de los bautizados que están en gracia. Recordad esto: el cuerpo místico es la unión del hombre con Dios a través de la gracia y la unión del hombre con los propios hermanos, a través del amor presente en el alma cuando está en gracia. Mirad esta maravillosa obra maestra realizada por Dios: el cuerpo humano. Entre sus miembros hay armonía e interdependencia: el ojo, por ejemplo, desarrolla sus potencialidades y ve muchas más realidades que circundan al cuerpo si las piernas funcionan, porque si las piernas están inmóviles el ojo tiene una visión limitada y reducida; por tanto el ojo tiene necesidad de las piernas como tiene necesidad de los otros órganos.
Cada órgano tiene necesidad del otro, no existe un órgano autónomo, autosuficiente, que pueda continuar viviendo alejado de la unidad y del conjunto del cuerpo. Es un descubrimiento evidente que se impone por su claridad. El cuerpo físico constituye la imagen de la Iglesia. Hoy escucharéis por primera vez una reflexión de una claridad y evidencia tal que nos empuja a hacernos esta pregunta: “¿Por qué no hacemos lo que dice Pablo, que a su vez, repite lo que dice Jesús?”. Miremos la Iglesia que tiene que estar unida: cada miembro de la Iglesia tiene que estar unido a los demás, porque si un miembro de la Iglesia no está unido al otro, tampoco está unido a los otros miembros ni está unido a Dios. Pablo ha enumerado algunos miembros del cuerpo humano: el ojo, la mano, el pie y ha hecho una lista completa y detallada de los miembros que componen la Iglesia: “apóstoles, profetas, maestros, los que tienen el carisma de hacer milagros, los que tienen el don de curar, de asistir, de gobernar y el de lenguas”. Del mismo modo que los miembros del cuerpo humano son diversos, de la misma manera son diversos los miembros de la Iglesia y cada uno tiene una función que ayuda a los demás, exactamente como las funciones de un miembro del cuerpo ayuda a los demás. En la Iglesia ha habido momentos difíciles, críticos, por desgracia todavía actuales, y el motivo principal es porque uno de los miembros se ha puesto en oposición a los demás. Os hago una premisa importante para que entendáis el desarrollo del discurso: en la Iglesia todos han recibido de Dios un don necesario para poder realizar su función; el que tiene autoridad no la ejerce por fuerza, por elección personal, sino que la ejerce porque Dios ha concedido a este la autoridad de ser el Papa, el obispo, el sacerdote, el padre, el educador y así sucesivamente. Los que tienen autoridad tienen que ejercerla y vivirla como un don que Dios les ha hecho, y siendo un don, como son dones todos los demás, no puede haber abuso por parte de aquellos que tienen autoridad sobre aquellos que no tienen autoridad sino que poseen otros dones. El que tiene el don de la autoridad tiene que estar unido y conectado a todos los demás miembros, por lo que tiene que estar unido a quien tiene el don de la videncia, de la profecía, de la curación; no se pude poner en posición de enrocar y mirar desde lo alto a los demás, sino que tiene que ponerse en el mismo nivel y ejercer su carisma permitiendo a los demás que ejerciten el suyo. Si quien tiene el carisma de la autoridad se opone a otro, se pone automáticamente fuera, porque Dios es unidad, unión, en Dios no hay división; si el hombre, que posee el carisma de la autoridad o del poder, obra y crea divisiones, se pone inmediatamente fuera de la Iglesia. La conclusión es que así como el vidente no puede permanecer en la Iglesia si no ejerce su función en beneficio de los demás y en la unidad, en la armonía de toda la comunidad, igualmente está fuera de la Iglesia quien tiene el don de la autoridad y no la ejerce de manera en la que el Señor ha prescrito. El Señor ha prescrito el modo en el que ejercer la autoridad por parte de los que la tienen. “Sed los últimos, sed los siervos y después que hayáis hecho lo que debíais hacer, decid: somos siervos inútiles”. Este es el espíritu que tiene que haber en la Iglesia y ¡ojalá que lo hubiese habido! Confiamos en que mañana habrá este espíritu y la armonía circulará, la unidad será cada vez más fuerte. Es inútil pensar en llegar a la unión con los hermanos separados, ortodoxos o protestantes si entre los católicos, en la Iglesia católica, no hay unión. Esta visión es absurda, es una óptica que falsea la realidad; son como ciegos que conducen a otros ciegos hacia el precipicio en el que pueden caer. Ayer, mientras leía este fragmento, me preguntaba porque no escuchamos a Dios y no nos dejamos guiar por su palabra. Cuántos sufrimientos de menos habríamos tenido, habríamos llorado menos y gozado más si hubiese habido esta unión. No es el poder, no es la autoridad la que garantiza la santidad y la función de quien la ejerce; tiene que haber vida, tiene que haber amor y gracia porque quien no posee el amor y la gracia no podrá unirse a los hermanos. Tenemos que rezar justamente para que se realice la unidad. Cuando Jesús hizo aquella maravillosa oración, en la que hay la expresión “que todos sean una sola cosa” (Jn 17, 21) él se refería a la unión de todos sus hijos que creen y aceptan su Palabra y que son guiados por la jerarquía de manera verdadera, justa y santa. No podía hablar mil quinientos años antes de algo que se refería a divisiones producidas por los hombres que se hacen llamar protestantes o antes incluso ortodoxos, su expresión se refería a unidad del cuerpo. El Señor desea, y ha deseado, que este cuerpo esté armoniosamente ligado y unido entre todos sus miembros, porque él está presente en cada miembro de la Iglesia cuando estos viven en gracia y en la luz de Dios. Atención: yo no niego la validez de la autoridad si se ha recibido válidamente el sacramento del orden, yo me refiero al ejercicio de la autoridad que puede estar equivocado. Cuando esté delante de Dios, él no me juzgará partiendo de mi grado, si soy o no obispo, aunque lo soy a través de él como ha ocurrido poquísimas veces: al inicio de la historia de la Iglesia y una vez sola en su historia. Él me pedirá a mí y a los demás que han recibido el episcopado: “¿Cómo has ejercido tu carisma y tu autoridad?” ¿Dónde está la prueba? “Porque tuve hambre y me habéis dado de comer, tuve sed y me diste de beber; era forastero y me acogisteis” (Mt 25, 35) Si yo, obispo, he perseguido, he hecho sufrir a un hermano mío, no puedo pretender sentir la voz de Dios que me diga: “Entra en el gozo preparado para ti desde la eternidad. Si eres obispo, Papa o un sencillo fiel y no me has amado a mí y a los miembros de la Iglesia, yo no te puedo acoger en mi casa, vete donde están presentes mis enemigos, los que me han negado, me han ofendido, tratando mal al más pequeño de mis hermanos”.
Mirad, queridos míos, la Iglesia tiene que renacer animada por la gracia, la luz, los dones del Espíritu Santo, con armonía y unidad entre los carismas, de tal modo que podamos presentarnos a la historia y en este tercer milenio que acaba de empezar, tratando de evitar los mismos errores que han distinguido la acción de los hombres, incluso de los que han guiado la Iglesia durante siglos. No tiene que haber más errores que llevan a la división y conflictos, los cuales llevan a la desunión. La Iglesia es de Dios y nosotros la tenemos que defender con perseverancia, incluso con nuestro comportamiento y estilo de vida. Tenemos que procurar que los demás puedan seguir el ejemplo y la voz del pastor que va delante seguro, seguido de todos los miembros del rebaño. Esto es lo que tenéis que tener en el corazón y tiene que ser el objeto de vuestra oración de la Misa que ahora estamos celebrando.
Sea alabado Jesucristo.