Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 21 febrero 2009
I Lectura Hb 11,1-7; Salmo 144; Evangelio Mc 9,2-13
Hoy, por primera vez, os hablaré de la devoción y del amor a la Virgen que se practicaban en dos seminarios romanos diocesanos, el Seminario Menor y el Seminario Mayor. En el Seminario Menor, los seminaristas que asisten a clases desde la escuela secundaria hasta la preparatoria estudian con varias corrientes, clásica, científica u otra.
Son ocho años de estudio, para alguno menos, depende del año de ingreso en el seminario. Una de las enseñanzas que más comprendí, probablemente por cierta predisposición, fue el amor, la devoción y el apego a la Virgen.
Hoy habéis tenido una noticia de mi vida y esto confirma lo que os estoy diciendo, es decir que la presencia de la Virgen, aunque no advertida, ha sido siempre muy fuerte, muy clara en mi vida. A propósito de esto, a alguno ya le he contado que cuando tenía nueve años, sin que nadie me hubiese hablado nunca de los misterios de Rosario, yo ya los conocía. Lo pensé después de varios años y me asombré. Tengo un recuerdo nítido: tenía un rosario, no sé de dónde me llegó, pero ya desde tan pequeño, llevaba todavía pantalones cortos, ponía la manita en el bolsillo y comenzaba a recitar el Rosario. No decía solamente el Ave María y el Padre Nuestro, que a aquella edad muchos niños conocían, sino que sabía de memoria todos los misterios y el motivo lo he sabido después de muchos años.
En el Seminario Menor hay la formación humana, pero tendría que haber tanto la formación humana como la espiritual de los seminaristas. En el seminario, en aquellos años, de 1950 a 1958, existía un tipo de educación extremadamente rigurosa, se pedía a los niños de sexto grado, de diez años, una tarea que difícilmente podrían realizar muchachos de quince, dieciséis o dieciocho años. No solo el estilo monástico de levantarse a las seis de la mañana, sino también una vida rígida, marcada por la campana que indicaba el final de una actividad y el comienzo de otra. Creo que era verdaderamente exagerado aquel tipo de educación y de formación. Se verificaban, de hecho, momentos de desánimo e incomprensión. Nunca he logrado entrar en sintonía, en entendimiento con el padre espiritual del seminario de entonces. Os parecerá extraño, pero había tan poca comunicación entre nosotros dos, que, además, a un cierto punto este monseñor me aconsejó que dejara el seminario y no me convirtiese en sacerdote. Sin embargo me quedé en el seminario.
El título con el que es invocada la Virgen en el Seminario Menor es Madre de la Perseverancia. Entendéis por qué: se necesita realmente la perseverancia, una perseverancia que el Señor favorece, ayuda y estimula para crecer. Efectivamente yo desde entonces empecé a crecer, a ser formado en la incomprensión de los sacerdotes, que después me ha acompañado durante toda la vida. Quizás esto estaba en los designios de Dios y ese fue mi campo de entrenamiento, pero debo decir que allí también encontré refugio en la Virgen, que me confortó, me fortaleció y me animó. Recuerdo las largas charlas que tenía, a veces a solas, cuando estaba en séptimo u octavo grado, en aquella capillita dedicada a la Virgen y le pedía que se manifestara. Quería ver a la Virgen, me calenté, me enojé tanto que tomé el rosario y lo tiré al suelo y, desde entonces, estoy esperando poder verla. Pero aunque no la he visto realmente, tengo que decir que de un modo particular he percibido bien su presencia, cuando me ha ayudado y asistido efectivamente, también porque los modelos que me fueron presentados y ofrecidos estaban destinados a fracasar en poco tiempo. Con el padre espiritual no había entendimiento, así que, para animarme a ser mejor, me señalaba, de vez en cuando, uno u otro de los seminaristas de los que debía tomar ejemplo, pero después de un mes aquel se iba y entonces me indicaba otro, pero también aquel al final de año se iba. ¿En qué situación me habría encontrado si hubiese seguido el ejemplo de aquellos que después abandonaban el seminario? Digo esto para validar, a través de una conciencia y conocimiento de los hechos, la presencia de la Virgen de una manera fuerte y puedo deciros que, como no tuve entendimiento con mi padre espiritual, ella fue verdaderamente mi madre espiritual que sabía educarme, de una manera incomprensible, humanamente misteriosa, la fidelidad a Dios, el amor, la castidad, la oración y cuanto más avanzaba más me daba cuenta de que era un pez fuera del agua en ese seminario. Desde el punto de vista humano era quizás más progresista respecto a los demás por cómo habría querido establecer la vida del seminarista y del sacerdote. Y la Virgen me hizo buena compañía.
Hoy en el Seminario Romano Mayor empieza la fiesta de la Virgen que, como en la mentalidad judía, empieza en la tarde del día anterior hasta el festivo. El Seminario Romano Mayor es frecuentado exclusivamente por los que quieren llegar al sacerdocio y por tanto hacen estudios filosóficos y teológicos en función de la ordenación sacerdotal. Hay allí también otra pequeña imagen de la Virgen, cuyo título es Nuestra Señora de la Confianza. Podemos ver la confianza, la fe bajo una dimensión sobrenatural, la fe en Dios, la confianza en Dios, el abandono a Dios, creer ciegamente en Él, pero también hay una dimensión humana, representada por la confianza ante todo en uno mismo, la confianza en los demás, la confianza en los que viven contigo, que son tus compañeros, una especie de confianza que es, a mi juicio, hija del amor. No se puede tener confianza y no amar, confío en Dios porque lo amo, confío en mi esposo porque lo amo, confío en mi esposa porque la amo, confío en mis hijos y amigos porque los amo. Por tanto, aunque esta virtud, como todas las virtudes, creo que derivan del amor, pero ciertamente la virtud de la confianza que es la de la fe. Por eso en el Seminario Mayor nos encomendamos a Nuestra Señora de la Confianza, confiamos en la idea de hacerlo, en estar seguros de que todos los obstáculos pueden y deben ser superados. A medida que me acercaba al sacerdocio, creedme, entraba en mí un cierto temblor, un cierto miedo, me preguntaba si lo lograría o no. El miedo tuvo repercusiones incluso a nivel físico, porque justo por este sentido de la grandeza del sacerdocio y de verme inadecuado para un papel tan grande, he sufrido de estómago hasta tener la úlcera que, después, gracias a Dios se curó. Os estoy haciendo confidencias para haceros comprender como la Virgen, en aquellos años y sobre todo en aquellos años, me acompañó hasta el sacerdocio. Yo no sabía nada de lo que estaban preparando arriba ni siquiera cuando el 9 de marzo de 1963, día de mi ordenación sacerdotal, estaba presente la Virgen. El don de la presencia de la Virgen durante la ordenación sacerdotal es una acto de amor que ni yo, ni los que eran ordenados sacerdotes conmigo podíamos merecer, pero ciertamente si vino no rezó solamente por mí, sino también por mis compañeros de seminario y por eso, aunque hayan pasado cuarenta y seis años desde aquel día, sigo encomendándolos a Nuestra Señora. La confianza podía tambalearse, era como una lámpara que puede balancearse cuando la golpea el viento, pero siempre he encontrado la cuerda de salvamento en mi amor por Nuestra Señora, como lo hace ahora, después de casi cuarenta y seis años. Afloran nítidos los recuerdos de cuando en la vigilia de mi ordenación, fui ordenado el sábado, me quedé en la capilla de Nuestra Señora de la Confianza hasta bien entrada la noche. Lo que nos hemos dicho pertenece a mi mundo interior y personal, pero algunas cosas no las podéis desconocer e ignorar. Pedí la fidelidad de mi sacerdocio y humildemente puedo decir que después de tantos años no he traicionado nunca y ésta es verdaderamente una gran conquista, también porque recuerdo que cuando era sacerdote desde hacía pocos años, al encontrar a una persona que había tenido, por desgracia, experiencias poco felices con los sacerdotes, me dijo bruscamente que todos los sacerdotes antes o después traicionan a Dios y que, por lo tanto, yo también lo haría. Le di las gracias por el aliento y le dije que esperaba que no sucediera. En aquella noche de oración, antes de mi ordenación, fueron ultimados los fundamentos sobre los que se apoya todavía hoy mi sacerdocio: la Eucaristía y la Virgen. Estaba Jesús Eucaristía, estaba la Virgen, a la que entonces invocaba como Nuestra Señora de la Confianza, porque Madre de la Eucaristía era un nombre por venir, aún desconocido, inaccesible. Cuando la llamé Nuestra Señora de la Confianza, ella, que estaba al otro lado, quién sabe si sonriendo, habrá dicho: "Te espero dentro de unos años, porque cambiarás la advocación a Madre de la Eucaristía". Os dije que este año, en el aniversario de mi ordenación sacerdotal, todos los sacerdotes serían apartados y la fiesta espiritual, que es lo que cuenta, estaría centrada en el Obispo de la Eucaristía y la Víctima de la Eucaristía. Sin embargo, creo que incluso detrás de este impulso indicativo que ha dado la Virgen, en vuestras oraciones de ahora en adelante agregaréis a los seminarios y seminaristas de la diócesis de Roma y también comprenderéis que hay una razón aquí, un impulso particular para mí. Por ahora son desconocidos para mí, no sé nada de ellos, en cambio ellos saben de mí cosas que no son ciertas, no son hermosas y una demostración de esto es que ya no me envían la revista Sursum corda, el Diario del Seminario Mayor Romano. Me han excluido de la asociación que incluye a antiguos alumnos a los que se les informa, de vez en cuando, de la muerte de un antiguo seminarista para que puedan rezar por ese difunto, ya sea sacerdote o laico, siempre que haya estado en el seminario por lo tanto, por ahora, solo hay un encuentro virtual ante Dios en el momento de la Misa, en el momento del Rosario. Os estoy pidiendo que recéis, estaba diciendo, por mis seminaristas. Es exacto decir esta frase y la pronuncio con temor y temblor, pero no puedo dejar de decir mis seminaristas. Por eso, antes de presentarme en estos seminarios con la investidura oficial, os pido que recomendéis al Señora a estos seminaristas, porque la Iglesia necesita buenos sacerdotes, santos y buenos sacerdotes para renacer y la Virgen dijo: “Estamos preparando buenos obispos”. No buenísimos. Habría sido feliz, muy feliz, si hubiese dicho estamos preparando obispos buenísimos, pero la Virgen es madre de la verdad y por tanto, no puede, ni siquiera para complacerme a mí o a vosotros, decir una cosa por otra. En cuanto a nuestras y vuestras responsabilidades, hasta ahora no se han pedido oraciones por estos seminaristas, porque no os he hablado de ellos, no he pedido vuestra colaboración y no he solicitado vuestras oraciones, pero de ahora en adelante hacedlo y acordaos de esto: orando por ellos, en último término estaréis orando por mí, porque cuanto más buenos, honestos, virtuosos sean, más fácil me será empezar, seguir, madurar y cumplir la tarea que Dios, sin deseo mío ni mérito alguno, me encomendará. Él es testigo de que digo la verdad. Pedí y solicité, por tanto, orando por el Obispo, a partir del 15 de marzo, de orar por los sacerdotes con los que trabajaré y que dependerán de mí, por los Obispos con los que trabajaré y que dependerán de mí, pero sobre todo por los seminaristas que serán sacerdotes, que Yo ordenaré y que tendrán que trabajar para la Iglesia de Dios local, que es la de Roma, y universal, que es la del mundo entero.