Eucharist Miracle Eucharist Miracles

Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 22 abril 2007

III Domingo de Pascua (año C)
I lectura: Hch 5,27-32.40-41; Salmo 29; II lectura: Ap 5,11-14; Evangelio: Jn 21,1-19.

“Después de esto Jesús se apareció de nuevo a sus discípulos, junto al lago de Tiberíades.[a] Sucedió de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás (al que apodaban el Gemelo[b]), Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo, y otros dos discípulos. —Me voy a pescar —dijo Simón Pedro. —Nos vamos contigo —contestaron ellos. Salieron, pues, de allí y se embarcaron, pero esa noche no pescaron nada. Al despuntar el alba Jesús se hizo presente en la orilla, pero los discípulos no se dieron cuenta de que era él. —Muchachos, ¿no tienen algo de comer? —les preguntó Jesús. —No —respondieron ellos. —Tirad la red a la derecha de la barca, y pescarán algo. Así lo hicieron, y era tal la cantidad de pescados que ya no podían sacar la red. —¡Es el Señor! —dijo a Pedro el discípulo a quien Jesús amaba. Tan pronto como Simón Pedro le oyó decir: «Es el Señor», se puso la ropa, pues estaba semidesnudo, y se tiró al agua. Los otros discípulos lo siguieron en la barca, arrastrando la red llena de pescados, pues estaban a escasos cien metros de la orilla. Al desembarcar, vieron unas brasas con un pescado encima, y un pan. —Traed algunos de los pescados que acabáis de sacar —les dijo Jesús. Simón Pedro subió a bordo y arrastró hasta la orilla la red, la cual estaba llena de pescados de buen tamaño. Eran ciento cincuenta y tres, pero a pesar de ser tantos la red no se rompió. —Venid a desayunar —les dijo Jesús. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres tú?», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio a ellos, e hizo lo mismo con el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos después de haber resucitado. Cuando terminaron de desayunar, Jesús le preguntó a Simón Pedro: —Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? —Sí, Señor, tú sabes que te quiero —contestó Pedro. —Apacienta mis corderos —le dijo Jesús. Y volvió a preguntarle: —Simón, hijo de Juan, ¿me amas? —Sí, Señor, tú sabes que te quiero. —Cuida de mis ovejas. Por tercera vez Jesús le preguntó: —Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? A Pedro le dolió que por tercera vez Jesús le hubiera preguntado: «¿Me quieres?» Así que le dijo: —Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero. —Apacienta mis ovejas —le dijo Jesús—. De veras te aseguro que cuando eras más joven te vestías tú mismo e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te vestirá y te llevará adonde no quieras ir. Esto dijo Jesús para dar a entender la clase de muerte con que Pedro glorificaría a Dios. Después de eso añadió: —¡Sígueme! (Jn 21, 1-19)

El fragmento del Evangelio de hoy, en su forma íntegra, contiene lo que para mí es extremadamente importante evidenciar y sobre lo cual quiero invitaros a reflexionar, es decir la institución del primado de Pedro.

El Señor realizó su misión, murió, reabrió las puertas del Paraíso, dio al mundo su Palabra, instituyó los sacramentos y, en fin, instituyó a Pedro como cabeza del colegio apostólico, y a sus sucesores, cabezas del colegio episcopal. Este don que hizo Cristo a la Iglesia garantizó, allá donde ha permanecido y ha sido aceptado y creído, la unidad de la Iglesia misma. Para hacéroslo comprender basta invitaros a volver la mirada hacia nuestros hermanos cristianos, ortodoxos y protestantes, entre los cuales hay una división frenética, grupos que se separan de otros grupos, no hay unidad como en la Iglesia católica. Los ortodoxos, en parte, se han salvado y sus divisiones son menos numerosas que las de los protestantes, porque han conservado todos los sacramentos y entre estos, de manera particular, la Eucaristía que garantiza la unidad, si es aceptado el patrimonio de fe que Cristo nos ha dejado.

En la Iglesia la figura del Papa es una figura emergente e insustituible. He ahí porque he querido leeros también el fragmento de la institución de este primado. Es un pasaje conmovedor, porque es la continuación de un discurso que había empezado tiempo antes, entre Jesús y Pedro, cuando Jesús preguntó a los apóstoles quién era Él para ellos y qué decían los demás quien era Él. Pedro lleno de Espíritu Santo, respondió: “Tú eres Cristo, el Hijo de Dios”. Jesús prosiguió: “Bienaventurado tú, porque ni la carne ni la sangre te lo han revelado, sino mi Padre que está en los Cielos”. Es Dios el que escoge y suscita, pero solo si el hombre lo permite, al Papa al frente de la Iglesia. Se han dado muchas definiciones de los varios papas que se han sucedido, que para mí son reductivas. No significa nada decir el Papa teólogo, el Papa filósofo, el Papa mecenas, el Papa conservador, el Papa progresista o moderno, son todas definiciones que no resaltan en absoluto el don que Cristo le dio a la Iglesia.

Hay una exhortación, un imperativo de Cristo dirigido a Pedro, es la última palabra del pasaje del Evangelio que acabamos de leer: “Sígueme”, es decir, entre el Papa y Cristo debe haber unidad, por lo que Cristo está en el Papa y el Papa está en Cristo. Debemos decir que el Papa tiene que hablar con la boca de Cristo, debe decir la verdad, enseñar la verdad, difundir la Palabra. El Papa debe escuchar con los oídos de Cristo, incluso el lamento de un pequeño hermano, de un pequeño fiel que sufre por una injusticia de sus hermanos. El Papa debe ver con los ojos de Cristo, por tanto, no debe dejarse condicionar por las categorías mentales, sociales o culturales presentes en la sociedad, debe mirar con el mismo ojo de amor a la pobre viuda que ha depositado un céntimo en el tesoro del templo y al grande poderoso obispo que va hacia él en audiencia privada, con la pomposidad del propio cargo. El Papa ha de razonar con la cabeza de Cristo, es Pablo el que lo dice a todos los fieles: “Tened en vosotros los mismos pensamientos que Cristo”. Si esto vale para los fieles, tanto más vale para el cabeza de los fieles.

El Papa debe, sobre todo, amar con el corazón de Cristo, porque si este amor no está presente, su acción es estéril e ineficaz. Es el amor de Dios el que transforma el mundo, es una fuerza dinámica que lleva adelante la Iglesia hasta alcanzar, una y otra vez alturas cada vez más altas y sorprendentes de santidad. Éste debe ser el Papa.

Nosotros hemos tenido muchos papas, me parece que más de trescientos, pero no todos han reflejado la imagen de Cristo y, luego, hay que corregir también otra opinión que casi se sigue imponiendo: el Papa es elegido por Dios, por el Espíritu Santo. Esto es verdad solamente si los que lo eligen están también ellos llenos de Espíritu Santo y de la gracia de Dios. ¿Cómo podemos decir que Dios se complació con los papas que se cubrieron ante Él con crímenes terribles y pecados enormes? Por respeto a su memoria no digo ningún nombre, pero vosotros mismos podéis, si estáis interesados, en ir a indagar y encontraréis, para vuestra sorpresa y, en parte, con escándalo, muchos que efectivamente no eran dignos de estar a aquella altura y de haber recibido el mandato. Son legítimos, nadie lo duda, pero no han agradado a Dios, habiendo sido simplemente elegidos por los hombres al menos con medios humanos negativos y pecaminosos, mediante contrataciones, acuerdos, votos comprados. Son papas legítimos, pero que ciertamente Dios no ha querido sobre el trono de Pedro y esto se refiere a la historia de la Iglesia en su totalidad. De veinte siglos de historia de la Iglesia, excluyendo los primeros siglos, porque aquellos papas fueron todos mártires y por tanto testigos de fe respecto a Cristo, los siglos siguientes han visto tanto papas grandes y santos como mediocres y pecadores. Y entonces “sígueme” solamente lo puede decir Cristo a quien lo ama, a quien le es fiel, a quien está dispuesto a dar la vida por él, incluso en detrimento de la propia salud e incluso poniendo en grave peligro la propia vida. Estos son los papas que han sentido, respetado y realizado la invitación de Cristo a seguirle y que verdaderamente se han convertido en pescadores de hombres.

Yo os pido, casi suplicándoos, que recéis para que en los siglos futuros, empezando por el próximo Papa, la Iglesia pueda tener un Papa verdaderamente lleno de Dios, que vea con los ojos de Cristo, que oiga con los oídos de Cristo, que hable con la boca de Cristo, que razone con la cabeza de Cristo y que ame con el corazón de Cristo. Yo os pido a vosotros exactamente esto, tenemos delante un futuro que podemos escribir luminoso o tenebroso, Dios está trabajando para escribirlo luminoso y está pidiendo a las almas, por este motivo, una inmolación que parece no tener fin y aumenta de día en día, en un vórtice impresionante y sorprendente. Nosotros amamos la Iglesia porque por ella hemos rezado, hemos sufrido y hemos dado todo lo que podíamos dar, incluso nuestra vida. Nosotros, como comunidad, la amamos, somos una célula viva en el interior de la Iglesia y nuestra misión es sanar poco a poco las otras células del Cuerpo Místico de Cristo, para que finalmente, pueda brillar de luz, de fuerza y de vitalidad tales que cada hombre frente a este espectáculo pueda elevar la mirada a Dios y darle gracias por esta gran obra maestra.

María, Madre de la Eucaristía, es también Madre de la Iglesia y el 8 de diciembre pasado yo confié a María la Iglesia entera. Era un gesto que tenía que hacer y lo he hecho, era un gesto que Dios quería que se hiciese y ha sido hecho. Dios ha agradecido el encargo de toda la Iglesia a aquella que es Madre del Cabeza de la Iglesia, que así renacerá, resurgirá y será verdaderamente como Dios quiere.

Será aquel faro luminoso capaz de mandar rayos de luz a un mundo que, por desgracia, está yendo cada vez más veloz hacia su propia autodestrucción, porque los hombres que lo gobiernan, y no excluyo a los hombres de la Iglesia, en lugar de amar a los demás y a Dios se aman a sí mismos, en lugar de pensar en los demás piensan en sus intereses, en lugar de dar a los demás, se reservan para sí mismos y para su círculo íntimo de seguidores. Esto tendrá que acabar y por fin espero que todos nosotros, que todos los presentes podamos volver a ver a Dios en el centro de la Iglesia, a la cabeza de la Iglesia, padre de todos los hombres e ir hacia Él, como decía a veces Juan XXIII, cantando y esperando. Nunca debemos matar la esperanza, sino que debemos conservarla, porque tener esperanza significa creer en Dios y creer sólo en Él. Alabado sea Jesucristo.